EVALUACIÓN: VERDAD O FARSA
Humpty Dumpty y Alicia, en una ilustración de John Tenniel.
-Cuando yo uso una palabra –insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso– quiere decir lo que yo quiero que diga…, ni más ni menos.
–La cuestión –insistió Alicia– es si se puede entonces hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes a la vez.
–La cuestión –zanjó Humpty Dumpty– es saber quién es el que manda…, eso es todo.”
Alicia a través del espejo – Lewis Carol
Saber quién es el que manda… Eso es todo.
Digamos que el mundo educativo parece haberse convertido en una madeja enmarañada que va aumentando su complejidad a medida que intentamos desenredarla buscando encontrar un hilo propicio del que tirar. Los tiempos confusos son así. Se necesita ver claro, como cuando en las matemáticas aprendíamos estrategias para simplificar las expresiones algebraicas, y ese tipo de cosas. Ya se sabe que los de matemáticas necesitamos ver claro para no ponernos nerviosos; no dormimos tranquilos dejando cuestiones por resolver. Digamos que la evaluación es una de esas cuestiones que nos obsesiona…
La evaluación de un sistema educativo se puede hacer -de hecho se hace y ahí están las pruebas PISA– de muchas maneras para detectar cuáles son sus principales problemas. Las conclusiones de PISA nos dicen eso: que los principales problemas del sistema educativo español están en la lectura y las matemáticas; de modo que a nuestras autoridades educativas pareciera que les haya faltado tiempo para en coherencia con eso de “asumir responsabilidades”, redactar y enviar a los centros las correspondientes “instrucciones” para mejorar el tratamiento en nuestras aulas tanto de la lectura, como del razonamiento matemático (sic).
Digamos que instrucciones sitúa a la administración educativa y docentes en una relación vertical y asimétrica, de desigualdad.
Seguramente se trate en ambos casos de iniciativas razonables y bienintencionadas, detrás de las cuales se supone un trabajo y un esfuerzo respetables. Pero eso es según se mire, ya se sabe. Sobre todo si atendemos al currículum oculto de las palabras, es decir, a lo que las palabras ocultan más allá de lo que se quiere que digan. Es lo que pasa con la palabra instrucciones, que viniendo de donde viene denota una posición de poder que resulta cuando menos chocante. Digamos que instrucciones sitúa a administración educativa y docentes en una relación vertical y asimétrica, de desigualdad. Yo doy instrucciones porque la cuestión es ”quién manda aquí y eso es todo”, que diría Humpty Dumpty. Por poner un ejemplo, digamos que Instrucciones no es lo mismo que Sugerencias; qué queréis que os diga. La Ley General de Educación (LGE) de 1970, la conocida como ley Villar Palasí, creo recordar, se desplegaba en objetivos, contenidos y “sugerencias de actividades”, un apartado al que los maestros recurríamos a menudo porque eran amplias y de verdad sugerentes…
Y ocurre también que donde existen relaciones de poder, existen también de contrapoder. Así que tengo algunas dudas sobre cuáles hayan podido ser los efectos reales que estas instrucciones de la administración hayan podido generar en el conjunto del profesorado. Me temo que es fácil que haya ocurrido lo mismo que se viene observando desde hace ya tiempo -¿demasiado?-. Entender que se trata de una demanda más de la administración educativa de esas que se está (mal)acostumbrado a responder mediante papeles. Casi da fatiga repetirlo: ¡Papeles y más papeles! ¡Por papeles que no quede! De manera que una iniciativa que podía ser válida, ¿por qué no? acaba convertida en burocracia, algo inútil, o cómo nos gusta decir, “un paná”…
Quizás lo más grave en el caso de la palabra evaluación sea que su “engrandecimiento” parece haber venido acompañado de un alejamiento de la realidad, que es casi tanto como decir de la verdad; quiero decir que ha ido perdiendo su concepción primigenia de acto de verdad.
Sin lugar a dudas, la evaluación es necesaria y nuestro sistema educativo está falto y necesitado -muy necesitado, diríamos- de una evaluación profunda. Hay muchos aspectos, digamos, en los que “chirría” a menudo. Lo que ocurre es que evaluación se ha convertido en una de esas “grandes palabras” del entramado educativo en las que el profesorado se siente atrapado y confuso. Y son grandes palabras que en general parece como si llevaran implícito una maldición que las deteriora cuando se abusa de ellas: de tantas vueltas que les damos, acaban manidas; de tanto que pretenden abarcar en su significado acaban por no significar apenas nada; no sabemos cómo manejarlas, y acabamos por no entenderlas del todo o por no entendemos con ellas, o en ellas. Y digamos también que quizás lo más grave en el caso de la palabra evaluación sea que su “engrandecimiento” parece haber venido acompañado de un alejamiento de la realidad, que es casi tanto como decir de la verdad; quiero decir que ha ido perdiendo su concepción primigenia de acto de verdad. Ya no se percibe como el acto de honradez autocrítica imprescindible para mejorar lo que hacemos desde la conciencia de una labor y una dignidad profesional. En lugar de eso, parece haberse convertido más bien en una farsa.
Y en esas estamos. Por un lado los informes PISA, sus datos y estadísticas, sus conclusiones, sus consiguientes instrucciones, etc. Por otro, nuestra conciencia y nuestra capacidad de mirar y no mentirnos sobre lo que está ocurriendo ahí delante de nuestros ojos. No es poco. Y este es el pequeño hilo del que queremos tirar para ir desenredando la enmarañada y compleja cuestión en la que parece haberse convertido el mundo educativo de hoy. Sobre todo porque ese pequeño hilo no es de los acostumbrados, ni tampoco de los que se plantean de forma vertical desde la administración educativa (allá arriba) hacia las aulas (aquí abajo), en forma de instrucciones. Y además ocurre que este pequeño hilo está en estrecha relación con la práctica de aula, con las buenas prácticas en el aula.
Así que pongamos que el maestro ha llegado a la clase y le ha dicho a los alumnos que recojan todo de encima de la mesa porque para esta actividad no van a necesitar ni lápiz, ni cuaderno, libro, etc. Después lleva a cabo una actividad que suele ser de expresión oral, de cálculo mental; el diálogo sobre un poema -o un problema- o un juego: el de acertar el número, por ejemplo…
Las actividades de tipo oral o mental, pueden ser extraordinarias y mucho más interesantes y válidas que las escritas, pero tienen un problema: son difícilmente justificables desde fuera.
Hagamos un breve análisis de la realidad haciendo algunas consideraciones de lo que ocurre cuando el maestro comienza la clase así, diciendo a sus alumnos que recojan todo. Quizás ello sirva para arrojar luz sobre las cuestiones de fondo y ayudarnos a entender lo que ocurre y sobre todo a buscar alternativas sólidas a tan preocupante situación. La primera de estas consideraciones es que un análisis desde la observación de lo que realmente ocurre en las aulas, nos llevaría a que en ellas se desarrollan principalmente tres tipos o ámbitos de actividades: Las referidas a expresión oral, a actividad mental y a actividad escrita. Y digamos que un balance en términos cuantitativos del tiempo que se dedica en las aulas a cada uno de estos ámbitos mostraría una excesiva prevalencia de la actividad escrita sobre la oral y mental. Una prevalencia de lo escrito que no tiene por qué corresponderse con la relevancia o importancia de la actividad en sí, sino que existen otros factores que lo distorsionan. Digámoslo claramente poniendo un ejemplo. Las actividades de tipo oral o mental, pueden ser extraordinarias y mucho más interesantes y válidas que las escritas (pongamos una clase con la recitación de un poema, el ensayo de un teatrito, o las preguntas orales de cálculo mental), pero tienen un problema: son difícilmente justificables desde fuera. ¿Dónde queda constancia de ellas? Si en ese momento llega el inspector y pregunta sobre la actividad; o los propios padres quieren saber lo que han hecho sus hijos hoy en el cole, a veces no es fácil explicarlo; cosa que no ocurre cuando la actividad es escrita, pues basta con mirar el cuaderno o la ficha del alumno y ahí está el trabajo realizado.
Niños sentados en colchonetas de Clarissa Rodrígues González (CC BY-NC-SA)
Es verdad; podemos pensar que hay en todo esto bastante de farsa y de impostura, pero digamos que de esta manera se va generando y naturalizando en el quehacer del maestro y en la dinámica escolar, una sobrevaloración de la actividad escrita y una tendencia a la devaluación de lo oral y mental que va dejando de lado estos aprendizajes hasta convertirlos en poco importantes, en prescindibles, y hasta en una pérdida de tiempo. Permítasenos recalcar que no es ésta una cuestión menor; que todo esto pertenece a la realidad de las aulas y a las formas veladas a través de las cuales el propio aprendizaje acaba degenerando hasta acabar desvirtuado y vaciado de sustancia y contenido. Y claro, después ocurre lo que ocurre: que viene PISA y nos pone la cara colorá en sus informes.
Lo que queremos decir en definitiva, es que una mejora de los resultados escolares puede provenir simplemente desde una mejor distribución de los tiempos en el aula que favorezca las actividades orales o mentales, cada vez más relegadas, y su valoración, recordando aquello que decía Machado de que “lo que importa es aprender a pensar”…
Digamos que ahí [en las actividades orales], quien manda es el maestro, él es quien dirige la planificación y realización de la actividad, con su voz, su palabra y su manera de hacer y de estar en el aula.
Pero hay otra cuestión también de importante calado en todo esto y se refiere al papel del maestro en este tipo de actividades. Cuando el maestro empieza la clase con ese “lo primero que vamos a hacer es recoger todo, porque para esta clase no vamos a necesitar ni libro, ni lápiz, etc”, lo que nos está queriendo decir es que el foco y el centro de gravedad del aprendizaje se va a situar en el diálogo que establece el maestro con el alumno. Y esto ocurre sobre todo en las actividades de carácter oral y mental. Digamos que ahí, quien manda es el maestro, él es quien dirige la planificación y realización de la actividad, con su voz, su palabra y su manera de hacer y de estar en el aula. Sin embargo, cuando la actividad es escrita, ese protagonismo pasa al libro de texto o a la ficha correspondiente y el papel del maestro se diluye y desdibuja. Repito; son formas que están ahí en la realidad del aula que quedan invisibilizadas hasta naturalizarse en la vida diaria de la escuela y que sitúan al libro de texto por encima del maestro, ocupando ese papel de impostor que tan bien describen y desvelan los compañeros Pedro García y José María Pérez, en su artículo Un tirano en las aulas…
Y es que hay muchas maneras de evaluar y conocer cómo funciona un sistema educativo -PISA, repetimos, es un claro ejemplo de ello-. Pero a veces ocurre que para analizar y descubrir la realidad de la escuela no basta con la acumulación estadística de datos y variables, también hay que mirar la realidad de lo que pasa de verdad en las aulas y, desde esa misma verdad, preguntarnos simplemente y a la manera de Alicia ante el espejo ¿quién manda aquí?
Magnífico artículo, Manuel.