Uno de los ‘cocos’ para cualquier estudiante, más allá de memorizar la tabla periódica o las declinaciones latinas, ha sido tradicionalmente eso que se llamaba comentario de texto. Me asalta la duda, no obstante, de si hablo de una época remota, porque doy fe de que he visto tablas periódicas construidas en 3D por el alumnado y he asistido a la invasión del enfoque comunicativo, como una legión romana, en la metodología de la enseñanza del latín, supongo que para en una visita al imperialista McDonald’s pedir garum en la lengua del antiguo Imperio Romano en lugar de kétchup.
Sin embargo, hasta donde me alcanza mi experiencia, el comentario de texto sigue siendo eso, un comentario, un ejercicio analítico –necesario, añado-, reflexivo y pausado –necesariamente también- que busca no solo desentrañar el origen de un texto en caso de estar oculto, como si se tratara de una investigación policial o arqueológica, sino, sobre todo, exprimirlo hasta sus últimas consecuencias para degustarlo, disfrutarlo y, en última instancia, vivirlo. Porque si lo que se trabaja y se aprende no se incorpora de alguna manera a la propia experiencia, se queda en el ámbito de lo superficial, del adorno más o menos vistoso, pero en el fondo vacío.
Por un azar que no recuerdo, llegué hace unos años a un poema de Pedro Sevilla (Arcos de la Frontera, Cádiz, 1959) perteneciente a su libro Tierra leve (Renacimiento. 2002), unos versos que hablaban sobre el fin de la infancia y que compartí con algunos amigos por la fascinación entonces que me produjeron. Uno de ellos, Pedro García Ballesteros, me lo devuelve en este verano de 2024 en que casualmente me hallo inmerso en unas memorias de infancia con tesis al fondo que aún no tienen nombre ni editor. Me da la impresión de que el azar quiere que cierre un círculo con estos versos de Pedro Sevilla; la naturaleza caprichosa de lo casual se ha vuelto a confabular para que me cruce otra vez con un texto que ahora más que nunca me interpela, y que dice así:
A una edad imprecisa,
pero que ahora sitúas hacia los doce años,
los apaches comienzan a aburrirse
cuando juegan contigo
y ves cómo la infancia, ese mundo sin tiempo,
te expulsa de sus mitos
con un reloj que habrá de medir citas angustiosas
y sensaciones nuevas que te producen miedo,
y deseo, y vergüenza,
cuando tú lo que quieres es seguir siendo niño,
astro humano que gira como un Dios,
sin pasiones, sin cuerpo, con tus miedos de siempre,
sin niñas maliciosas
que te sacan rubores y que, intuyes,
acabarán llenando tus ojos de tristeza.
En este poema libérrimo, como parece que es la infancia, de medidas preferentemente canónicas (heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos), una suerte de silva asilvestrada, nos interesa sobre todo romper con algunos de los principios clásicos del comentario de texto académico o escolar. Aunque haya comenzado por eso que se denomina ‘la forma’, intentaré no aislarla de su supuesto contrario ‘el contenido’, porque en un poema -especialmente en un poema- el cómo y el qué se escribe han de encajar como un puzle sideral. En este sentido, la elección de una métrica y de la música que surge a partir de estas medidas aleatorias, así como su lenguaje sencillo, directo, sin dobleces, ligeramente imaginístico, alejado del prosaísmo peor entendido, hacen de este breve poema una pequeña joya literaria delicada y sentida.
Los dos primeros versos sitúan el balón en el terreno de juego del poema sin demasiadas estridencias, con absoluta normalidad –vamos a hablar de algo que sucede aproximadamente a partir de los doce años-. El saque de inicio de partido ha sido muy normalito, diríamos que convencional. Pero a partir del tercer verso, empieza el espectáculo de regates, taconazos, controles inverosímiles,… el jogo bonito de Pelé y compañía: “los apaches comienzan a aburrirse/ cuando juegan conmigo”. No hay nada como romper las expectativas del lector para entrar en materia, en concreto en el terreno de juego de la infancia, dirigido por un árbitro que pita sin tiempo preciso, con relojes dalinianos de blandiblú y con reglas perfectamente inventadas según corre el balón. Pero no importa, todo está bien, es parte del reglamento infantil. Lo malo vendrá cuando el reloj empiece a medir “…citas angustiosas/ y sensaciones nuevas que te producen miedo,/ y deseo, y vergüenza,…”, es decir, cuando pasada la frontera de la seguridad inconsciente de la infancia nos asomemos al abismo incierto de la adolescencia, en especial a las inseguridades del amor y del deseo, que muy probablemente “acabarán llenando tus ojos de tristeza”. Y esta jugada fatal llegará indefectiblemente sobre el minuto doce del partido: una entrada fea por detrás, un codazo malintencionado en el pómulo al disputar un balón aéreo, un crujido sospechoso en un mal gesto de la rodilla al regatear o, lo peor de todo, un gol en propia puerta. Entonces el terreno de juego empieza a embarrarse literal y metafóricamente, en la realidad y en la imaginación –en los miedos-, y arrastramos nuestras botas por el césped, pedimos el cambio y nos retiramos a los vestuarios con una insoportable sensación de derrota porque vamos perdiendo poco a poco el partido luminoso y gozoso de la infancia.
A nadie se le escapa que en el poema que comentamos su autor, Pedro Sevilla, aborda el asunto de la infancia desde el tópico del paraíso pedido, desde la más que probable idealización de un periodo de la vida que indudablemente también tuvo sus miserias, pero que la memoria –tramposa, fullera, experta cribadora- prefiere omitir. En cualquier caso, el poema tiene la virtud de trascender la anécdota personal para proyectarse en el imaginario colectivo como un universal en el que gran parte de los lectores se puede identificar y hacer suyo, ya que muy probablemente los mecanismos del recuerdo funcionen de una manera similar en la mayoría de la población lectora. ¿Nos hemos aficionado a autoengañarnos? ¿Mixtificamos mitificando nuestra infancia?
Sea como fuere, es un hermoso poema y útil para muchos de los que nos hemos preguntado en más de una ocasión en qué preciso momento finaliza la infancia, más allá de cómo nos haya ido en ella, porque recordemos que para muchos de los niños que acuden a nuestras aulas, especialmente de Infantil y Primaria, sus infancias no están siendo precisamente memorables, un paraíso que perderán en breve, sino más bien un infierno abominable. Lo que no sabemos es cómo las recordarán, si necesitarán también de los agujeros negros a los que invita la memoria para sobrevivir.
Yo tengo mi tesis sobre dónde colocar la línea entre la infancia y la adolescencia, sin entrar en asuntos socioculturales como la relativamente reciente creación de la adolescencia según explica, por ejemplo, Jon Savage en su libro Teenage. La invención de la juventud (1875-1945) (Desperta Ferro Ediciones, 2018).
En parte estoy de acuerdo con Pedro Sevilla: será alrededor de los doce años; quizá los trece. Mi tesis, en cualquier caso, resulta menos idílica: para los de mi generación –la de los nacidos en los 70-, el hito académico lo conformará la entrada en el BUP; en el ámbito familiar, el momento en que, probablemente a causa del primer estirón, se esfumó el ‘coco’ de las volanderas hostias como panes que solían darnos nuestros padres para corregir nuestras salidas de tono o nuestras travesuras de niños que dejaban olvidados a sus indios apaches en el pasillo de casa, el camino natural hacia el ‘Fuerte Comansi’ donde esperaban los malos, los americanos del Quinto de Caballería, por ejemplo; pero eso no lo sabíamos entonces, porque a los niños también es fácil engañarlos.
Muchas veces me pregunto -y me preguntan- para qué sirve un comentario de texto. Supongo que la respuesta es la misma que la que surge al cuestionarse la utilidad de la literatura en general y de la poesía en particular. Leer y analizar este poema de Pedro Sevilla nos transporta a través de su dimensión estética hacia un lugar ignoto o puede rescatar algo que íntimamente estaba dormido. La poesía, en general, y este poema de Pedro Sevilla en particular se erige, por lo tanto, en una vía de conocimiento más, tan válida como cualquier otra, pero con la virtud de que el zarandeo en nuestras premisas iniciales se mece, en el caso que nos ocupa, al ritmo de heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos.
Tanto o más me ha gustado el poema de Pedro Sevilla como el texto de Juan Carlos Sierra. La defensa que hace sobre el comentario de texto, su análisis, sus metáforas etc. hace de él algo bello y atractivo. Recuerdo perfectamente la manía y odio que yo tenia al comentario de texto cuando yo era estudiante. Esto me hace pensar en la importancia de un buen profesor que te haga amar lo que imparte en el aula sea un comentario de texto o un problema de álgebra. ¡Qué suerte tiene sus alumnos!