Que te llamen contador de historias puede ser excesivo, o excesivamente provocador, según se tome. Hay en el contar historias un tanto de falsedad, no vamos a negarlo, por eso procuro rescatar a mis historias de la impostura para devolverlas a su patria natural que es la ingenuidad. Lo que quiero decir es que ésta bien pudiera ser una de esas historias ingenuas que tanto me gusta escribir y que se fundamentan en la convicción de que detrás de cada maestra o maestro hay siempre una historia digna de ser contada; y que es la misma convicción que me lleva a animar a los compañeros para que se decidan a escribir. Ya debíamos haber aprendido que si los maestros no escribimos, otros lo harán por nosotros, y así nos va…
Estamos en el acto de entrega del VI Premio Isabel Álvarez al Compromiso con la Educación a los compañeros Gloria Palomo y Francisco Barea, allí en su colegio Malala. Sobra decir que todo lo que ocurre aporta su granito de complicidad para que la emoción se haga la gran protagonista en todas las intervenciones. Han pasado ya unas cuantas y es ahora el turno de una maestra de Infantil, totalmente emocionada y sin poder esconderlo, quien ha tomado la palabra y todo lo que dice me llega desde el tono admirable de esa hermosa ingenuidad que caracteriza a estas compañeras, de modo que me da por reafirmarme en que es en Educación Infantil donde mejor se puede hablar de la pedagogía ingenua que tanto me gusta reivindicar.
De pronto en su discurso, una palabra que no he entendido bien me llama la atención. Quizás a veces nuestro problema sea de incomunicación por un exceso de la comunicación convertida en rutina -me digo-. Lo único que consigo recordar de esa palabra es su acento, que yo interpreto como italiano, sin estar del todo seguro de ello. ¿El título de un libro? ¿Un famoso pedagogo? ¿Una experiencia pedagógica brillante que lleva el nombre de la región o ciudad a la que pertenece?
Hay preguntas que no se contestan y que se dice quedan en el aire; otras -digo yo- quedan muy adentro hasta convertirse en obsesiones para que el azar venga a devolvérnoslas con su acostumbrada e imprevisible capacidad de sorpresa.
Porque estamos ahora en la cervecita después del acto donde en las conversaciones entrecruzadas todo sigue siendo emoción en las felicitaciones a Gloria y Paco, la complicidad, los encuentros, los saludos… En la conversación del grupo que está junto a nosotros, nuestra maestra de Infantil recibe el abrazo entusiasmado de un compañero: “¡Qué bien has estado compañera! ¡Y que bien que hayas citado…!”, y otra vez esa palabra ¿en italiano? que no logro entender del todo. “Nosotros estuvimos allí…” y creo que dijo, tampoco estoy seguro, Reggio Emilia que me recuerda a Rodari y sus “Cuentos por teléfono”…
Gianni Rodari, me digo para que mi mente traslade su nombre a intuir una reflexión con pretensiones de ir más allá acerca de las tradiciones pedagógicas de los distintos países. Hay una historia de la pedagogía que se construye así, con esas tradiciones, aunque no aparezcan en los manuales al uso. Y hay una tradición pedagógica en Italia que yo asocio con nombres como Gianni Rodari o Emma Castelnuovo, por decir los primeros que se me han venido a la cabeza, y que me provocan una gran simpatía y admiración por ese país; como si pensara que Italia no es sus monumentos, su historia, su cultura, sino principalmente y sobre todo su enorme y maravillosa tradición pedagógica.
Pongamos que lo mismo me ocurre con Cataluña. Lo digo porque en la misma conversación se sigue hablando ¿cómo no? de pedagogía y ha salido ahora sí, claramente, el nombre de César Coll, el reconocido y famoso catedrático de Psicología Evolutiva y Educación de la universidad de Barcelona. En aquellos tiempos de la transición a la democracia que fueron también tiempos hermosos de efervescencia de los movimientos de innovación y renovación pedagógica, ya sonaba que las cosas que hacían los catalanes eran muy interesantes. Así que también con Cataluña se me hace como inseparable mi idea de país con la tradición pedagógica de Rosa Sensat, por ejemplo. Una simpatía y admiración que traslado también a sus gentes y a su cultura hasta a veces sentir el complejo de que siempre irán por delante nuestra.
Y quizás lo mismo me ocurra con otras tradiciones pedagógicas como la suiza con Piaget o Beauverd -siempre Beauverd- y siempre que no recuerdo bien si nació en Suiza o en Francia, donde reconozco también otra tradición pedagógica importante que pasa por Freinet, el “texto libre” y, sobre todo, por una experiencia personal de esas que ocurren en las aulas sólo de vez en cuando.
Ella era francesa, una niña de seis años, hija de emigrantes españoles que regresaban y llegó al colegio acompañada de su madre que traía su cuaderno para mostrarme orgullosa las cosas tan preciosas que su hija hacía allí en su escuela francesa.
Son los pequeños detalles, como sabemos, los encargados de marcarnos demasiado por la parte que toca al mundo de las emociones. Así que para empezar diré que aquel cuaderno no era el típico cuaderno simple y casi único acostumbrado a ver en nuestra aulas. Era más parecido a las formas cursis de los diarios modernos que ahora vemos en las papelerías, sólo que de cursi no tenía nada porque allí todo estaba cuidado sin impostura, como cuando decíamos eso de con primor, con delicadeza. Empezando por algo tan mínimo como la trama de cuadrículas, de un tamaño mayor y desacostumbrado entonces aquí; y por el color de fondo de las páginas -no recuerdo bien si un tono azul o rosa, muy suaves, o quizás ambos-. Y sobre ellos siempre un pequeño texto cuidando al máximo la caligrafía y un dibujo eran toda la página. Lo demás parecía consistir en embellecer y rodear lo escrito y dibujado con pequeños adornos, colores y estampaciones; o en otras páginas el dibujo era sustituido por un pequeño y hermoso trabajo manual con trozos de lana, o flores y hojas disecadas, o un collage que proporcionaba a la página un colorido espectacular. Digamos, en definitiva, que todo en aquel cuaderno parecía estar pensado y concebido para convertirse en un tesoro personal -quizás por eso la madre lo trataba con tanto cuidado y esmero- o para formar parte de un Museo de Artes y Costumbres Escolares, si eso se lograra algún día que existiera…
Un país es un cuaderno -¿o fue al revés?- creo que me dije sin saber todavía que esa imagen formaría parte ya para siempre de mi manera de mirar a un país y una cultura. Y así fue como sentí enamorarme de Francia como un país en el que fundamentalmente se cuidaban los pequeños detalles portadores de valores, o las pequeñas cosas, que como sabemos es lo más importante en el amor y en la vida…
Las conversaciones se fueron poco a poco apagando, hasta casi acabar por oírse sólo aquella voz del compañero de nuestra maestra de infantil que seguía hablando, de pedagogía ¿cómo no? sin cansarse de recordar y de reivindicar: No sé, dicen que por Granada hay aulas donde se siguen haciendo cosas, pero vaya usted a saber hasta cuando se lo permitirán… Y había ahora como un halo de añoranza y pesimismo que no supe precisar y que me acompañó hasta que las conversaciones se fueron apagando del todo entre felicitaciones, abrazos y despedidas…
Será verdad que cuando las conversaciones se apagan, se encienden las preguntas. Así que ¿Por qué esa tradición pedagógica que reconocemos tan claramente en Italia, Suiza, Francia, o incluso en Cataluña, no ha cuajado en Andalucía? ¿Existirá alguna vez una tradición pedagógica en Andalucía fácilmente reconocible como en otros lugares?
Son preguntas que parecieran entrever un análisis complejo que une identidades e historias, invisibilizadas ambas. Y quizás también pesimismo, si no fuera porque a las palabras finales del amigo de nuestra maestra de infantil, emerge la memoria de la escuela para recordarnos que siempre hubo maestros aferrados al entusiasmo y dispuestos muchas veces, y a pesar de todo, a no dar la batalla por perdida, construyendo en torno a su trabajo una trinchera contra ese pesimismo. Y no sólo en Granada, sino en todas partes…
Una tradición es una construcción lenta y profunda, me dije mientras llegaban a mi cabeza el nombre de Isabel Álvarez y la labor de REDES como fruto y semilla. O de Gloria y Paco con su maravilloso proyecto de Aprendizaje y Servicio. O del Colectivo Ciclo, o Colectivo Surcos de los que me siento orgulloso de haber formado parte. Y el de tantas y tantos compañeros y compañeras que apostaron, en muchos lugares de Andalucía y en diferentes épocas, por la escuela Pública. Y siempre con la firme convicción de que en esta labor tan nuestra, sólo se equivoca el que no arriesga porque ello lo condena a la rutina; y la rutina es lo peor que puede sucederle a una labor que requiere principalmente, alma; y que, todos lo sabemos, necesita entrar en contacto permanente con la única y poderosa palabra que es, entusiasmo.
Es desde ese entusiasmo activo y poderoso de donde nació este “Premio Isabel Álvarez al compromiso con la Educación”, que ya ha cumplido su sexta edición y se prepara desde hoy para la séptima con la misma, y ya veterana, vocación de ir construyendo paso a paso una de esas tradiciones pedagógicas en las que el nombre de Isabel Álvarez o de Gloria y Paco, aparecerán con normalidad en las conversaciones informales en los encuentros entre maestros con palabras que quizás alguien no las entienda y por eso les llamará la atención…