En una de las cuentas de correo del equipo directivo del instituto en el que trabajo apareció hace no mucho un mensaje de una familia que ha abandonado el centro buscando mejores perspectivas de bachillerato para sus vástagos -o eso creen ellos-. El título rezaba así de obvio: ‘Despedida del centro’.
La cosa empieza bien. El tono es en el inicio amable y, sobre todo, agradecido por la atención cercana a sus hijos, por los desvelos del profesorado, por haberles transmitido ejemplos de responsabilidad y saber estar,… En fin, gracias, gracias, gracias,…
Llegados al final de este primer párrafo de la misiva electrónica, no sin algunas dificultades en la decodificación debido a una sintaxis tendente a la oralidad y por algún que otro llamativo gazapo ortográfico, el ánimo de quien lo lee y se siente en cierta manera corresponsable de estos parabienes se viene arriba, se expande pero sin exagerar, porque la costumbre en este tipo de discursos de despedida nos dice que a veces se parecen peligrosamente a las necrológicas, que loan sin medida las maravillas del difunto y omiten todas sus miserias. Así que no nos dejemos llevar por un exceso de entusiasmo, porque, por una parte, no es saludable y, por otra, a la vuelta de este párrafo acechan los reproches.
Son estos variados, generosos en extensión y, en los tiempos que corren, poco originales, aunque no por ello dejan de resultar algo exóticos. Pero todas las reconvenciones se pueden resumir en una: la escuela pública, la nuestra en concreto, adoctrina a su alumnado, porque se le habla de igualdad entre hombres y mujeres, porque se le intenta educar en una vida sexual sana, porque se le cuenta que la vida real está al otro lado de Instagram o Twitch, de sus prejuicios, de sus modelos tóxicos, de su desinformación, porque se le insiste en que uno ha de autoconocerse, aceptarse y, de paso, aceptar libre de prejuicios a los demás, porque se le pone en la pista de la ciencia, de las humanidades, del pensamiento crítico y libre -o viceversa-,… Según parece, todos estos principios, que forman parte de la escuela pública, a algunas familias les parecen criticables, porque según ellas son consecuencia de las secreciones de una confabulación ideológica progre, roja, lésbico-feminista, chavista-bolivariana, probablemente también abertzale-etarra y no se descarta que algo tenga que ver en todo esto las CUP -a estas alturas lo del contubernio judeomasónico suena demasiado antiguo, pero no menos casposo-. En resumidas cuentas, lo que viene a decir la misiva electrónica, que da la sensación de estar escrita, más que en un moderno teclado, con una pluma de pato mojada en tinta dentro de un sótano oscuro y húmedo de la Santa Inquisición, es que debemos renunciar a valores esenciales de la Constitución, del Estatuto de Autonomía y, en general, de la Declaración de los Derechos Humanos como la igualdad y la justicia social en favor de los intereses particulares, familiares, individuales, egoístas -diría yo- que la ideología de los Abascales, las Ayusos y sus secuaces del barrio de Salamanca o de los Remedios confunden deliberada, torticera y fulleramente con la libertad.
Lo preocupante de todo este asunto es el descaro o la falta de pudor, que raya en lo ridículo. Pero más peligroso es que esta ideología salte los chalets o los pisos de varios millones de euros de los centros del poder económico o los muros de los colegios privados más exclusivos, y arrastre, como una colada que lo arrasa todo, al conjunto de los estratos sociales, especialmente a los más vulnerables, aprovechándose de una generalizada ausencia de la más elemental conciencia de clase. Es como poner al lobo a cuidar de las ovejas, porque están deslumbradas por el brillo de sus colmillos olvidando estúpidamente de qué se alimentan exactamente estos cánidos.
Y llegamos al final de la carta. Su autor, quizá en un momento de lucidez, de contrición o simplemente porque pensó que ya se había quedado a gusto, vuelve al tono agradecido del inicio, en una suerte de ringkomposition tan involuntaria como efectiva. Pero ya es tarde para confiar en la sinceridad de estos agradecimientos. Ya es un poco tarde para dejarse cegar por ciertos halagos, porque sabemos que los carga el demonio neoliberal. Huele al azufre del pin parental y de momento conservamos bien atento el olfato.