Me duele: El acoso como problema social

El club donde juegan mis hijos propone en sus redes sociales un minuto de silencio en todos los partidos del fin de semana por la muerte de Sandra. No hay más información en lo compartido en Facebook e Instagram. Lo primero que pienso es que se tratará de alguien ligado al club, alguna directiva quizá, probablemente alguna madre de algún jugador,… No sé. Horas más tarde, en otra publicación de idéntica procedencia, se especifica que se refieren a una jugadora de un club de fútbol sevillano, por lo que deduzco que la muerte le ha llegado a Sandra demasiado pronto. Inmediatamente me asalta una idea que me pellizca el alma -sea esto lo que sea-: el dolor de su familia, especialmente de sus padres, porque no creo que exista mayor desgarro que despedirse para siempre de una hija. No pasan ni 48 horas y a propósito de Sandra comienza a dibujarse un apellido, un rostro risueño, unos ojos rasgados que corroboran su gesto alegre, una melena ligeramente ondulada, un escudo, el del Betis de sus amores, una edad -14 años-, pero sobre todo empiezan a aparecer los detalles desgraciados: una muerte violenta, un presumible no poder más, un voluntario arrojar la toalla al ring desde un quinto piso porque parece que la cría entiende que la pelea la tiene perdida y, por supuesto, una familia rota más allá del dolor, exactamente en ese lugar espantoso donde habita el horror que supera a la desolación por la pérdida, pero también en la conciencia probablemente culpable de lo evitable y en la quimera de una pesadilla que se deshará, piensan, en cuanto que amanezca y acabe este mal sueño. Pero no, el suicidio de Sandra es real, cruel, devastador, horrendo,… Es difícil y quizá hasta inútil intentar explicar el sufrimiento de sus familiares, de modo que dejémoslos tranquilos, para que hagan su duelo al margen de la opinión pública y publicada, pero sin dejar de mostrarles nuestro más profundo pesar y nuestra solidaridad, en caso de que ese gesto les sirva de algo.

            Aunque no haya ni punto de comparación, la muerte de Sandra me duele personalmente, porque soy padre, porque soy profesor, porque vivo y trabajo con chavales de la edad de Sandra; pero también me duele como ciudadano de un estado democrático de derecho -también de deberes-. Y me duele pensar que esta muerte sea uno de tantos síntomas que señalan en dirección contraria a esa sociedad moderna, madura, responsable, civilizada, fraternal,… a la que cualquier persona decente aspira. Para ahondar en la herida de ese dolor cívico solo hay que atender a las reacciones y al tratamiento mediático mayoritario que se le ha dispensado al suicidio de Sandra.

Por poco pendiente que haya estado uno a la actualidad, habrá podido constatar en los días posteriores al suceso que, junto a las muestras de compasión, solidaridad y apoyo, también han asomado su hocico y sus dientes carroñeros las hienas. Me refiero en concreto a quienes sin criterio alguno, desinformados, desnortados, desde los muros analógicos del colegio al que acudía Sandra o desde los más modernos y virtuales de sus redes sociales, claman venganza o señalan y linchan a los que creen culpables de la muerte de Sandra; por supuesto, también hablo de quienes se hacen pasar por periodistas de última hora y sientan cátedra sobre la solución radical, simplista y tirando a fascista de asuntos como el de Sandra -una receta que, dicho sea de paso, les sirve para todo-; me refiero, en defintiva, a todos esos que piden acríticamente y con la vena del cuello hinchada que se les sirva en bandeja de plata la cabeza de algunas menores y de cierta institución educativa. Y es que la estulticia anda últimamente muy desacomplejada.

Que estos energúmenos desde sus redes sociales o desde los seudomedios digitales viertan su basura en mitad del estercolero en el que se ha convertido el debate público es un fenómeno lamentable y preocupante, pero lo que resulta verdaderamente espeluznante a propósito del suicido de Sandra es que el periodismo serio, prestigioso y respetable, el que dice aspirar a cuidar de la verdad por encima de otros intereses, haya sacado a relucir su patita más reduccionista, simplista y demagoga. Como se diría en jerga educativa, esos medios generalistas más reputados han tirado de ‘currículum oculto’, es decir, han mostrado lo que de verdad se opina desde el inconsciente colectivo sobre el sistema educativo y sobre quienes lo sostienen desde las aulas -fundamentalmente el profesorado-.

Como se diría en jerga educativa, esos medios generalistas más reputados han tirado de ‘currículum oculto’, es decir, han mostrado lo que de verdad se opina desde el inconsciente colectivo sobre el sistema educativo y sobre quienes lo sostienen desde las aulas -fundamentalmente el profesorado-.

 La sentencia del juicio mediático, a la que se han sumado tirios y troyanos, analógicos o digitales indistintamente, ya ha sido dictada. Se ha señalado al culpable de un delito que aún no se ha comprobado, sobre el que todavía planean las dudas porque no se ha llegado a una conclusión definitiva y veraz. El dictado aproximado de este fallo dice así: el suicidio de Sandra se podía haber evitado si el centro educativo concertado en el que estudiaba hubiese puesto en marcha el protocolo contra el acoso escolar solicitado por la familia. De aquí se deslizan algunas derivadas: los adultos responsables de Sandra en su centro educativo no han hecho bien su trabajo; ergo, el profesorado en su conjunto acostumbra a mirar hacia otro lado cuando le llega un caso de acoso.

Me duele asistir al espectáculo periodístico gratuito de descrédito de la profesión docente por efecto del recurso facilón de la generalización y por el desconocimiento acerca de un asunto como el del acoso. Pero vayamos por partes con el dolor.

En el ejercicio de mi trabajo como docente me he encontrado a guardias civiles que se han hecho los suecos ante un caso grave y flagrante de maltrato infantil, pero no creo que por ello deba llegar a la conclusión de que el cuerpo de la Guardia Civil es una inutilidad en materia de protección de menores; asimismo, he sido testigo de manifestaciones fascistas de algunos miembros del cuerpo y no creo que deba inferir que la Guardia Civil añora el franquismo, ¿verdad? También me he encontrado a altos cargos de la administración educativa andaluza, desde jefes/as de servicio a directores/as generales y consejeros, que han hecho de su capa un sayo privatizador, que han zarandeado despectivamente a sus empleados cuando se les ha señalado ese tic o directamente los han ninguneado, y no por eso debo concluir que toda la administración educativa andaluza es un nido de ‘externalizadores’ incompetentes y prepotentes. Incluso me ha tocado recibir en mi instituto por obra y gracia de un Anexo IX de escolarización extemporánea a alumnado objeto de acoso, mientras que en su centro de origen quedaban sus victimarios. ¿Es esto razón suficiente para colegir que la administración educativa, que no es un ente abstracto o espectral, sino una maquinaria burocrática y política que funciona gracias al trabajo de personas con nombres y apellidos, se comporta generalmente de manera cruel y desatinada? Supongo que no es lícito ni justo llegar a estas conclusiones, a estas generalizaciones. De la misma manera, no tiene sentido alguno denigrar a toda una profesión que frecuentemente se ocupa de tareas que desbordan su formación y las competencias derivadas de esta. Sin embargo, el ‘currículum oculto’ difamador aparece en las crónicas periodísticas, en la insolencia seudoperiodística y en los exabruptos de los bárbaros desnortados. Y eso duele no solo a quienes nos dedicamos a esta profesión, sino que también debería dolerle a cualquiera con dos dedos de frente y algo de sensibilidad social.

En cualquier caso, no se trata de corporativismo ni de echar balones fuera. Como no puede ser de otra forma, cada uno deberá asumir sus responsabilidades: si el centro concertado donde estudiaba Sandra ha actuado negligentemente, tendrá que responder por ello. Eso está fuera de toda duda. Pero no podemos pecar de generalistas ni de ingenuos a estas alturas del partido. Aunque se hubiese abierto el susodicho protocolo -ese del que todo el mundo opina, pero del que mayoritariamente se desconoce su contenido y alcance-,  eso no habría garantizado necesariamente nada, porque los centros no están dotados, al menos los públicos, de los medios suficientes para atajar estas situaciones. Un protocolo es papel mojado por las lágrimas de los familiares de los chavales expuestos a escarnio, si no se proporcionan a los centros educativos recursos humanos a tiempo completo -esencialmente de profesionales del ámbito de la salud mental y del trabajo social- y si no se establecen redes de colaboración efectiva entre entidades públicas. Tampoco sirve de mucho un protocolo de esta naturaleza, si no se establece una cooperación auténtica, verdadera, sincera, sin dobleces ni subterfugios entre las familias y la escuela. Pero, sobre todo, un protocolo contra el acoso escolar no será más que un blablablá burocrático, si no se actúa más allá de las paredes de la escuela, si no se permite a sus profesionales construir sin subterfugios ni sospechas ni amenazas ni zancadillas una sociedad madura, adulta, responsable y sensata, una colectividad que no se enfurruñe cuando no se le dé la razón o cuando no se atienda a sus caprichos; y con esto no estoy hablando exclusivamente de la educación de los más jóvenes.

Un protocolo contra el acoso escolar no será más que un blablablá burocrático, si no se actúa más allá de las paredes de la escuela.

El asunto que nos ocupa es, por tanto, mucho más complejo, orgánico, holístico -si se quiere- de lo que están planteando los medios de comunicación generalistas -del resto de actores vociferantes ya he hablado bastante-. Por ese motivo no parece honesto colocar el foco acusador, como está sucediendo, en uno solo de los múltiples factores que pueden participar en la prevención o en la solución de la perversa ecuación del acoso. Porque para hablar con tino de acoso -no de bullying-deberíamos empezar a abandonar definitivamente el adjetivo ‘escolar’, ya que estamos ante un fenómeno que desborda ampliamente el contexto de la escuela, pues sin solución de continuidad se manifiesta en las relaciones sociales que se establecen en la calle, en el barrio, en el club de fútbol, en el equipo de baloncesto, en la gimnasia rítmica, en los cumpleaños,… y últimamente de forma muy acusada amplificado por las redes sociales. 

Me duele el dolor en vida de Sandra, el dolor de su familia, el dolor de sus amigos, el dolor de sus vecinos, incluso el dolor de quienes la estamos conociendo en estas desgraciadas circunstancias. También me duelen las víctimas colaterales de este terremoto emocional: la verdad, la decencia y la racionalidad de una sociedad adulta. Y me duele especialmente el lugar que se ha demostrado que ocupa la escuela en el inconsciente colectivo: una suerte de contenedor de basura donde dejar algunas de nuestras inmundicias sociales para que no nos molesten y para ver si de paso nos las reparan; y si la escuela no es capaz de arreglarlas, también arrojaremos sobre ella toda la putridez de esa misma sociedad envuelta, unas veces, en estupidez vocinglera e insolente y, otras, en artículos y reportajes pretendidamente solventes, como lamentablemente se está demostrando a propósito del suicidio de Sandra.

Juan Carlos Sierra Gómez

Profesor de Lengua y Literatura en el IES Pésula de Salteras

Su último libro es Ciclotímicos (Editorial Sílex).

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