¿Qué hacemos con la enseñanza concertada?

Un poco de historia: el peso del pasado.
Desde mediados del siglo XIX, la construcción en España de un sistema educativo moderno fue un proceso lento y tardío, en el que destaca la potencia de la Iglesia Católica y la debilidad del papel del Estado. Hasta la proclamación de la IIª Repúbica, la enseñanza era asunto reservado prácticamente a minorías y mayoritariamente controlado por Órdenes y Congregaciones religiosas. Precisamente los reformistas republicanos trataron de revertir esta situación, proclamando en la Constitución de 1931 que la educación era atribución esencial del Estado, negando, por tanto, la posibilidad de centros educativos dirigidos por la Iglesia, y poniendo en marcha un ambicioso plan de construcciones escolares. Como es sabido, el golpe de estado y posterior guerra civil frustró este programa, dando paso a un largo período de dictadura, la dictadura franquista. Durante aquellos años, particularmente entre 1939 y 1970, el sistema educativo mantuvo los rasgos propios del siglo XIX, es decir, dos redes escolares, una estatal pobremente dotada que atendía a la población con menos recursos, y otra, privada, generalmente regida por la Iglesia Católica, que era la que realmente canalizaba la promoción de la élites y la incipiente clase media hacia estudios superiores.

Mientras que hasta entonces el período de escolarización obligatoria no estaba suficientemente definido (teóricamente de 6 a 9 años), ni, desde luego, la gratuidad universal, en 1970, con la promulgación de la Ley General de Educación (LGE) se establece la obligatoriedad y gratuidad de 6 a 14 años (EGB). En su artículos 94 y 96 se disponía que para garantizar la gratuidad de la enseñanza también en los centros privados, el Estado establecería con ellos conciertos, otorgándoles la correspondiente subvención. Esta fórmula del concierto no llegó a desarrollarse, lo que no impidió que se subvencionara a los centros privados de manera discrecional, sin apenas regulación.

Este asunto –el de la subvención a los centros privados- se convirtió en uno de los temas centrales de la transición. En junio de 1978, la UCD –que representó los intereses de la Iglesia-, se apresuró a presentar un proyecto de ley (LOECE) que garantizaba que el estado no establecería ningún tipo de control sobre los centros privados subvencionados; poco después, en septiembre de ese mismo año, presentó otro sobre financiación de la enseñanza obligatoria en el que se establecía la fórmula del cheque escolar.

Además, en diciembre de 1979 entró en vigor el Acuerdo entre el Estado Español y la Santa Sede sobre enseñanza y asuntos culturales, un acuerdo, todavía vigente, que actualizaba el Concordato de 1953 con el Vaticano. En este acuerdo no sólo se garantizaba la presencia de la enseñanza de la Religión en los centros escolares estatales, sino que, en su artículo XIII, se incluía expresamente a los centros de la Iglesia católica en cualquier régimen de subvención.

Sin embargo, diversas circunstancias condujeron a que las iniciativas planteadas por la derecha española sobre la subvención a los centros privados no acabaran de materializarse en una fórmula suficientemente definida y clara. Será el primer gobierno del PSOE el que, en 1985, mediante la Ley Orgánica del Derecho a la Educación (LODE) estableciera la que está actualmente vigente, retomando el modelo de conciertos ya planteado en la LGE de 1970. No obstante, a diferencia de lo que se enunciaba en esa ley, el sistema de conciertos que ahora se aprobaba determinaba estrictos requisitos para acceder a la ayuda pública, subyaciendo la idea de que la escuela privada no dejaba de ser un elemento subsidiario del sistema público de enseñanza. Concretamente, el Estado concertaba la prestación del servicio público de la educación con centros privados que aceptaran ciertas condiciones, particularmente la de vincularse a la programación general de la enseñanza que estableciera la administración.
De esta forma, por una parte, se consolidaba la peculiaridad de un sistema educativo con una triple red de centros escolares: los públicos, los privados subvencionados (concertados) y los privados no concertados. Por otra, se consolidaba también el relevante papel de la Iglesia católica en el sistema educativo español, pues ella es la titular de la inmensa mayoría de los centros privados concertados.


¿La enseñanza concertada es un problema?
Desde luego, si miramos a los países de nuestro entorno, la existencia de una potente red de centros privados que reciben subvención del estado es una anomalía. Mientras que en España esta red escolariza en torno al 30% del alumnado, en la mayoría de los países apenas llega al 10%, en muchos ni siquiera existe. Las excepciones son significativas: Bélgica, Holanda, e Irlanda. Precisamente en estos casos se dan las mismas circunstancias que en el de España, es decir, el poder de la iglesia católica o de
otra confesión religiosa.
La mera existencia de la enseñanza privada plantea el problema de a quién debe atribuirse la educación de niños y jóvenes. Los liberales que protagonizaron las revoluciones burguesas del siglo XIX lo tenían claro: corresponde al estado y ello era así porque se quería quitar de las manos de la iglesia la formación de las conciencias y traspasar esa función al nuevo estado, que formaría un nuevo sujeto. Pero, como he
dicho, eso no fue posible al cien por cien donde la iglesia tuvo mucho poder. En estos casos, como el de España, se niega, por tanto que esa función sea patrimonio del estado.
Lo que se manifiesta en la idea de que las familias tienen derecho a elegir el tipo de educación que quieren para sus hijos e hijas y, además, el estado debe sufragar esa elección. Así que el problema consiste en que, en un importante porcentaje, la formación de la ciudadanía escapa al control del estado, dándose el caso, además, que ese segmento de la población es mayoritariamente de un sector social -clase media-, que va a ser adoctrinada en unos valores discutibles en relación con aquellos en los que se
sustenta la democracia. Y además, insisto, pagándoles. Este es el primer problema.

El segundo problema trata del incumplimiento de los objetivos que se planteaban (y se plantean) con la fórmula de los conciertos. Efectivamente, la LODE y la actual LOMLOE confieren a los centros concertados el carácter de públicos (aunque son privados) pensando en que juegan un papel subsidiario en el sistema y se comportan como públicos. Pero la realidad es distinta puesto que no son realmente gratuitos, ni acogen a todo tipo de alumnado. Es decir, no responden realmente al papel que se le atribuye en la vigente ley –la prestación de un servicio público- ni a lo supuestamente acordado entre el PSOE y la Iglesia en 1985. Además, se suponía que al jugar un papel subsidiario, los conciertos irían desapareciendo a medida que se fuera extendiendo la escuela público. Lo que ha ocurrido es exactamente lo contrario: por ejemplo, en Andalucía, sólo en los últimos diez años el gasto en conciertos ha aumentado un 48%.

El otro problema que plantea la existencia de la privada concertada es que, por diversas
razones, tiende a aglutinar a una población con un perfil social muy definido, de manera
que ello contribuye a la segregación social. Lo cierto es que el papel de los centros
privados concertados en el fenómeno de la segregación escolar es asunto discutible.
Realmente la segregación por razones sociales se debe principalmente a la
segmentación residencial (incluso entre centros públicos), si bien las políticas de
escolarización pueden contribuir a ello en mayor o menor medida. Pero, salvo que nos
planteemos la política de trasladar a los alumnos a escuelas distintas de su lugar de
residencia, en este sentido el margen de actuación es muy estrecho.
En tercer lugar, se considera que la existencia de la enseñanza privada subvencionada es
un problema puesto que detrae recursos del sistema público que es el que escolariza a la
mayoría de la población y, particularmente a los que tienen menos. En este sentido, no
se cuestionaría la existencia de centros privados sino el hecho de que estos reciban
ayudas del estado, una crítica que proviene incluso de los centros privados no
subvencionados que consideran que los concertados hacen competencia desleal, puesto
que realmente no se comportan como públicos.

¿Qué hacer?
Desde posiciones progresistas -que asumen lo anterior como problemas sobre los que habría que actuar-, se plantea como objetivo estratégico, como mínimo, la desaparición de los conciertos educativos. La cuestión es que, como ya ocurrió en la Segunda República, por razones ya dichas, ese objetivo contará con una fuerte oposición principalmente de la Iglesia católica. Teniendo en cuenta la relación de fuerzas que realmente existe entre unos y otros, se plantearían las siguientes medidas para actuar:

a) Suprimir mañana los conciertos. Opción que, en lo que la vista alcanza, la veo
inviable.
b) Ir ampliando la oferta de plazas públicas, especialmente en aquellos lugares en los
que predomina la de privados concertados.
c) Ir suprimiendo conciertos a medida que vayan dejando de ser necesarios.
d) Ofertar la conversión de privados concertados en centro públicos.
e) Modificar la legislación y los reglamentos de acuerdo con lo anterior.

En definitiva, tomemos nota de que la existencia de la enseñanza concertada es una realidad sólidamente asentada en la sociedad que, sin, embargo, plantea algunos problemas importantes al conjunto del sistema educativo y a nuestra perspectiva de lo que debería ser la formación ciudadana. A mi entender no es realista plantearse que esa realidad pueda suprimirse ni siquiera con un gobierno, no ya progresista, sino de izquierdas. Si se pretende una cancelación de los conciertos, tendría que ser en un proceso de larga duración, siguiendo las medidas que se han dicho más arriba. En todo caso, entiendo que el discurso y la estrategia tendrían que centrarse más en el fortalecimiento y extensión de la escuela pública que en la estigmatización de la privada concertada.

Javier Merchán Iglesias, presidente del Observatorio de la Educación.