ANARCOCAPILLITAS

Corría el año 1977 o tal vez era 1978; era Semana Santa; no recuerdo el día; sí de que estaba sentado con algunos amigos en un velador de la calle San Jacinto; serían las seis o las siete de la tarde, anocheciendo; sobre la mesa habría seguramente cafés o cubatas. La poca gente que había en la calle parecía indiferente a la fila de nazarenos de una cofradía que se encaminaba hacia el puente de Triana; hacía bueno, incluso calorcito; seguramente olería a azahar y a incienso; algún niño extendería la palma de la mano para recoger cera o reclamar un caramelo al encapuchado. Nos separaba del cortejo poco más de un metro y nadie se interponía entre nosotros y un paso que se acercaba: debía de ser un paso de cristo porque no le seguía una banda de cornetas y tambores. Se oiría, eso sí, la sorda cadencia de los costaleros arrastrando sus alpargatas bajo el peso del tinglado; también la voz paternal del capataz conduciendo a sus hombres por el camino más recto. Al pasar el señor o el misterio, no recuerdo, uno de nosotros, gritó a los esforzados: ¡Qué hacéis ahí debajo, si sois de Comisiones Obreras!

Ha pasado casi medio siglo de aquel día; desde entonces para acá ha seguido oliendo a azahar y a incienso cada Semana Santa y el rito procesional se repite invariable un año tras otro. La gran diferencia, más que evidente, es que aquel evento casi irrelevante de entonces se ha convertido en un fenómeno de masas que trasciende incluso el episodio puntual y, de forma exponencial, vertebra la sociedad sevillana y andaluza las cuarenta y ocho semanas del año. La sociabilidad transversal y democrática del tardo franquismo manifestada en la afiliación a sindicatos, asociaciones vecinales o culturales ha sido en gran parte sustituida por una proliferación de “hermandades” de penitencia o de gloria que invaden las calles, destilan jerarquías y sustituyen las aspiraciones sociales de las clases populares por prestaciones clientelares o benéficas.

Desde su origen en la Baja Edad Media hasta hoy las hermandades de Semana Santa han sido y siguen siendo entidades organizadas por las élites sociales para el control y disciplina de la sociedad; entonces por los señores de la frontera con Al Andalus; incluso las cofradías gremiales estaban bajo la advocación de una talla bendita, pero también de un aristócrata. En el siglo XIX, fueron protagonizadas por sagas burguesas, mercantiles e industriales, muchas foráneas, que querían hacerse un sitio preeminente en la gobernanza de la ciudad; desde hace unas décadas, por una mesocracia ligada a los negocios de cortos vuelos en el mercado local.

Ni qué decir tiene que, en cada uno de esos momentos, el fenómeno cofrade ha sido inequívocamente conservador, incluso reaccionario; en el siglo XVIII se opusieron a las reformas ilustradas de Carlos III, se situaron junto a Fenando VII contra el liberalismo; organizaron la protesta contra la II República, y hoy se incita desde la Junta de Andalucía a que los niños y niñas de colegios públicos visiten iglesias, se disfracen de legionarios y organicen procesiones. No hay más que rascar un poco para descubrir que, en todas las épocas, debajo de esa parafernalia embriagadora de olores y sonidos se esconde una lucha de clases desde arriba, un combate ideológico y simbólico utilizado por las élites y los jerarcas cofrades como arma para la defensa de sus intereses particulares.

No descubro el Mediterráneo si digo que la Semana Santa, antes no, se ha convertido en un fenómeno popular. Enhorabuena a los organizadores. Mis críticas van dirigidas a esa parte de la izquierda que, por razones estéticas, culturales, evocadoras, olfativas, sensuales, musicales, etc., ha hecho dejación de funciones dejando al pueblo gregario en olor de mesocracias, ha permitido que la derecha monopolice el capital simbólico andaluz. Nada tengo en contra de las emociones colectivas, de que los vellos se pongan como escarpias cuando en medio de la multitud se abra paso la virgen favorita, de que los jóvenes busquen y encuentren amor en la bulla, o que la juerga siga de madrugada. Lo que critico es que la izquierda andaluza no haya sabido distinguir entre la pompa, los sentidos y la trampa. Se ha llegado al extremo de definir la idiosincrasia cofrade de izquierdas como anarco-capillismo, de que los progres se identifiquen algunos como anarco-capillitas.

No voy a referirme a lo que los anarco-sindicalistas de 1919 o 1920 hicieron o querían hacer con algunos pasos; menos salvajes fueron las pintadas durante la República en las que se podía leer: “menos Semana Santa y más trabajo”. Creo que el anarquismo, al menos por ser fieles a su memoria, merece un respeto. A nadie se le pide que renuncie a sus recuerdos, ni a sus emociones ni a sus orientaciones sexuales; lo que sí me permito sugerir a los anarco-capillitas es que pongan en práctica una hoja de ruta que pasara, por ejemplo, por favorecer el sufragio y la democracia en los consejos de las hermandades arrebatando la representación a los mercaderes, por cuestionarse si sigue siendo necesario que las hermandades rindan pleitesía a las autoridades sociales, políticas y eclesiásticas en la carrera oficial, por proponer auditorías independientes para ver si es oro todo lo que reluce, por plantear que en las procesiones haya varas para todos y todas, o que varas, estandartes y cirios se sorteen de manera que una verdadera hermandad sustituya al clientelismo clasista que hoy perdura. Mientras no se planteen cosas como estas, pensaré que están contribuyendo a reproducir y ensanchar un modelo malsano de ciudad.

Carlos Arenas Posadas, Profesor de Historia e Instituciones económicas de la Universidad de Sevilla.