NATURALEZA Y CULTURA (I)

Pequeña historia sobre la memoria de un color

A los niños de mi pueblo que difícilmente verán ya la maravilla del verde en un lagarto.

Cuánto tiempo sin vernos; por dónde andas ahora, recuerdo que me preguntó un amigo de la infancia en una de esas celebraciones que me hacen volver al pueblo y que son ya de bodas de hijos,  bautizos de nietos y cosas así. Es verdad, los años sin verse y las andanzas de cada uno nos hablan del paso del tiempo, de los períodos que marcan la interrupción de la amistad y de nuestra propia identidad, si es verdad eso que dicen de que somos tiempo. Tiempo y memoria…

Y cómo ves el pueblo. También hay preguntas que se hacen así como queriendo buscar que los demás confirmen lo que pensamos. De modo que lo que quería mi amigo era más o menos que bendijera el éxito de todo aquel conjunto de cambios y de progreso que habían llegado a nuestro pueblo en los últimos años como consecuencia del regadío y la modernización de la agricultura.

-¿Que cómo veo el pueblo? -le contesté- pues sobre todo, con cariño; el pueblo es mi infancia, y la infancia -como dijo el poeta- es nuestra patria… Y también lo veo de vez en cuando. Tan sólo de vez en cuando… que es también otra forma de ver, de ejercer la mirada… 

Digamos que los cambios socioculturales son así. A veces resulta más difícil verlos para los auténticos protagonistas que viven esos cambios desde dentro y a pie de obra, como entendía le pasaba a mi amigo, que como es mi caso, que vemos esos mismos cambios de tarde en tarde y desde fuera. Se diría que es casi como lo que ocurre con los parientes lejanos cuando nos dicen de nuestros propios hijos: ¡Pero cuánto ha crecido este niño! y nos sorprendemos por ello… También ocurre que a la palabra cambio le dotamos de un prestigio y le solemos asignar un plus sin pararnos a analizar en profundidad ventajas e inconvenientes. En general, todos alegremente nos solemos apuntar al cambio en nombre del progreso, sin sopesar o pensar en lo que en verdad se gana y se pierde con él. Lo que se gana lo tenía claro mi amigo: el riego, el cultivo de la fresa y frutos rojos, los nuevos naranjales y frutales, etc. han traído al pueblo -cómo negarlo- riqueza y bienestar y hay que celebrarlo. Aunque también habría que reflexionar y precisar cuánto hay de auténtico bienestar y cuánto de impostura en este tipo de riqueza tan cercano al riesgo de la ambición y la codicia, esa fiebre del oro que tan bien pudiera quedar reflejada en la propia metáfora de “el oro rojo” referido a la fresa. Habría que tener mucho cuidado con el efecto embriagador de este tipo de riqueza, porque su éxito suele tender a convertirse en arrollador en su arrogancia, deslumbrándonos con su brillo y dejándonos ciegos anulando la mirada y sobre todo la memoria…

La memoria es también paisaje y el paisaje siempre tiende a reivindicarse ante nosotros aunque queramos negarlo olvidándolo.

La memoria es también paisaje y el paisaje siempre tiende a reivindicarse ante nosotros aunque queramos negarlo olvidándolo. Así, los niños de mi época conocimos otro paisaje donde el campo era sobre todo árboles: higueras y almendros, también, aunque menos, olivos y frutales. Algunos de esos árboles los conservo en mi memoria de uno en uno porque son el paisaje de mi infancia. La barriada donde vivíamos estaba a este lado de las vías del tren. Ellas marcaban los límites impuestos por los padres. Pero la infancia mide a su manera la obediencia y sabíamos que tras las vías estaba la tentación de todo un paraíso por explorar. De manera que conforme fuimos creciendo todo aquel campo lo pateamos e hicimos nuestro hasta llegar al cabezo de “La Portá”, insigne icono de nuestro paisaje hoy ya desaparecido en aras del desarrollo. Visto desde el recuerdo, pareciera como si los niños de aquella época nos hubiéramos repartido el territorio al modo de las tribus indias y según las barriadas: A nosotros hasta el cabezo de “la Portá”, a los del Real la zona de San Antonio, a los de la Cruz los Milagros y Puesto Escondío la Cañailla…. Y al igual que en las tribus había también los conflictos correspondientes en las fronteras en encuentros casuales que se resolvían a pedradas, batallas casi rituales que se paralizaban pronto en cuanto aparecía sangre, la palabra límite que asustaba: Algunos conservamos alguna que otra calva en la cabeza producto de aquellas “heridas de guerra”… 

Como siempre ocurre en este tipo de encuentros festivos entre gente de cierta edad, la memoria reclama su parte de protagonismo, así que de todas estas cosas hablamos como viejos amigos entre risas y vinos con fugaces imágenes entre reales o casi ficticias que reconstruían el paisaje de los recuerdos… Digamos que hay una memoria del paisaje de la misma manera que hay también una memoria de las palabras. Así que no recuerdo cómo y por qué en un  momento de la conversación apareció la palabra lagarto para recordar su figura allá en los troncones de los árboles más viejos con su cabeza erguida y desafiante; o como dispuestos siempre a asustarnos en aquellos vallados de pitas y chumberas que bordeaban los caminos que eran de tierra en los veranos interminables y de fango en tiempo de lluvias. Caminos transitados por carros y bestias y de los cuales conocíamos todas sus curvas, cuestas y recovecos. Y siempre dispuestos aquellos lagartos a maravillar nuestra mirada con casi todos los tonos del verde, con sus fugaces reflejos entre azules, amarillentos o anaranjados; casi la misma diversidad de tonos que se repetían en el paisaje de todas las primaveras de los escolares de entonces.

Si tuviera que elegir ahora la imagen que reflejara para mí desde el cariño y la distancia el conjunto de cambios que el progreso ha traído al pueblo, yo elegiría ésta de la infancia con aquella antigua abundancia de árboles, junto a los caminos de pitas y chumberas, y los lagartos… Porque ocurre que aquella extraordinaria abundancia y diversidad de árboles ha sido reemplazada hoy, ya lo sabemos, por el monocultivo en nombre de la eficiencia tecnológica y productiva de los campos. Y también ocurre que por aquellos caminos y casi en el mismo trazado se superponen ahora espléndidas carreteras que facilitan el que furgonetas y camiones lleguen a cualquier finca. Ambas cosas han traído, repetimos, importantes mejoras para el pueblo y sus gentes, no cabe duda. Sin embargo, en esta imagen poderosa que para muchos representa el progreso y la modernidad echo en falta como una pregunta que a veces me llegara desde un cierto sentimiento de pérdida ¿qué ha sido de los lagartos? Una pregunta que puede parecer casi impertinente en la euforia colectiva que aplaude el aumento de renta y riqueza, pero quizás también una pregunta que falte en la necesaria reflexión acerca del presente y del futuro, y una pregunta que debemos plantearnos en términos de naturaleza y de cultura.

Hablar de naturaleza y de cultura es de algún modo alejarnos del presente inmediato para plantearnos las cosas a través de tiempos más largos.

Hablar de naturaleza y de cultura es de algún modo alejarnos del presente inmediato para plantearnos las cosas a través de tiempos más largos. En el caso de la naturaleza no es necesario explicarlo; en el caso de la cultura, quizás tampoco; no en vano la palabra cultura tiene la misma raíz semántica que cultivo y nos remite a los tempos del paso de las estaciones, las cosechas y las formas de vida de la cultura campesina, tan abundante en nuestro pueblo hasta hace pocas décadas y ya casi desaparecida, quedando sólo en la memoria a extinguir de nuestras actuales generaciones de mayores. Quizás ésta pueda ser la primera de estas necesarias reflexiones que ese “cómo veo el pueblo” me provoque y referida a cómo el progreso ha impuesto la cultura del presente y ha ahogado la memoria, de modo que aquella cultura campesina de nuestros abuelos ha sido reemplazada por esta otra nueva y poderosa manera de entender el campo tan actual. 

De todo eso también hablamos mi amigo y yo como testigos privilegiados de esos cambios. Porque en nuestros recuerdos aquel campo estaba habitado y vivo. Muchas familias vivían en él y hasta había escuelas rurales cuyos edificios hoy ya desaparecidos o en ruinas representan los restos arqueológicos que casi hablan por sí solos de una cultura muy interesante de analizar. La cultura campesina era preferentemente autónoma y autosuficiente; casi todo lo que se necesitaba lo daba el campo y los animales que en él se criaban. No había casa que se preciara que no tuviera sus establos, su era para trillar, sus almiares para guardar la paja, o para secar los higos, sus bocoyes para guardar el vino, sus pozos, o su horno de pan. El dinero tenía una presencia muy relativa: la venta de la almendra, los higos, la uva o la fruta; o la compra de harina, azúcar, café…  La aceituna se llevaba al molino para después cambiarla por aceite, etc. Y también había sus fiestas y celebraciones relacionadas con la recogida de la cosecha o la matanza del cerdo donde las familias se reunían y celebraban. Y repito, había escuelas. En fin, para qué contar…

Y también y sobre todo, nuestra cultura campesina representaba una forma de vida acorde con la naturaleza, quiero decir que establecía un abrazo cordial con ella, un poco a la manera de esas maravillas que algunas revistas y documentales nos hablan en términos ecologistas de la relación de las lejanas tribus primitivas con su entorno. Sólo que no eran tribus, ni eran primitivas, ni lejanas. Eran familias, nuestras familias campesinas que vivían dignamente la vida que les había tocado vivir.

Rafael Zabaletas: Un campesino andaluz

“Se canta lo que se pierde” podríamos decir con el poeta. Por eso y ayudados por la euforia del reencuentro con la memoria, no nos fue difícil a mi amigo y a mí hacer comparaciones desde esa posición privilegiada que nuestra generación tiene ante la historia por haber vivido esos cambios en directo y formando parte de nuestra propia historia de vida. En el caso de mi amigo desde la posición triunfante de quien ve esos cambios como evidentes y positivos en el sentido que marcan el progreso y la modernidad: “Sólo hay que recordar cómo vivían nuestros abuelos, la de penurias que pasaban… y ver cómo está el campo ahora y la riqueza que se está creando…”. En mi caso desde una posición más escéptica y menos triunfalista. Dos posiciones diferentes ante el tema, que quizás representen también dos formas de entender todo, o lo que es lo mismo, dos posiciones vitales ante la dificultad. La de quienes tienden a conformarse con las explicaciones fáciles y simplificadoras que eluden perezosamente el pensar y lo ven como algo a evitar; y la de quienes entienden la dificultad y la complejidad como un reto, al que no hay que temerle, ni huir de él porque así es la propia vida. Una cuestión tan de actualidad en la vida social y política de nuestro país que me trae a la memoria, reflejada como metáfora perfecta, la secuencia de la serie Alf cuando el protagonista afirma con contundencia y orgullo: “Pues en nuestro planeta lo tenemos claro: cuando un problema es complicado lo resolvemos a martillazos”…

Lo que quiero decir es que esa comparación de cómo vivían nuestros abuelos en relación a cómo vivimos nosotros, es muy pertinente en algunos aspectos, y muy a tener en cuenta a la hora de hacer balance en términos de ventajas e inconvenientes de lo que hemos ganado y hemos perdido. Por ejemplo, podemos hablar de aquella autonomía y autosuficiencia de la cultura campesina y que le proporcionaban un alto grado de independencia, en comparación con la debilidad y la alta dependencia de nuestra agricultura moderna con respecto al mercado y en cuya cadena de interdependencia, el agricultor ocupa los últimos lugares, provocando así que muchas de las decisiones que le afectan hoy en día se tomen en despachos y agencias muy alejadas de aquí. El temor tradicional del campesino a la sequía, las heladas o granizadas de toda la vida, ha sido sustituido por el temor a las tormentas financieras o comerciales que pueden dar al traste con el trabajo de todo un año. Así, la agricultura campesina que era muy local en su mayor parte, ahora se inserta en un mercado excesivamente globalizado en el que sus productos se transportan a cualquier parte del mundo y donde desconocidos intermediarios y consumidores tienen la sartén por el mango. 

O también otra de esas reflexiones podría referirse a cómo esa comunión cordial con la naturaleza propia del mundo campesino, puede convertirse hoy en una poderosa llamada de atención que nos alerte acerca de los riesgos de una sobreexplotación o explotación irracional de los recursos. Pongamos que hablo de Doñana, por ejemplo. En este sentido, la cultura campesina nunca puso en riesgo el porvenir de las generaciones futuras -¿podemos decir nosotros lo mismo?-. Su quehacer era un legado que pasaba como testigo de padres a hijos ¿Estamos seguros de mantener ese legado que recibimos de las generaciones anteriores, para otorgarlos, al menos no excesivamente deteriorado, a las generaciones que vendrán? No creo que sea ésta una cuestión menor, porque a ese legado podemos llamarlo vida y a estas alturas deberíamos tener claro ya que con la vida no se juega, por mucho que queramos creer que recibimos a cambio. 

Y por último, me gustaría referirme también a que deberíamos aprender a ser cuidadosos a la hora de referirnos de forma peyorativa a nuestra cultura campesina hablando de “las penurias que pasaban”, palabras que sólo pueden deslizarse desde considerar nuestra cultura con su obsesivo progreso y desarrollo, el centro y la medida de todas las cosas. Un acendrado etnocentrismo que nos conduce a elaborar juicios de valor sobre otras culturas para decir, al compararlas con la nuestra, que son incompletas, que viven la experiencia quizá dolorosa de una carencia. Como diría mi admirado Pierre Clastres: Al basar esas afirmaciones en el escaso desarrollo tecnológico de las mal llamadas culturas primitivas, tendemos a colocar los medios por delante de los fines incapaces de ver que ellos tenían el nivel tecnológico suficiente, no para asegurarse el dominio absoluto de la naturaleza (esto sólo vale para nuestro mundo y su demente proyecto cartesiano del que apenas empiezan a medirse las consecuencias), sino para asegurarse un dominio del medio natural, relativo a sus necesidades…

Pierre Clastres, antropólogo y etnólogo francés

Así entendido no se puede, pues, hablar de inferioridad de nuestra cultura campesina. Su autonomía, autosuficiencia e independencia; y su respeto y comunión cordial con la naturaleza, nos hablan claramente de ello, si no confundimos -algo muy propio de nuestra sociedad industrial- el tener, con el ser, invirtiendo así la escala de valores de la propia condición humana. ¿De qué sirve al hombre moderno alardear de tanta tecnología si ahoga su alma secuestrando su futuro y el futuro de todos? Frente a ese nuestro demente proyecto cartesiano que pretende el dominio absoluto de la naturaleza sobreexplotando irracionalmente los recursos, se levanta la memoria de nuestra cultura campesina, todavía no demasiado lejos, como invitándonos a pensar en lo que fuimos, lo que somos y lo que pretendemos ser. Acercarnos a ella es como reconocernos en los valores que siempre caracterizaron a la propia condición humana: el amor a la naturaleza, la cultura, la sabiduría y el oficio, la generosidad y el bien común; incluso ¿por qué no? la belleza. De eso, de belleza, terminamos hablando mi amigo y yo recordando la extraordinaria maravilla del verde de un lagarto en troncos y caminos.

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