Los aniversarios rememoran hechos significativos en nuestras vidas y también pueden constituirse en herramientas en la lucha contra la desmemoria… Eso parecen querer contarnos estos días en los que se cumple un año del impacto de esta pandemia en nuestras vidas, de aquellas primeras sensaciones que casi no queríamos creer y que venían a decirnos que esta vez la cosa iba en serio, que como sociedad tendríamos que enfrentarnos a un problema de los de verdad. Es lo que parecíamos intuir en aquellas alarmantes noticias que llegaban así; un poco a la manera del poema “Primera evocación” de Ángel González dedicado a su madre, cuando habla de la guerra que: “ha comenzado, lejos. -nos dicen- y pequeña -no hay por qué preocuparse-, cubriendo de cadáveres mínimos, distantes territorios…”, hasta inundarnos la conciencia de que el problema ya está aquí, y de la necesidad de aquel primer confinamiento, el más brutal, el que nos tomamos en serio de verdad, el de encerrarnos hacia dentro, el de los aplausos hacia fuera. ¿Qué ha quedado de todo aquello cuando se cumple ahora un año?
Es verdad; un año es muy poco tiempo para hablar de historia; la historia -lo sabemos- necesita de más solera, de más calma. Pero ocurre que el ritmo vertiginoso de esta época en la que vivimos, mide los tiempos a su manera como si quisiera sepultar los días y meses echándole tierra encima a los recuerdos a base de noticias y más noticias. Así que un año puede ser ya historia a la que podríamos aproximarnos indagando en los documentos que están ahí, en el trastero infinito que suele ser nuestras agendas, las redes sociales, o nuestros ordenadores. Fue una buena época para la escritura -me digo ahora, mientras releo los textos que leí o escribí por entonces.
Siempre que leemos, las palabras dejan una huella en nosotros, a veces imprecisa, o como semilla que un día quizás nos sorprenderá fructificando. Cuando escribimos ocurre otro tanto de lo mismo. En ambos casos esa huella lo es siempre de emoción. Así que a esa emoción me agarro cuando encuentro en uno de estos textos las palabras “lo esencial”, aquel concepto que de pronto pareció convertirse en una consigna de toma de conciencia ciudadana. Todos nos recordamos ahora valorando a los trabajadores de las actividades esenciales: sanitarios, docentes, servidores públicos, trabajadores de supermercados, de la limpieza… A ellos fundamentalmente iban dirigidos nuestros aplausos emocionados desde los balcones. Así que digamos que nuestro encuentro en “lo esencial” nos unía y hasta parecía hacernos sentir mejores…
También aquello de “lo esencial” llevaba implícito lo de abordar las preguntas trascendentales sobre lo necesario y lo superfluo, sobre cómo habíamos llenado nuestras vidas de tonterías, olvidando lo primordial; y también sobre la necesidad de parar y pensar, o de plantearnos salir de la nebulosa del ensoñamiento individualizado y abordar y proteger el espacio común. Hablábamos entonces de “lo esencial” también en la educación y en la recuperación de los valores cívicos. Y pensábamos también en otro futuro; sobre todo para nuestro planeta que no debería quedar a merced del sueño cartesiano de una cultura económica dispuesta a esquilmar y despilfarrar recursos para que algunos tengan “dos ferraris en el garaje de su mansión”. Así era. La vida iba en serio y por ello parecíamos dispuestos a enfrentarnos a las cuestiones fundamentales, quizás demasiado olvidadas. “Lo esencial”, siempre “lo esencial”; nos repetíamos una y otra vez, como si las palabras quisieran venir a despertarnos del sueño epicúreo, como si la propia conciencia viniera a rescatarnos de la superficialidad y del hedonismo. Así era, repito; y así reivindicábamos “lo esencial” para que pasara a convertirse en el principio que debería presidir nuestras ideas y nuestros actos. Un principio que parecía quedar resumido en la trilogía: futuro, ecología y ética… De todo eso hablábamos en textos que están ahí, en nuestras agendas, en nuestras redes sociales, en nuestros ordenadores, dispuestos a convertirse en documentos históricos para entender una época; una época que es sólo un año…
Repetimos. Los aniversarios rememoran hechos significativos en nuestras vidas y pueden ser también herramientas en la lucha contra la desmemoria. También las conmemoraciones son invitaciones a reflexionar para así hacer útil lo que nos enseña la historia. Y es que quedan muchas preguntas en el aire sobre qué nos ha pasado. Preguntas que son necesarias para, a través de indagar en las respuestas, aprender y ver con mayor claridad el significado de todo esto que vivimos. Por ejemplo, a nadie se le ocurrió entonces plantear que la hostelería -es sólo un ejemplo- pudiera formar parte de “lo esencial”. Qué dispuestos estábamos a sacrificar nuestra cervecita con los amigos porque “la salud es lo primero”. ¡Cómo han cambiado las cosas! diríamos ahora. Quizás es que la condición humana sea así. En circunstancias extremas tenemos claro que “lo esencial” es respirar, comer o beber. Pero una vez cubiertas mínimamente esas necesidades, surgen otras dispuestas a reemplazarlas. Hablemos del sexo y del afecto, por ejemplo; o de otros placeres. Quizás nos esté ocurriendo lo mismo; de modo que una vez superado el miedo inicial, “lo esencial” se haya relativizado, perdido su “esencia” para ser ya sólo circunstancia… Por eso quizás desaparecieron los aplausos… Perdida la esencia, ¿qué fue de la ética? Sin ética no puede haber épica; sin la épica común, no hay nada que aplaudir…
Pero es la épica y es también esta época con su confusión interesada que ve como peligrosa la toma de conciencia ciudadana. Porque ¿cuántas veces se nos vino a la cabeza que algo profundo, casi revolucionario podría estar pasando; que esto debería servir para cambiar las cosas? Digamos que hasta casi nos preguntábamos todo ello como convencidos de que de ésta saldríamos mejores… “La revolución de lo esencial”, podíamos haberla nombrado. Aunque después quedara como una más de aquellas oportunidades perdidas, de aquellas revoluciones frustradas por la historia, la historia que escriben siempre los poderes fácticos…
Nos lo cuenta Daniel Bernabé en su artículo en Público titulado: La desmemoria brutal: del estado del bienestar a la sociedad del egoísmo. En 1945, finalizada la Segunda Guerra Mundial, tuvo lugar un hecho que casi nunca se menciona en los libros de historia: La victoria del Partido Laborista en las elecciones del Reino Unido y la derrota de Churchill y el partido conservador en lo que casi siempre se califica como una sorpresa inexplicable. “¿Cómo es posible que el estadista que salvó a Inglaterra de los nazis, según se nos ha contado, perdiera en los primeros comicios que tuvieron lugar con las ruinas aún humeando?” -se pregunta nuestro autor, para a renglón seguido responder, con palabras que deberían quedar enmarcadas para la historia del movimiento obrero, que “Quizás la sorpresa deja de serlo si atendemos a que en ese momento la clase trabajadora no sólo tenía memoria de cuál había sido el papel de los conservadores y su burguesía antes de la guerra, sino que quería un mundo diferente al de antes del horror, deseaba que el enfrentamiento a sangre y fuego con los fascistas sirviera para algo más que para volver a esa democracia que habían defendido a pesar de haber sido ciudadanos de segunda; explotados y ninguneados bajo su bandera…”.
Y quizás lo que nunca deberíamos olvidar es que esa apuesta electoral por un mundo diferente, trajo consigo un profundo cambio social en el Reino Unido, con la nacionalización de todos los sectores estratégicos: El banco de Inglaterra, los sectores energéticos, la aviación, el ferrocarril, la siderurgia… Y todo con el objetivo de conseguir el pleno empleo. Qué bien suena todo eso si además le añadimos la construcción de viviendas sociales, el refuerzo del sistema educativo y la creación del sistema público de salud. Como bien dice Bernabé: “Del Estado de Guerra impuesto por Hitler, se pasó al Estado del Bienestar impuesto por los trabajadores”. Repito, son hechos históricos que están ahí para ser enmarcados y constituirse y ser aprendidos con orgullo como profundas lecciones de historia para la clase trabajadora…
¡Ay la historia! ¿Cuántas veces habrá que reivindicar la verdadera historia? Contra la manipulación y contra la desmemoria, la forma más sutil de robarnos la propia historia… Porque es verdad. Ha pasado un año y es sólo el primer aniversario de todo aquello que vino a atravesar nuestras vidas; pero un año puede ser también tiempo suficiente para sentir que la historia se hace y se protagoniza. Así que sustituyamos ¿por qué no? guerra por pandemia; y soldados por trabajadores esenciales: sanitarios, maestros, servidores públicos, trabajadores de los supermercados, de la limpieza, de la agricultura y de la industria. Toda la clase trabajadora. Y, como en 1945 en el Reino Unido, imaginemos a la ciudadanía reivindicando lo mismo: que ésta, su lucha de ahora en favor de la salud y la vida, sirva también, como entonces, para algo más que para volver a esa democracia que están defendiendo a pesar de ser ciudadanos de segunda; explotados, precarizados y ninguneados bajo un modo de hacer política que beneficia a unos pocos y siempre a los mismos… La “Revolución de lo esencial”. Así sería recordada por la historia. “La revolución de lo esencial” a la espera de poder ser una nueva oportunidad de transformación y de cambio que se convierta en otro capítulo más que muestre el poder y el orgullo de lo que los trabajadores unidos pueden ser capaces.