Necesidad de la literatura |
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EMILIO
LLEDÓ |
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EL
PAÍS | Cultura - 21-12-2002 |
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Si nos acostumbramos a ser inconformistas con las
palabras, acabaremos siendo inconformistas con los hechos. Ambas actitudes
son, sin embargo, formas de libertad. Y la libertad no admite conformismo
alguno. Vivir, para los humanos, sobre todo en nuestros tiempos, ha sido
siempre una sucesión de conformidades, de aceptaciones y sumisiones.
Aceptamos el lenguaje; aceptamos, con él, sentidos, referencias y todo
ese monótono universo de ecos que los medios de transmisión de imágenes,
sonidos y letras codifican y propagan. Esta abundancia de comunicaciones
ofrece, sin duda, una extraordinaria posibilidad de enriquecimiento, de
amplitud y libertad; pero también, por los intereses políticos que las
dominan y orientan, pueden hacer que la inteligencia resbale por
significaciones y perspectivas, para embotarse y enajenarse. Porque los
cauces por los que confluyen las imágenes y las palabras nos conforman a
sus semejanzas -a las determinadas semejanzas que nos agobian- y nos hacen
conformistas. Ser conformista supongo que debe querer decir algo así como
conformarse con lo que hay e, incluso, aceptar que "no hay quien dé
más". Pero conformarse añade también otro matiz. Conformarse es
perder, en parte, la forma propia, para sumirse, liquidarse, en la ajena.
Y esa pérdida de la propia forma, si es que la tenemos, si es que, como
decía el filósofo, "hemos llegado a construir nuestra propia
estatua", es pérdida de ser, pérdida de la sustancia que nos
pertenece o nos debiera pertenecer, para derramarla hacia cauces ajenos. A
veces esta pérdida de sustancia tiene origen en la opacidad de cada
consciencia individual, donde sólo el lenguaje interior con el que acompañamos
a cada uno de los instantes de la vida presta la suficiente luz para
reconocernos y explicarnos. Pero este lenguaje que nos constituye y nos
conforma, en una época tan abundante de monótonos mensajes y tan
retumbante de comunicaciones, puede, efectivamente, conformarnos con
desvirtuadas virtualidades que colaboran al creciente oscurecimiento de la
consciencia. Y esa falta de luz es, al mismo tiempo, falta de libertad.
Tal vez, por las resonancias marxistas -hoy tan olvidadas-, apenas
utilizamos el concepto de "alineación" (entfremdung)
para expresar un constante fenómeno de la cultura contemporánea. Esa
excesiva información que los medios de comunicación nos ofrecen, a través
de sus distintos lenguajes, colabora, muchas veces, a encastillarnos en un
reducto donde emergen nuestros miedos, nuestras alimentadas obsesiones;
donde aparecen también los "imaginarios" con los que esos
medios elaboran la sustancia de la realidad en los derroteros de intereses
económicos: intereses de poder. Nunca ha sido más arrolladora la
maquinaria para crear alienación, para aniquilar. Alienación quiso
decir, en toda la historia del idealismo alemán, desde Guillermo de
Humboldt, la disolución del vigor intelectual y sentimental de la cultura
en un conglomerado de tensiones, obsesiones, ideas y realidades
insustanciales que nos vacían y cosifican. Nos
convertimos así en pequeños bloques ideológicos o, mejor dicho, en
insignificantes maquinarias a las que incorporamos, como si realmente
fuesen estímulos mentales, una serie de estereotipos virtuales sin
idealidad y libertad. Lenguajes falsos, pues, que nos llenan con la
terrible lógica de la falsedad. Porque esa lógica se hace de los retazos
que sostienen pasiones egoístas, soluciones incompletas a los problemas
de la vida y de la sociedad. Una lógica de la incoherencia que, sin
embargo, cohesionamos con los quebrados fragmentos de la
"publicidad" política e ideológica que nos sirven,
efectivamente, para la total enajenación. Todo esto nos conduce a un
hecho fundamental de la sociedad de nuestros días. Los individuos que
componen esa sociedad no pueden ser personas, seres autónomos y reales,
si no tienen posibilidad de desarrollar su propio pensamiento por muy
modesto que sea. Un pensamiento que sólo se nutre de libertad. La
lectura, los libros, son el más asombroso principio de libertad y
fraternidad. Un horizonte de alegría, de luz reflejada y escudriñadora,
nos deja presentir la salvación, la ilustración, frente al trivial
espacio de lo ya sabido, de las aberraciones mentales a las que acoplamos
el inmenso andamiaje de noticias siempre las mismas, porque es siempre el
mismo nuestro apelmazado cerebro. Los libros nos dan más, y nos dan otra
cosa. En el silencio de la escritura cuyas líneas nos hablan, suena otra
voz distinta y renovadora. En las letras de la literatura entra en
nosotros un mundo que, sin su compañía, jamás habríamos llegado a
descubrir. Uno de los prodigios más asombrosos de la vida humana, de la
vida de la cultura, lo constituye esa posibilidad de vivir otros mundos,
de sentir otros sentimientos, de pensar otros pensares que los reiterados
esquemas que nuestra mente se ha ido haciendo en la inmediata compañía
de la triturada experiencia social y sus, tantas veces, pobres y
desrazonados saberes. La
literatura no es sólo principio y origen de libertad intelectual, sino
que ella misma es un universo de idealidad libre, un territorio de la
infinita posibilidad. Los libros son puertas que nadie podría cerrarnos
jamás, a pesar de todas las censuras. Sólo una censura sería realmente
peligrosa: aquella que, inconscientemente, nos impusiéramos a nosotros
mismos porque hubiéramos perdido, en la sociedad de los andamiajes y los
grumos mentales, la pasión por entender, la felicidad hacia el saber. Toda
verdadera liberación, todo gozo de vivir y de sentir, empieza en nuestra
mente. Y esa mente, parte ideal de nuestro cuerpo en la prodigiosa red de
sus neuronas, requiere también alimentación y sustento. Las palabras son
la sustancia de las que la inteligencia se nutre. Y esas palabras vienen
engarzadas en la original sintaxis de la literatura. Un mundo hecho
lenguaje, argumentado y construido desde un infinito espacio donde todo el
decir, todo el sentir, es posible. Pero un mundo, además, que, en su
soledad, en su maravillosa inocencia y libertad, ya nadie manipula, nadie
tergiversa, nadie puede ya falsear y alterar. Las
palabras de la obra literaria están libres también de todo compromiso
con los latidos del presente, con los desgarros de la pragmacia, con las
insinuaciones del oportunismo y de la doblez. Pero, al mismo tiempo, nos
comprometen con un mundo más hermoso -quiero decir de "formas"
más claras-, con el mundo ideal de los sueños en su múltiple, dispar,
idealidad de sus inacablables propuestas. La literatura nos enseña a
mirar mejor este mundo de las cosas aún no bien dichas, estos contornos
históricos inmediatos de los balbuceos políticos, de los apaños para
justificar el egoísmo envilecido, de las trampas para conformarnos a
vivir con la desesperanza de que lo que hay ya no da más de sí. Basta
haber sentido alguna vez hablar, a través de la escritura, a nuestros clásicos,
a los clásicos del siglo XX y de todos los siglos, para entender qué
quiere decir tan sorprendente y extraña palabra. Suponemos que su
clasicismo tiene que ver con una llamada de atención para que despertemos
de las oscuras pesadillas diarias. En la etimología de "clásico"
está tanto el significado de Clarín que nos convoca y aviva, como el de
ciudadano de primera clase, el de orden; pero también el de modelo. Un
modelo que no está, sin embargo, ante nuestros ojos para imitar
comportamientos o actitudes. El carácter modélico de los clásicos,
capaces de superar el tiempo y de sobrenadar a todas las interpretaciones
que sobre ellos se hagan, consiste, precisamente, en hacer vivir, en
incorporarse, desde la inalterable página de la escritura que la
sostiene, al latido del corazón de cada lector. Un latido que es efímero,
que es tiempo, pero un tiempo que, desde la aparente frialdad de páginas
que superaron los siglos o los años, adquirieron, por ello, una cierta
forma de pervivencia, que se encarna, de nuevo, en el cuerpo y en el aire
que respira el lector. Tendríamos
que agradecer a todos esos escritores que nos acompañan, en el siempre
breve espacio de nuestra vida, el que nos hayan entregado sus palabras que
construyen una humana manifestación de eternidad. Una eternidad que no
promete otra existencia más allá de las fronteras de cada vida y que, en
el gozo de leer, en las horas de lectura, nos deja esquivar las paredes
del tiempo y acariciar en los silenciosos murmullos de las letras, las
espaldas de no sé bien qué especie de inacabada amistad. El
lenguaje fue, como es sabido, lo que empezó a distinguir al animal humano
de todos los otros animales próximos a él. Un lenguaje que, además de
comunicación y comprensión, creó también sensibilidad, emociones,
pasiones, desde el complejo entramado de la realidad corporal. Pero las
palabras, fuente de abstracción y solidaridad, se fueron ciñendo al
territorio de las primeras e inmediatas experiencias, a lo que los ojos veían
y las manos tocaban, condicionadas a la dureza del vivir, a la necesidad
de sobrevivir: "mañana lloverá", "tengo sed",
"la cosecha es buena", "quiero comprar tu escudo". En
un momento, sin embargo, de esa cultura de la realidad, alguien pronunció
ante sus oyentes, con el ritmo pausado del hexámetro: "Canta, Musa,
la cólera de Aquiles", y no existía Musa alguna que cantase, ni
siquiera Aquiles alguno que se pudiera encolerizar. Y no era la Musa la
que cantaba, sino el hombre que decía esos versos, que nos harían
emocionar con ellos y pensar, de paso, que las palabras solas eran el
origen de esa emoción. Al no podernos conformar a ninguna experiencia
pragmática, ese lenguaje nos enseñaba que oír, leer, interpretar se
desplazaban ya a un dominio donde la naturaleza del "animal que
habla" construía y afianzaba su posibilidad, su liberación y, en
definitiva, su humanidad. |