De “el acuerdo en la Filosofía” a “la filosofía del acuerdo”

 

(o,  ...de la cordura en tiempos difíciles)

 

 

 

INTRODUCCIÓN

 

    

          Tengo que empezar declarando que cuando acepté la invitación a participar en este curso para hablar de “acuerdo y filosofía”, me movió a ello, no el incierto conocimiento que pudiera tener sobre el tema, sino la sospecha  -largamente confirmada-  de que la mirada filosófica sobre la realidad nunca es trivial, pues, por distante y distinta, focaliza facetas que no se resaltan  o pasan desapercibidas en otros discursos más al uso.

 

          Por desgracia, ello no es garantía de que aquí y ahora mis palabras logren, aunque sea de lejos, tal objetivo; en tal caso, no se resignen a que mi torpeza les prive de las luces que la Filosofía está en condiciones de aportarles.

 

          Entrando ya en materia, quisiera hacer explícitas dos orientaciones que han guiado mi reflexión sobre el tema:

 

1ª.-  Con el rótulo “el acuerdo en la Filosofía” no me he propuesto hacer un rastreo más o menos exhaustivo de quienes a lo largo de la Historia se han ocupado del tema sustantiva o adjetivalmente (además de pretencioso en mi caso, posiblemente  la suerte de tal enfoque hubiera sido la que Borges auguraba a las listas: cuanto más extensas, más resaltan las ausencias); por el contrario, he intentado construir una reflexión sobre el problema a partir de ideas seminales de algunos de los siempre maestros del pensamiento, con independencia de que lo hayan abordado de forma más o menos implícita en su filosofía.

 

2ª.- Recomiendo encarecidamente escuchar al lenguaje antes de decir nada: la forma en la que el lenguaje habla sobre un tema dice mucho acerca del mismo, al punto que la forma acaba constituyéndose en contenido. En cierto sentido, el lenguaje organiza el espacio de los discursos posibles, antes de que en él algo sea dicho. 

 

          Apenas se pone pie en el universo semántico del <<acuerdo>> [del latín: ad – cor/cordis], se toma conciencia de que se ha entrado en el proceloso territorio del corazón y sus asuntos. Precisamente por ello, hay que poner especial cuidado en no perder la razón, única brújula que hasta ahora nos ha asistido;  y tampoco ceder a cierta crítica postmoderna, que pretende, a partir del hecho cierto de que ésta no es infalible, concluir que no es fiable. 

 

 

 

 

 

 

EL ACUERDO EN EL MARCO CONCEPTUAL ARISTOTÉLICO

 

 

        “Acordar” es una de las múltiples cosas que podemos hacer las personas, es una modalidad de la acción humana. Por ello, me van a permitir que les exponga brevemente algunas consideraciones de Aristóteles al respecto. Para mí han sido clarificadoras, pero también me plantean preguntas e interrogantes que quisiera compartir con ustedes.

 

          Distingue nuestro filósofo dos tipos de acción:

 

1ª.- Llama “poiesis” a toda acción que se realiza para alcanzar un fin; ese fin aparece como producto y resultado de la acción; siendo distinto de la acción, es su causa, pues alcanzarlo es lo que nos mueve a actuar.

En resumen, todo lo que hacemos para..., es una acción poiética o productiva.

 

2ª.- Llama “praxis” a toda acción que se realiza por sí misma, pues no la concebimos como un medio para alcanzar un fin, sino que realizarla es un fin en sí mismo.

En resumen, todo lo que hacemos por..., es una acción práctica.

 

          Independientemente de cuál sea el tipo de acción, podemos actuar bien o mal, con acierto o sin él; y, en todos los casos,  actuar bien  depende de saber actuar. [Aristóteles no lleva tan lejos como sus predecesores  y maestros Sócrates y Platón el planteamiento intelectualista de la acción humana, pues mientras que para éstos el conocimiento es condición necesaria y suficiente para el acierto en el obrar, para él sólo es condición necesaria].

 

          A actuar bien se aprende, y se aprende adquiriendo un determinado saber. Ese saber  -y esto es crucial-   es específico de cada modalidad de acción, pues la acción productiva y la acción práctica se rigen por lógicas radicalmente distintas.  La acción productiva se rige por una  lógica técnico-instrumental, en la que los criterios de valoración no son otros que los de eficacia y eficiencia. Concebida así la acción, actuar bien no significa otra cosa que alcanzar lo que nos hemos propuesto y hacerlo con un razonable empleo de medios.

 

          Si hacer un acuerdo  -la formulación es sinceramente hipotética-  es una acción productiva, la lógica instrumental que conlleva deja muy claro a qué se juega y cómo se juega: el mejor acuerdo será aquel que, produciéndose, optimice el saldo entre lo que concedemos y lo que obtenemos.   

 

          El problema está en que el juego tiene poco de lúdico y mucho de agónico y antagónico. Observar esto último no pretende ser una crítica, sino la constatación, una vez más, de que las lógicas en las que podemos vernos inmersos asignan papeles y funciones por encima de nuestra aquiescencia: concebir el acuerdo desde la lógica de la ‘pérdida / ganancia’, del ‘perjuicio /beneficio’, configura inexorablemente a las partes como contendientes. Bien es cierto que ello no es muy problemático si se comparte el planteamiento;  pero sí lo es en caso contrario, pues impone el dilema de  tener que jugar a lo que no se quiere, o no jugar [me permito recordar que utilizar el mismo tipo de fichas y estar sentado ante el mismo tablero no es garantía de que se pretenda jugar a lo mismo]. 

 

          De esa asignación de papeles no podía librarse la figura del mediador, que, en esta lógica, queda reducida a una especie de contable-auditor que, inspirando confianza sobre la equidad en el reparto, promueve la conveniencia del acuerdo.

 

          Quisiera precisar que si bien la analogía entre ‘acuerdo’ y ‘juego’ nos permite entender mejor algunos aspectos, no es aplicable a otros, especialmente a uno que brilla por su disimilitud: mientras que en todo juego la celebración del mismo es condición necesaria para que un indeterminado resultado tenga lugar, por el contrario, el acuerdo sólo tiene lugar si se alcanza un determinado resultado.

 

          Este hecho  -el que el acuerdo, siendo deseable, no sea inevitable-  suaviza mucho lo que de perverso pueda haber en la lógica antagónica, pues las pretensiones maximalistas funcionan mutuamente como antídoto, poniendo de manifiesto que la idealidad de un acuerdo es inversamente proporcional a sus posibilidades de realización, es decir, a su realidad.     

 

          En todo caso, nos debe de quedar claro que esta lógica del acuerdo excluye cualquier consideración ética del mismo; la expresión “buen acuerdo” no significa otra cosa que “asumible por las partes”. La dilucidación sobre la aceptabilidad de un acuerdo no es una cuestión axiológica, sino meramente fáctica: un acuerdo es aceptable sólo si, de hecho, acaba siendo aceptado.

 

          Para que sea posible introducir una perspectiva ética en la acción de acordar, hemos de concebir a ésta como una acción práctica. Conviene aclarar que considerarla de ese modo no significa que de ella no se deriven consecuencias, o que éstas nos sean indiferentes; significa que éstas no lo son todo, ya que hay cosas que no estamos dispuestos a hacer o a dejar de hacer, sean cuales sean las consecuencias.

 

          En esta otra dimensión de la acción humana las cosas son más complejas. No en vano,  el saber que nos permite actuar bien en este ámbito se ocupa de “lo que puede ser de otra manera” ; con estas un tanto crípticas palabras,  Aristóteles quiere indicar que, frente a la exactitud  -y consiguiente sencillez-  de los saberes teóricos (que se ocupan de “lo que no puede ser de otro modo” ), el saber práctico tiene la dificultad añadida de acertar en la aplicación de los principios generales a las situaciones concretas.

 

          Por ello advierte  -hoy suena políticamente incorrecto-  que "los jóvenes pueden ser geómetras y matemáticos y sabios en cosas de este tipo, y, en cambio, parece que no pueden ser prudentes. La causa de ello es que la prudencia tiene por objeto también lo particular, con lo que uno llega a familiarizarse por la experiencia, y el joven no tiene experiencia, porque hace falta tiempo para adquirirla". 

 

          Ser un virtuoso en estas lides  consiste en tener “phrónesis”  [jronhsiV ], es decir, en ser prudente. Escuchando  por un momento al lenguaje, caigo en la cuenta de que el diccionario nos ofrece como sinónimo de ‘prudencia’ el término ‘cordura’; es decir, la sabiduría práctica que es la prudencia no consiste sino en estar cuerdo  -o mejor aun- en ser cuerdo. Sería muy sugerente pararse a pensar qué nos quiere decir el lenguaje al vincular la dimensión emocional y práctica del ‘acuerdo’ con la aparentemente más racional y teórica de la ‘cordura’. Aunque, en breve, la concepción socrática de la filosofía  nos ofrecerá una pista, me divierte pensar que, aunque para algunos de nosotros  -en mi caso, sin duda-   haya sido novedoso oír hablar de  “inteligencia emocional”, el lenguaje ya sabía de su existencia.

 

                    Hay que subrayar que, al igual que la lógica del antagonismo implicaba una concepción del acuerdo como equilibrio, concebirlo ahora desde una perspectiva ética pone en juego nuevas lógicas.  Un acuerdo es un ‘con-trato’ no sólo y no tanto porque en él se pacten cosas, sino porque expresa el compromiso entre personas de darse un determinado trato, de renunciar a tratarse de cualquier modo. Lo novedoso en el planteamiento aristotélico es desplazar el énfasis del trato que recibimos al trato que damos;  pues, si en el primero nos jugamos el resultar damnificados en nuestros intereses, en el segundo lo que está en juego es salir indemnes como personas.  Su  concepción autopoiética del ser humano implica que el bien o mal que hacemos al otro inevitablemente nos lo hacemos a nosotros mismos. En el marco de su proyecto eudemonista para el ser humano hay que concluir que la felicidad personal, no sólo no puede construirse sobre la desgracia ajena, sino que la ajena felicidad es cimiento imprescindible de la propia.          

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

FILOSOFÍA Y MEDIACIÓN: REFLEXIONES EN TORNO AL MÉTODO  SOCRÁTICO:

 

 

          Independientemente de que la participación en el proceso mediador acabe siendo regulada como algo meramente potestativo  y no preceptivo, conviene no identificar la participación formal en dicho proceso con una auténtica disposición al acuerdo. La tarea mediadora  no sólo se encontrará con la natural dificultad de cómo   -no ya ‘poner de acuerdo’-  pero sí al menos ‘disponer al acuerdo’  a personas que vienen de ‘in-dis-ponerse’ en el más profundo sentido de la palabra, sino que eventualmente pudiera ocurrir que el obstáculo estuviera, no tanto entre las personas,  como en las personas. Que una persona sea concorde consigo misma no es algo que deba darse por supuesto: ello no está como indefectible punto de partida en nadie, y  -por desgracia-  ni siquiera como punto de llegada en todos. 

 

          Admito que esta idea pueda parecer extraña, aunque me tranquiliza  que al lenguaje le resulte muy familiar; en él se dice  -aunque el desuso nos esté privando de oírlo- algo tan sugerente  como: “estar uno en su acuerdo ( o fuera de él)”. Parece claro que este “estar uno en su sano juicio” debe de ponerse de manifiesto en la capacidad de enjuiciar la realidad y, sobre todo, de enjuiciarse a sí mismo con un mínimo de objetividad. Y también parece claro  que los juicios nítidamente maniqueos no son el mejor síntoma de estar uno en sus cabales: si hay alguien negado para el acuerdo no es otro que aquel que está convencido de que tiene toda la razón.         

 

          Sentado esto, podemos explorar más fácilmente las semejanzas entre la función mediadora y el modo socrático de filosofar. Es un lugar común asignar al método socrático un primer momento destructivo o crítico, imprescindible para que pueda surgir el momento fecundo o constructivo. Como también es común constatar que las situaciones de bloqueo en los procesos de negociación admiten estrategias de choque, aunque no siempre remitan con ellas.

 

           Frente al monólogo del sofista,  -de aquel que es o se cree poseedor de saberes y conocimientos que los demás ignoran, y a los que sólo cabe transmitírselos verticalmente desde el pedestal en el que se ha autoinstalado-  Sócrates parte del reconocimiento de su propia ignorancia, desencantándonos de toda esperanza de aprender algo de él; nada tiene que enseñarnos, pero permanece intacta la posibilidad de aprender junto a él.

 

          Para que esa igualdad radical, en la que nos instala la común ignorancia,  sea efectiva, para que el diálogo sea posible, hace falta que todos los que en él participamos estemos dispuestos a admitir que tampoco nosotros sabemos. Y ésta es una de las cosas que no es fácil de reconocer y, menos aun, hacerlo de buen grado. Pero reconocer la ignorancia es imprescindible, si lo que queremos es filosofar, esto es, buscar el conocimiento. No hacerlo hace imposible el diálogo y la búsqueda filosófica,   -pues como expondrá Platón en El banquete a propósito del mito de Eros-  nadie desea alcanzar lo que ya cree poseer. 

 

          Ponernos en disposición de diálogo, disponernos para filosofar es lo que pretende la ironía socrática, que tiene mucho de remedio terapéutico y poco o nada de ocurrencia gratuita. Sócrates no es irónico por el gusto de serlo, ni por darse el gusto de poner a alguien en evidencia. Sabe y asume que sus dardos irónicos producirán inevitablemente dolor a quien los reciba, pero también sabe que frente al silencio que nos ignora o al insulto que nos agrede, la provocación que la ironía encierra es una oportunidad de abandonar el estéril soliloquio de la razón y entrar en el espacio fecundo del diálogo.

 

          Como es sabido, al momento constructivo de su método Sócrates le denominó  ‘mayéutica’, al entender que su contribución al diálogo y su función en ese proceso de búsqueda no consistía sino en aportar la luz necesaria para que quienes en él intervienen sean capaces por sí mismo de alumbrar la verdad; una verdad que no les viene revelada o impuesta desde fuera, sino que ha sido concebida desde dentro. En resumen, que su saber y su saber hacer es análogo  al que desempeña la comadrona en los partos; su función es crucial, pero el protagonismo corresponde a otros.

 

          Una vez más, escuchemos al lenguaje:  los acuerdos se ¡gestan! ...

 

                          

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL FACTOR HUMANO: RAZÓN Y PASIÓN EN SPINOZA

 

 

          Con mayor o menor acierto, todos tenemos  ideas acerca de  qué somos y cómo somos los seres humanos. No es necesario que esas ideas sean exactas para que cumplan una importante función, como es la de proporcionarnos la confianza necesaria para poder vivir y convivir; Antes que verdades y certezas, al conocimiento le pedimos que nos tranquilice y sosiegue,  haciéndonos creer que entendemos el mundo que habitamos. Por ello, sin esas ideas, no sólo nos resultaríamos extraños a nosotros mismos,  sino que los demás –por desconocidos e imprevisibles- se convertirían en las fieras que pueblan la amenazante jungla humana.     

 

          Obviamente es preferible que nuestras concepciones antropológicas tengan la virtud de ser verdaderas. Lograrlo en una forma notable, alcanzando una comprensión del ser humano, no parece estar al alcance de cualquiera; debe de ser difícil, a juzgar por el hecho de que, con preocupante frecuencia,  la mayoría no logramos que nuestras ideas  acerca del resto de los mortales cumplan siquiera un fácil requisito formal: que también sean aplicables a nosotros mismos. Corrigiendo a Marx  -a Groucho-  hay que decir que ‘sólo es decente ser miembro de clubs que admiten a tipos como uno’.

 

          La admiración de Spinoza por Maquiavelo  se debe, entre otras razones, a que el florentino vio claro que no se puede hacer ciencia política si seguimos ignorando al ser humano real y nos dedicamos a especular acerca de sujetos ideales, o sea, a hacer política-ficción. Sin embargo, es a Spinoza a quien hay que atribuirle el mayor y más sistemático esfuerzo por alcanzar una comprensión del ser humano,  en su ser y en su actuar. Para ello, como declara en el Prefacio de Ética III,  hay que empezar por adoptar el prisma naturalista  -que tan fructífero va a ser para la ciencia moderna-   y romper con una estéril, pero no inocua,  tradición en la que “La mayor parte de los que han escrito acerca de los afectos y la conducta humana, parecen tratar no de las cosas naturales que siguen las leyes ordinarias de la naturaleza, sino de cosas que están fuera de ésta. Más aun: parece que conciben al hombre, dentro de la naturaleza, como un imperio dentro de otro imperio.”.

 

          Quienes militaron en ella y  -aviso a navegantes-  quienes hoy militan “...prefieren, tocante a los afectos y actos humanos, detestarlos y ridiculizarlos  más bien que entenderlos. A ésos, sin duda, les parecerá chocante que yo aborde la cuestión de los vicios y sinrazones humanas al modo de la geometría [...] Así pues, trataré de la naturaleza y fuerza de los afectos [...] y considerará los actos y apetitos humanos como si fuese cuestión de líneas, superficies o cuerpos.”       

 

          Quisiera precisar el significado de algunos términos en Spinoza, pues la carga ideológica que contienen podría indisponernos para una correcta comprensión de los textos: El término ‘alma’ no remite en Spinoza a ninguna  dimensión espiritual del ser humano en oposición a su dimensión corporal; no hay lugar para el dualismo, pues alma y cuerpo son la misma realidad, considerada bien desde el pensamiento, bien desde la extensión. Por ‘hombre’ hemos de entender, comúnmente,  ser humano o persona. 

[No es mi intención ocultar que cuando Spinoza habla diferenciadamente de la mujer, sus palabras  -por decirlo amablemente-  están a la altura de los prejuicios de la época].

 

          Para poder avanzar, hay que precisar que los afectos que se dan en nosotros, son de dos tipos, según seamos o no causa adecuada de ellos; en el primer caso,  obramos, pues la acción que ocurre en nosotros o fuera de nosotros  puede entenderse clara y distintamente en virtud de sólo nosotros mismos; en el segundo, padecemos, pues somos sólo causa parcial de la pasión.

 

          Es muy significativo que sea en la primera proposición que se deduce en esta tercera parte de la Ética en la que Spinoza establece que esa dicotomía de afectos está inevitablemente presente en todas las personas; es decir, nadie está en la verdad o en el error de modo absoluto: “Nuestra alma obra ciertas, pero padece ciertas otras; a saber: en cuanto que tiene ideas adecuadas, entonces obra necesariamente ciertas cosas, y en cuanto que tiene ideas inadecuadas, entonces padece necesariamente ciertas otras.” (EIII P 1)

 

          De ello no se deriva un igualitarismo que nos sitúe a todos en la misma situación respecto de nuestros afectos; por el contrario, las personas diferimos unas de otras en el grado de pasionalidad, y éste a su vez  -retengamos esta clave-  depende del ejercicio de un cierto género de conocimiento. En el corolario de esta proposición se concluye que “...el alma está sujeta a tantas más pasiones cuantas más ideas inadecuadas tiene, y, por  contra, obras tantas más cosas cuantas más ideas adecuadas tiene.”     

 

          Es imprescindible rescatar EII, P 36, pues nos previene de pensar que las ideas inadecuadas constituyen una simple falta de conocimiento o un peculiar modo de ignorancia. El error no sólo es real sino que su efecto es perverso, pues desencadena lógicas que el individuo se limita a padecer: “Las ideas inadecuadas y confusas se siguen unas de otras con la misma necesidad que las ideas adecuadas, es decir, claras y distintas.”

 

          No hay que sobredimensionar la dimensión cognitiva en el ser humano; después de todo, nuestra esencia consiste en el ‘deseo’; es decir, nos limitamos a seguir lo que con carácter general prescribe E III, P 6: “cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser.”  Claro está  que ese ‘conatus’ sólo en el caso del hombre adquiere, por ser consciente, dimensión psicológica. Junto al deseo (el apetito acompañado de la conciencia del mismo. E III, P 9, Esc.), Spinoza coloca la alegría y la tristeza en la tríada de afectos primarios. Por ‘alegría’  entiende “el paso del hombre de una menor a una mayor perfección” y por ‘tristeza“el paso del hombre de una mayor a una menor perfección”. A partir de ellos tres, por puro despliegue dinámico, surge todo un repertorio de afectos que, al ser definidos estipulativamente, acuñando nuevos significados, constituye una novedosa y poderosa recreación del universo sentimental.

 

     En relación al problema del acuerdo, conviene tener presente cómo se definen los siguientes afectos secundarios:

 

“El amor es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior”  (Def. 6)

 

“El odio es una tristeza acompañada por la idea de una causa exterior”  (Def. 7) 

 

“La envidia es el odio, en cuanto afecta al hombre de tal modo que se entristece con la                                        felicidad de otro y se goza con su mal” (Def. 23)

 

“La miseri-cordia es el amor, en cuanto afecta al hombre de tal modo que se goza en el bien de otro y se entristece con su mal” (Def. 24)

 

“La venganza es un deseo que nos incita, por odio recíproco, a hacer mal a quien, movido por un afecto igual, nos ha hecho un daño” (Def. 37)

 

          Una vez dotado de las herramientas conceptuales, Spinoza desarrolla un interesante juego arquitectónico en las dos partes finales de la Ética: la parte cuarta trata “de la servidumbre humana o de la fuerza de los afectos”, y en ella se pone de manifiesto que  la autonomía de las pasiones es tanta respecto de la voluntad de los individuos, que éstos más bien parecen marionetas de las lógicas que aquéllas desencadenan. En la quinta y última, auténtica clave de bóveda de toda la Ética,  Spinoza va a ocuparse “del poder del entendimiento o de la libertad humana”,  mostrando cómo la tensión creada entre servidumbre y libertad, entre pasión y razón, se resuelve  -al menos como posibilidad-  a favor de estas últimas.

 

          Dice en el Prefacio de E IV: “Llamo ‘servidumbre’ a la impotencia humana para moderar y reprimir sus afectos, pues el hombre sometido a los afectos no es independiente, sino que está bajo la jurisdicción de la fortuna, cuyo poder sobre él llega hasta tal punto que a menudo se siente obligado, aun viendo lo que es mejor para él, a hacer lo que es peor.”

 

          En ella se propone Spinoza demostrar  que sólo quien obra  bajo la guía de la razón puede alcanzar lo que es bueno y útil. Pero vivir bajo la guía de la razón no significa vivir sin pasiones, algo que ni siquiera es posible, sino más bien  favorecer a aquéllas que –por servir mejor que otras a los intereses de la razón- puedan oponerse con éxito a las que queremos suprimir (EIV, P7); la verdad de la pasión hace posible la pasión de la verdad.

 

          Las proposiciones que cito a continuación dibujan el abanico de la diversidad humana e insinúan las actitudes que de ella necesariamente se derivan: 

 

“Con certeza, sólo sabemos que es bueno... aquello que conduce realmente al conocimiento...” (E IV, P 27)

 

“En la medida en que los hombres sufren afectos que son pasiones, pueden ser contrarios entre sí” (E IV, P 34)

 

“Los hombres sólo concuerdan siempre necesariamente en naturaleza en la medida en que viven bajo la guía de la razón” (E IV, P 35) “No hay cosa singular en la naturaleza que sea más útil al hombre que un hombre que vive bajo la guía de la razón...” (Esc. 1)

 

“El odio nunca puede ser bueno” (E IV, P 45)

  

“Quien vive bajo la guía de la razón se esfuerza cuanto puede en compensar, con amor o generosidad, el odio, la ira, el desprecio, etc., que otro le tiene.” (E IV, P 46)

 

“Quien se deja llevar por el miedo, y hace el bien por evitar el mal, no es guiado por la razón” (E IV, P 63).”

 

 

          Llegamos así a la última parte de la Ética, en la que se explicita cómo es posible construir la libertad con los mimbres que nos entrega la necesidad:

 

“Un afecto que es una pasión deja de ser pasión tan pronto como nos formamos de él una idea clara y distinta” (E V, P 3)

 

“No hay afección alguna del cuerpo de la que no podamos formar un concepto claro y distinto” (E V, P 3)

 “...se infiere de ello que cada cual tiene el poder  -si no absoluto, al menos parcial-  de conocerse a sí mismo y conocer sus afectos clara y distintamente, y, por consiguiente, de conseguir padecer menos por causa de ellos.” (Esc.)

 

          La perspectiva spinoziana puede ayudarnos a entender que,  sólo desde una perspectiva jurídica,  podemos pensar que las personas somos igualmente libres a la hora de decidir nuestra participación o no en un proceso de mediación, de aceptar o no  una propuesta de acuerdo. En un sentido más profundo y decisivo las personas diferimos en el grado de libertad que disfrutamos, pues, para nuestro filósofo,  la libertad no es un constitutivo natural de todo ser humano, sino más bien una posibilidad que ha de ir realizándose en ese proceso de liberación y de autoconstitución individual que es una vida humana: no estamos condenados a la pasividad, la ignorancia y la tristeza; pero si hemos de ser activos, sabios y alegres, tendremos que conquistarlo.

 

          No me resisto a apuntar que el optimismo de Spinoza no sólo es antropológico, sino que alcanza la esfera del Estado, es decir, de lo político-jurídico. Aunque aquí, la autenticidad tenga que ser sustituida por la funcionalidad; después de todo, la tarea del Estado no es otra que conseguir que quienes no somos plenamente racionales nos comportemos como si lo fuésemos, que quienes no sabemos vivir según la razón vivamos, al menos, bajo el imperio de la razón.      

 

          De ello podríamos deducir dos consideraciones sobre el tema que nos ocupa:

 

 1ª.- El no alcanzar un acuerdo en el marco de una  mediación personal no significa, afortunadamente, que todo esté perdido, pues la ley acabará garantizando una solución racional al conflicto.

 

2ª.- No es del todo cierto el tópico de que “no se pierde nada por intentarlo”; podemos perdernos la posibilidad de construir activamente una solución racional y tener que conformarnos con cumplir pasivamente la que se nos imponga.     

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

HABERMAS: ACUERDO Y RACIONALIDAD DIALÓGICA

 

 

          Me he propuesto en este último apartado de mi intervención explorar cómo son aplicables en el ámbito interpersonal de la mediación ideas y teorías que han sido gestadas como instrumentos de resolución de conflictos en el ámbito más anónimo de lo sociopolítico. En efecto, Jürgen Habermas, miembro destacado de la segunda generación de pensadores de la Escuela de Francfort, heredera ésta de los ideales de la tradición ilustrada y de la carga utópica del marxismo originario, persigue la construcción de un nuevo concepto de razón humana, que garantice en el orden ético, logros similares a los alcanzados en el plano tecno-económico. El nuevo paradigma es el de la racionalidad dialógica o comunicativa.

 

          Habermas,  partiendo de la primitiva intuición griega en la que ‘logos’ es al mismo tiempo ‘razón’ y ‘palabra’, va a establecer que es en el lenguaje donde habita y se construye la racionalidad humana. Ello le llevará  a interesarse por desvelar cuáles son las condiciones universales que han de darse para que sea posible el entendimiento intersubjetivo entre los hablantes, es decir, a elaborar una teoría de la ‘pragmática universal’. Según ésta, las condiciones de todo entendimiento posible, son:

 

- pretensión de inteligibilidad.

- pretensión de verdad.

- pretensión de rectitud.

- pretensión de veracidad.

 

     En el uso lingüístico orientado al entendimiento y al acuerdo no hemos de ver un mero uso entre otros posibles, sino que es, según Habermas, el modo original de usar el lenguaje, pues el lenguaje se dirige esencialmente a lograr un acuerdo entre los interlocutores:

 

    "El acuerdo es inherente como <<telos>> al lenguaje humano. Lenguaje y acuerdo no se comportan recíprocamente como medio y fin, pero sólo podemos esclarecer el concepto de acuerdo cuando precisamos lo que  significa utilizar proposiciones con sentido comunicativo. Los conceptos  de habla y acuerdo se interpretan recíprocamente".

 

          De esta noción de ‘acuerdo’ en sentido amplio ( no olvidemos que también buscamos acuerdo cuando, en un modo de comunicación esencialmente cognitivo y mediante actos de habla constatativos, coincidimos en una visión teórica sobre un estado de cosas), hemos de pasar a la dimensión del acuerdo que aquí nos ocupa, es decir, el acuerdo como logro alcanzado por los participantes en un discurso práctico. 

 

           El acuerdo es posible siempre que éste se lleve a cabo en el seno de  una “comunidad  ideal de habla”; y para que ésta se dé,  es imprescindible la observancia de ciertas reglas, que son al mismo tiempo garantía de racionalidad de nuestras propuestas prácticas y criterio de legitimidad normativa. Estas reglas, tras tomarme la licencia de ceñirlas al ámbito de un discurso práctico, podrían formularse así: 

 

1ª.- Quien interviene en un discurso práctico con pretensión de alcanzar un acuerdo no debe hacer, de forma expresa o tácita,  propuestas contradictorias.

 

2ª.- Quien interviene en un discurso práctico con pretensión de alcanzar un acuerdo sólo puede proponer aquello que verdaderamente esté dispuesto a cumplir.

 

3ª.- Tiene derecho a participar como interlocutor en una comunidad ideal de habla todo aquel que pueda ser significativamente afectado por los propuestas prácticas que se acuerden.

 

4ª.- Todo interlocutor tiene derecho a cuestionar cualquier afirmación o propuesta.

 

5ª.- La participación en el discurso en condiciones de igualdad exige la  exclusión de todo mecanismo explícitamente coactivo, así como de toda forma de represión sutil y oculta que pudiera impedir el uso de los anteriores derechos.

     

          Dado que el acuerdo que pueda alcanzarse en el ámbito de la mediación familiar no hace sino normativizar los aspectos pertinentes de las relaciones entre las personas que constituyen su universo de aplicación, podemos proponer como nuevo imperativo categórico el que el propio Habermas formula con estas palabras:  “únicamente pueden aspirar a la validez aquellas normas que consiguen (o puedan conseguir) la aprobación de todos los participantes en cuanto participantes de un discurso práctico.”

                                                           

                                                                         ( J. Habermas, Conciencia moral y acción comunicativa)

 

          Vemos como la justificación procedimental de la legitimidad de un acuerdo viene así a ofrecer una respuesta al viejo problema de la imposibilidad de decidir apodícticamente sobre la justicia de un acuerdo a partir del contenido, de lo materialmente acordado. Que no sea posible valorar con objetividad los diferentes valores que orientan la acción de las personas no condena las relaciones humanas a la irracionalidad ni hace imposible el logro de acuerdos que regulen su convivencia.

 

          Aun siendo más o menos evidente, quisiera por último explicitar qué función le cabe desempeñar a la figura del mediador: ésta no es otra que velar porque efectivamente se den las condiciones y respeten las reglas que constituyen a los interlocutores en una comunidad ideal de habla, garantizando así que el acuerdo que se alcance no sólo sea efectivo sino legítimo.