La escuela y la integración del hecho
religioso
RÉGIS DEBRAY (El País, 21/11/02)
La expresión
del hecho religioso se ha impuesto desde hace unos años. Es un hecho que tiene
tres características:
1.
Es constatable y se impone a todos. Guste o no, desde hace mil años hay
catedrales en las ciudades de Francia, obras de arte sacro en los museos, gospel
y música soul en la radio, fiestas en el calendario, formas diferentes
de contar el tiempo a través del planeta. Y entre 9 y 14 millones de musulmanes
en Europa. ¿Podemos taparnos los oídos, cerrar los ojos ante el mundo tal y
como es?
2.
No prejuzga su naturaleza ni el estatuto moral o epistemiológico que hay que
concederle. ¿Superstición, superestructura, factor explicativo de la historia
o falsa conciencia de los actores? Estos interrogantes tienen algo de debate
filosófico, pero suponen, para empezar, tomar en consideración un material empírico,
bien se trate de un vitral, de un poema, de una masacre, de un camino, de una
sura o de una obra de caridad. Sin juicio de valor, a favor o en contra. Tomar
nota no es tomar partido.
3.
El hecho abarca muchas cosas. No favorece a ninguna religión en particular,
considerada más auténtica o más recomendable que las otras. Nuestros
programas de historia se encuentran principalmente con las religiones derivadas
de la de Abraham, pero le hemos dado un lugar al Siglo de las Luces, sin olvidar
tampoco, en la medida de lo posible, las religiones de la Antigüedad y de Asia.
Porque el budismo, el hinduismo, las religiones chinas igual que las tradiciones
animistas africanas, están involucradas, en igual medida, en el gran arco de
los fenómenos humanos que tenemos que abrazar, sin egocentrismo ni
etnocentrismo.
Observable,
neutral y pluralista: los rasgos distintivos del hecho religioso dicen ya qué
puede significar esta enseñanza para la escuela republicana, en un país en el
que el laicismo, privilegio único en el continente europeo, reviste la dignidad
de un principio constitucional; y donde la separación de las Iglesias y el
Estado no quiere decir, como en Estados Unidos, liberar a las Iglesias de toda
influencia estatal, sino liberar al Estado de toda influencia eclesial.
1.
Una enseñanza religiosa no podría ser esto. No se trata de someterse a
interventores o a testigos externos. Ni de entronizar a la teología como
materia obligatoria. Ni, desde luego, de poner a Dios en el colegio. Se trata de
seguir un camino que la escuela pública conoce bien, es decir, apoyar aún más
el estudio de la historia, la geografía, la literatura, la filosofía, las enseñanzas
artísticas y las lenguas vivas.
2.
No es ni siquiera una enseñanza de cultura religiosa, si se entiende con ello
una sensibilización respecto de la creencia que le conferiría la misma condición
que al saber. Igual que la incultura científica, artística o religiosa
responde a un único fenómeno general, el conocimiento de las religiones, como
el del ateísmo, forma parte de la cultura, nada más. Todas estas lagunas
merecen la misma atención por parte de los poderes públicos. La memoria humana
no se divide en compartimentos: Abraham, Buda, Confucio y Mahoma vivieron y
viven en el mismo planeta que Euclides, Galileo, Darwin y Freud. No se trata de
valorar o desvalorizar lo religioso, rehabilitarlo o desacreditarlo, sino de
aclarar sus repercusiones en la aventura humana, de forma detallada. Como
observaba recientemente Jean-Pierre Vernant: "No hay ningún ejemplo de
grupos humanos sin religión", se trata de un "elemento esencial de
las civilizaciones".
3.
El propósito no es iniciar en los misterios y los dogmas revelados, ni
legitimar autoridades externas a la única autoridad que vale en una clase, la
del maestro y su disciplina. Aún menos indicar el camino de la verdad, del bien
o de lo hermoso -no es un curso de moral-, ni mostrar que estos creyentes tienen
razón y los otros están equivocados -no es proselitismo-. En estas
condiciones, el espíritu de la objetividad más serena caería enseguida en la
ambivalencia bien conocida de los fenómenos religiosos, que llevan consigo la
prohibición y el permiso de matar, la tregua de Dios y la guerra santa, la
fraternidad y la segregación. La sombra y la luz. Se podría ilustrar con dos
hechos significativos ocurridos en el mismo año en la construcción de nuestro
derecho positivo. En la Cumbre de la Tierra, en Johanesburgo, tres Estados
bloquearon con su veto la adopción de una resolución sobre la planificación
familiar, oponiendo a los derechos humanos universales el derecho particular de
las tradiciones religiosas: Estados Unidos, Arabia Saudí y el Vaticano. Un
derecho menos para las mujeres. Y, en el mismo momento, el representante de
Francia en la Convención para la Carta Europea de los Derechos Fundamentales
conseguía que el descanso semanal se incluyera entre los derechos sociales
formalmente reconocidos, en contra de la opinión del delegado británico, que
pretextaba que ninguna carta o declaración universal lo mencionaba. Le opuso
entonces el sabbat y la Biblia. El argumento causó impresión (al ser su
Majestad británica jefe supremo de la Iglesia anglicana). Un derecho más para
todos los hombres de Europa, ateos incluidos.
Una vez
aclarados los malentendidos provocados por ciertos reflejos condicionados, por
otra parte perfectamente comprensibles, veamos qué problemas presenta el
"hecho", esta pequeña palabra falsamente anodina.
Durante
mucho tiempo se ha opuesto el orden de los hechos -sólido, consistente,
"demostrable"- al orden de las creencias -imaginario, evanescente o
subjetivo-. Los hechos de creencia están a caballo entre lo material y lo
espiritual, la política y lo imaginario. Alteran la tranquila distribución de
papeles de cierto positivismo (que no era de ningún modo el de August Comte).
Desgraciadamente,
la existencia del paraíso no está demostrada y aún menos que los que matan
infieles tengan prioridad allí, pero el hecho de que se haya podido, o se siga
pudiendo, creer en ello hizo galopar en otro tiempo a decenas de miles de
creyentes hasta Tierra Santa y puso a un puñado de islamistas en aviones
ultramodernos en dirección a Nueva York o Washington. Se está en el derecho de
pensar que estos mitos son síntomas de ignorancia y
atraso, pero
el desconocimiento de estos mitos (procedencia e interpretación) sería también
un signo de atraso e ignorancia. No ayudaría a nadie a comprender las
relaciones Este-Oeste ni el periódico de hoy.
El hecho va
más allá de la simple opinión, y esto puede sorprender en una tradición
liberal. Pensemos en nuestra Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano, artículo 10: "Nadie debe temer por sus opiniones, incluidas las
religiosas, siempre que sus manifestaciones no alteren el orden público
establecido por la ley". Lo que ha ocurrido desde 1789 nos ha enseñado que
opinión es una palabra optimista, digamos que algo anodina y ligera para
designar la convicción religiosa, que es poderosa; y Marx, en vista de los
acontecimientos, quizá habría completado su definición como "el opio del
pueblo" con la de vitamina del débil. Y no porque el lema de Condorcet
-hacer popular la razón- haya perdido nada de su actualidad. El papel de la
enseñanza pública sigue siendo más que nunca formar "ciudadanos difíciles
de gobernar" -difíciles de manipular y enrolar en sectas, añadamos-
porque "han adquirido el espíritu crítico". Ahora bien, entre
Condorcet y nosotros están Durkheim, Marcel Mauss y Lévi-Strauss. La evolución
de los saberes ha modificado, ampliado, hecho más complejas, nuestras
herramientas intelectuales. La Razón ya no es una diosa intangible y virginal,
que expande la luz desde no se sabe qué punto supereminente sobre las oscuras
periferias de Occidente.
Hablar de
hecho religioso es, desde luego, pensar en algo distinto del desarrollo de las técnicas
del bienestar personal (macrobiótica, música aplanadora y esoterismo); y más
que una íntima esperanza o que una opción espiritual dependiente del libre
albedrío de cada uno. El hecho de conciencia es un hecho de sociedad y de
cultura. Un hecho social total, que desborda el sentimiento privado y la
inclinación individual, en las calles, las artes, las jurisdicciones. Las
religiones afectan a la pesada base de las mentalidades, y no solamente a la
historia de las ideas. Es esta dimensión colectiva y de identidad, inscrita en
la carne de las sociedades, la que le da su lugar como objeto de estudio en la
enseñanza pública. El papel público reivindicado por las Iglesias y las
confesiones, o la vocación que se les atribuye de informar lo social es un
hecho de historia. Que desde luego no hay que confundir con su condición
institucional para el derecho público, que depende de una elección cívica. La
condición de las asociaciones culturales concierne a la administración de los
cultos, pero los cultos no se reducen a los lugares en que se celebran. Además
de una liturgia, organizan una economía, un comercio, peregrinaciones; marcan
las horas y polarizan el espacio; determinan lo que se come, cómo hay que
vestirse, si hay que llevar o no barba, con quién casarse o enterrarse, y cómo
educar a los hijos. Antropología práctica más que especulación teológica.
Y ahí está
la dificultad para pasar del dicho al hecho. Religión y laicismo son palabras
conflictivas, incluso en el corazón de un país y de un continente que
contrastan con todos los demás por una secularización avanzada, un
debilitamiento de las instituciones religiosas clásicas, y donde, sin embargo,
la religión sigue, en muchos aspectos, avanzando.
Factual se
vincula con actual. Porque si no es posible reconciliarse con el patrimonio sin
un conocimiento mínimo de las herencias religiosas, el hecho religioso no es más
que archivo y vestigio. Ese hecho remite a fuerzas vivas, comunidades que actúan
y piensan, con su sensibilidad a flor de piel; a cuestiones que disgustan
-llevar signos religiosos, días de exámenes, menús y solicitudes de
dispensa-; a la intrusión de las familias y de la actualidad candente en el
recinto escolar. El carácter laico del ejercicio parece capaz de calmar los ánimos
y enfriar las pasiones, por una distinción serena y claramente reivindicada de
los ámbitos de competencia. El laicismo postula, además de la obligación de
discreción de los agentes públicos y la estricta igualdad entre los creyentes
y los no creyentes, la autonomía del profesor en relación a cualquier grupo de
presión (bien sea comercial, económico, político o eclesiástico). Limitarse
a lo religioso como objeto de observación y de reflexión puede ayudar a
cualquiera a distinguir lo que destaca en el ámbito de los conocimientos
comunes e indispensables, y lo que destaca en el ámbito de las conciencias, de
las familias y de las tradiciones vividas, debiendo respetar cada uno la autonomía
del otro.
Hacer
comprender a los alumnos que el hecho de dar a la cultura lo que es de la
cultura, y a los cultos lo que es de los cultos, es ya llevarles a distinguir
entre ámbito público y esfera privada, entre los hechos de interés general y
los hechos de pertenencia particular. Si lo religioso -distinto en esto de lo
espiritual- designa la convicción interior desde el momento en que se
exterioriza, y el sentimiento individual desde el momento en que se socializa,
la enseñanza no tiene autoridad para sobrepasar el ámbito de lo manifiesto -lo
que cada uno puede ver, leer o entender- y entrar en el ámbito de las
convicciones íntimas. Al contrario, el teólogo o el ministro del culto no
tienen autoridad para atribuirse en exclusiva la interpretación de tal o cual
versículo o sura, bajo el pretexto de que habría que ser cristiano, judío o
musulmán para poder hablar de los Evangelios, de la Biblia o del Corán. En ese
caso, sólo los profesores liberales estarían autorizados a hablar de Adam
Smith, y los comunistas, de Karl Marx.
No sólo
creemos que un laicismo que prohibiera este campo del saber se condenaría a una
segura pusilanimidad, sino también que una pedagogía entendida así podría
contribuir a una pedagogía del laicismo. Sería realmente una pena ceder la
información sobre este ámbito a quienes podrían distribuirla fuera de todo
control científico, a la manera de una requisitoria o de una inculcación.
El hecho
religioso no lo es todo, pero está en casi todas partes. No constituye una
esfera aparte y no es objeto de una disciplina en sí. Tampoco hay oposiciones
de religión. Es una ámbito que afecta a muchos fenómenos -pensemos en la
variable religiosa en sociología electoral- que se inscribe con toda
naturalidad en el tejido de la materias enseñadas.
Se han
contado 87 definiciones de religión, todas más o menos válidas y, sin
embargo, contradictorias. Y más que entrar en este debate académico, habría
que hacer la historia de esta palabra latina, palabra ignorada por los griegos,
los hebreos y la mayoría de las culturas del mundo, que han visto cómo se la
imponía desde fuera el Occidente colonial. Hinduismo no es más una palabra
hindú que confucianismo china o fetichismo africana. ¿Habría que acoger a las
religiones civiles, las de Rousseau o Michelet, las de la patria, la revolución,
la ciencia? El abanico de las religiosidades es muy amplio. Y fluctuantes las
fronteras entre religiones positivas y sacralizaciones sociales, entre la
creencia que flota y el dogma que fija. En Estados Unidos no hay más que el dólar
y el Dios bendiga a América de los actos oficiales. Hasta los contratos
de seguros califican las catástrofes naturales como obra de Dios. El
mundo soviético se enterraría en lo absurdo si la historia no tuviera en
cuenta los anclajes religiosos de los rituales y de los iconos. ¿Habría que
incluir también los derechos humanos, religión civil de las democracias del ex
Occidente creyente, debidamente reconocida, con su architexto sagrado (en
nuestros pequeños anuncios, la Declaración de 1789 se inscribe en las dos
tablas oblongas de Moisés)? El "hecho" existe independientemente de
la conciencia que toman de él sus protagonistas. Entonces nos entra un escalofrío.
¿Dónde poner los límites? ¿Hasta dónde llegar?