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Lunes, 25 de febrero de 2002



Educación, la cuestión clave

IGNACIO SOTELO


Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología.


Con la globalización, los Estados no tienden a desaparecer, como quiere un ultraliberalismo muy minoritario, sino que, simplemente, se transforman, bien perdiendo unas competencias para adquirir otras, bien cambiando el rango de sus actividades: algunas que tuvieron poca importancia en el pasado adquieren una nueva centralidad. Desde la creación del Estado moderno hasta terminada la Segunda Guerra Mundial, la actividad principal de los Estados europeos había sido la bélica. Nada más natural que en unos Estados permanentemente dispuestos a guerrear los ejércitos gozasen de una preeminencia especial y fuese el Ministerio de la Guerra el de mayor peso. Después de que Europa se destruyera en dos grandes guerras y las armas nucleares convirtieran en obsoletas las guerras interestatales, hemos llegado, medio siglo más tarde, a tener un ejército profesional, integrado en organizaciones supranacionales, con un peso muy limitado en la sociedad. La actividad principal del Estado se dirige ahora a promover el desarrollo económico y a tratar de evitar en lo posible conflictos sociales de envergadura con una política redistributiva de la renta. Una vez transferida la política económica a instituciones supraestatales, esta fase está también a punto de concluir.

Al ceder competencias en lo militar y en lo económico, ¿se vacía acaso el Estado, o más bien cambia tan sólo de aspecto al dedicarse a otras actividades que ahora se muestran decisivas? El proceso de apertura, que empezó en 1959 con el Plan de Estabilización -diseñado por el economista catalán Joan Sardá; el mérito para él que lo tiene, como nos lo ha recordado Fabián Estapé en sus memorias- al trasladar las competencias económicas a instituciones supraestatales, es ya realidad plena. Impresiona la transformación de España en este casi medio siglo de integración en el mercado mundial, pero, si conseguimos resolver el gran problema pendiente -educar a nuestro pueblo a la altura de las exigencias de un país europeo que ha alcanzado tal grado de desarrollo social y económico-, los cambios de los próximos decenios serán aún más espectaculares. La verdadera riqueza de un país la constituye el nivel cultural y científico de sus habitantes. Si hasta ahora la economía ha tenido la primacía, en el futuro la tendrá la educación.

Obsérvese que la política cultural, la educativa y la científica -precisamente aquellas de las que depende la capacidad de competir dentro y fuera de la Unión- quedan fuera de los tratados comunitarios. Los Estados miembros más débiles propugnan un mayor grado de integración en estos ámbitos, mientras que los más fuertes argumentan que, una vez culminado el proceso de integración económica, habrá que competir en el campo científico y tecnológico. Con lo que educación y cultura, dos factores básicos para lograr un nivel científico alto, adquieren una importancia crucial. Los ministerios de educación, cultura, ciencia y tecnología -diversificación que irá en aumento, según se haga patente la importancia de estos resortes-, que todavía hoy los políticos consideran de tercer orden -Solana y Rajoy pasaron por ellos sin dejar rastro, a la espera de más altos destinos-, están llamados a ser los grandes ministerios del futuro. En un siglo -el Ministerio de Instrucción Pública fue fundado en 1901- ha pasado de la marginalidad, con un presupuesto minúsculo, a tener que cumplir en un futuro cercano la principal tarea de gobierno.

Importa insistir no ya tanto en el hecho de que la política educativa, en su mentido más amplio, es la que con mayor fuerza incide en la configuración de un país -por lo menos de boquilla, todos lo reconocen así- como en algo que escapa más a la percepción general, a saber, que es la política más intrincada y difícil de llevar a la práctica. Dadas las muchas implicaciones sociales y culturales que conlleva, gastando más dinero, no se mejora sin más la educación. Se trata de un servicio caro que exigirá cada vez más recursos, pero las muchas dificultades que se irán presentando en el camino no se vencen sólo con dinero. Se dirá que esto no es exclusivo de la educación; cierto, pero es sobre todo el problema de la educación.

Y ello porque rebasa con mucho las competencias y aun las posibilidades mismas del Estado. Nos educamos en la familia y en los grupos primarios -socialización dicen los expertos- en los que participamos desde la primera infancia. Cuando el Estado interviene con la escuela pública ya están formados inteligencia y carácter. Además, toda educación exige fines que, en último término, se derivan de una visión de lo humano, distintas en nuestras sociedades plurales, sin que el Estado democrático pueda ni deba imponer una. El objetivo de la educación es social; estatal, únicamente su instrumentación. La educación depende así, más que del Estado, de fuerzas sociales con objetivos claros. La presencia de la 'sociedad civil' es cada vez más necesaria en muy distintos campos de la actividad estatal, pero resulta indispensable en la educación. Educar supone un proceso social que ha de implicar a la sociedad toda; el Estado es sólo el que, en el mejor de los casos, coordina y cofinancia estos esfuerzos. Pues bien, la gravedad de la situación queda de manifiesto al constatar que en nuestra sociedad no se divisan las fuerzas sociales que pudieran dar el necesario impulso a la educación.

A la Iglesia -de forma muy particular, a los jesuitas, que llevaron a cabo una verdadera revolución educativa en el barroco- debemos las primeras iniciativas de una educación integral, pese a que nunca perdiera un cierto carácter de indoctrinación y de clase. A la Institución Libre de Enseñanza le debemos el salto cualitativo que en educación lleva a efecto la España contemporánea, pero el régimen de Franco destrozó por completo estos logros, sin que apenas queden rastros en la España de hoy. Sin duda el mayor de los crímenes de una rebelión militar con altísimos costes en vidas humanas y en bienes materiales -en 1956, veinte años más tarde, se recupera el nivel de renta de 1936- fueron los destrozos llevados a cabo en la educación. Ha pasado más de medio siglo y todavía no nos hemos repuesto. Lo más grave es que la mayoría de la gente ni siquiera es consciente de ello.

No todos se atreven a señalar lo más obvio de nuestra crisis educativa: que la mayor parte de los alumnos que llenan las aulas de institutos y universidades no tienen la preparación que habría que exigirles para poder estar en ellas. ¿Cómo vamos a tener una Universidad decente, digan lo que quieran los rectores, con el nivel medio de los estudiantes que llegan a su puerta? Pero, sin una escuela pública capaz, ¿cómo vamos a tener una enseñanza media que prepare a sus alumnos con los conocimientos imprescindibles para ingresar en una universidad?

Dejando de lado cuánto se debe a la herencia y cuánto a la educación, a nadie se le oculta que la impronta de los primeros años resulta decisiva. Preguntado Sigmund Freud por el año más provechoso de su vida, contestó que sin duda el primero. Cossío nos cuenta que, en un congreso celebrado en 1882, don Francisco Giner de los Ríos se reafirmó 'en que la única labor honrada y posible era la formación lenta y cuidadosa de los hombres de mañana desde su primera niñez'. Ojalá tengamos el coraje de empezar la ardua labor por la base y pongamos la máxima atención en 'el jardín de la infancia', como dicen en Alemanía, o en 'la escuela materna', como dicen en Francia, y centremos los mayores esfuerzos en la enseñanza a partir de los dos años, con los programas educativos adecuados: no se trata de guardar -qué palabra más terrible la de guardería-, sino de educar inteligencia y carácter en un momento en que todavía se pueden compensar las diferencias sociales de origen. Claro que tendríamos que empezar por preparar a los educadores en la pedagogía propia de los más pequeños, hoy muy desarrollada, para impulsar luego la expansión de las escuelas infantiles con personal altamente cualificado, lo que también quiere decir bien pagado. No es un programa a corto plazo, pero sentaría las bases para una educación posterior mucho más exitosa, a la vez que, como efecto colateral, contribuiría decisivamente a que no siga decreciendo la población.

Hay que enfrentarse lo antes posible a la selección del alumnado, tanto para hacer un bachillerato digno como para ingresar en la Universidad. Resulta tan fundamental como la selección del profesorado, tema que, pese a la nueva ley universitaria, sigue abierto. Al ampliar la contratación, la nueva ley va a contribuir a que siga aumentando el deterioro. Los rectores, que se muestran tan orgullosos del plantel de profesores de sus universidades, no suelen dar el dato revelador de cuántos de los nombrados en la base, sin criterios ni procedimientos claros, cesan en algún momento por no dar la talla para seguir avanzando en el escalafón. Con doctorado o sin él, con méritos o sin ellos, al que un día le dieron un puesto, precario y mal pagado al nivel más bajo, va paso a paso ascendiendo por un sistema de promoción interna. Los rectores se comportan como directores de una empresa que no tuvieran que rendir cuentas de los gastos a los propietarios, a la vez que como si fueran líderes sindicales elegidos por el personal con la obligación de mantener a todos colocados.

A la hora de concebir una política educativa que tenga como objetivo mejorar la calidad tenemos que tener muy presente que la España decimonónica fracasó rotundamente en este ámbito: pobre escolarización, con el consiguiente índice alto de analfabetismo, y una enseñanza media y universitaria tan minoritarias como deficientes. A las carencias de la escuela decimonónica debemos algo que hoy consideramos positivo, que se haya conservado una multiplicidad de lenguas en el Estado. Tampoco se trata de esclarecer ahora cómo se imbrican subdesarrollo socioeconómico y bajo nivel educativo en la España de la primera mitad del siglo XX, el hecho es que, aunque el país haya crecido en los últimos cincuenta años, el despegue educativo es mucho más reciente, lo que explica que la juventud que llena institutos y universidades en su mayor parte provenga de familias que no tienen a sus espaldas una tradición cultural que puedan transmitir a sus hijos. Esto queda patente en la falta de hábitos de lectura y consiguiente incapacidad para expresarse por escrito, que pesa sobre toda la educación escolar y universitaria. Carencia que a veces incluye a los mismos profesores, que han recibido también una enseñanza exclusivamente oral, que vuelven a transmitir de palabra, apoyada, todo lo más, en los malhadados apuntes.

En suma, importa impedir que el nivel educativo descienda a la media que resulta de su universalización, pero sobre todo es preciso compensar las diferencias desde la primera infancia; luego ya no es realizable, de modo que los mejores, sea cual fuere su origen social, reciban la educación adecuada, evitando una excesiva desviación clasista en la selección competitiva que necesariamente conlleva una educación de calidad.

 

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