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por Alberto Manguel
¿Sabéis
leer?
... No
por cierto
ni tal
se probará que en mi linaje
haya
personas de tan poco asiento
que se
pongan a aprender esas quimeras
que
llevan a los hombres al brasero
y a las
mujeres a la casa llana.
Cervantes, La elección de los alcaldes de Daganzo
Leí por
primera vez Las aventuras de Pinocho de Carlo Collodi hace ya tiempo, en
Buenos Aires, a los ocho o nueve años, en una vaga traducción española con los
dibujos originales de Mazzanti. Vi algo después la película de Disney y los
muchos cambios me desagradaron: el Tiburón asmático que se tragaba a Geppetto
se había convertido en la Ballena Monstruo; el Grillo había sido bautizado
Jiminy y, en vez de desaparecer y reaparecer, no hacía más que perseguir a
Pinocho con buenos consejos; el gruñón de Geppetto se había vuelto un amable
anciano con un pez llamado Cleo y un gato llamado Figaro. Y faltaban los
episodios más memorables. En ningún momento, por ejemplo, Disney mostraba a
Pinocho (como lo hizo Collodi en la que para mí es la escena más atroz del
libro) presenciando su propia muerte cuando, después de haberse negado a tomar
sus medicamentos, cuatro conejos “negros como la tinta” aparecen para
trasladarlo en un pequeño ataúd. En su versión original, la transformación de
Pinocho –de madera a carne y hueso– me emocionó tanto como Alicia escapando
del País de las Maravillas o como Ulises buscando a su amada Itaca. La
excepción fue el desenlace: cuando, en las páginas finales, Pinocho es
recompensado y se vuelve “un precioso niño de cabello castaño y ojos
celestes”, me alegré y, no obstante, me sentí al mismo tiempo extrañamente
insatisfecho.
No lo
sabía por entonces, pero creo que me gustaban Las aventuras de Pinocho porque
son la crónica de un aprendizaje. La historia del muñeco es la de la educación
de un ciudadano: la antigua paradoja de alguien que desea ingresar en la
sociedad de los hombres mientras que simultáneamente trata de saber quién es,
no según lo perciben los demás sino en sí mismo. Pinocho quiere ser “un niño
de verdad” pero no cualquier niño, no la obediente y pequeña versión de un
ciudadano ideal. Pinocho quiere ser quien verdaderamente es bajo la madera
pintada. Lamentablemente (dado que Collodi interrumpió la educación de Pinocho
justo antes de su epifanía), el personaje nunca obtiene mayor éxito. Pinocho
se convierte en un niño bueno que aprendió a leer, pero Pinocho nunca se
convierte en un lector.
Desde el
comienzo, Collodi establece un conflicto entre Pinocho el Rebelde y esa
sociedad de la cual él quiere formar parte. Incluso antes de ser esculpido,
Pinocho es un pedazo rebelde de madera. No cree en aquello de “ser visto pero
no oído” (el lema para los niños del siglo diecinueve), y de inmediato provoca
una pelea entre Geppetto y su vecino (otra escena omitida por Disney). Le
agarra una rabieta al descubrir que no hay nada para comer salvo una pera, y
cuando se queda dormido junto al fuego y se quema ambos pies, espera que
Geppetto le esculpa unos nuevos. Hambriento y minusválido, Pinocho el Rebelde
no se resigna a quedarse sin comer o en desventaja dentro de una sociedad que
debería proporcionarle comida y asistencia social. Pero Pinocho también sabe
que lo que él le exige a la sociedad debe ser agradecido de manera recíproca.
Por eso, habiendo recibido comida y nuevos pies, le dice a Geppetto: “Para
retribuir todo lo que tú hiciste por mí, volveré a la escuela a estudiar”.
Humanismo y humanidad
En la
sociedad de Collodi, la escuela es el sitio donde se debe empezar a demostrar
que uno es responsable: la escuela es el campo de entrenamiento para
convertirse en alguien capaz de “retribuir” los cuidados de la sociedad. Así
es como Pinocho lo resume: “Hoy, en la escuela voy a aprender a leer, mañana
voy a aprender a escribir, y pasado mañana voy a aprender las matemáticas.
Entonces, gracias a mi talento, podré ganar mucho dinero, y con el primer
dinero que obtenga le compraré a mi padre una hermosa chaqueta de lana. ¡Pero
qué digo lana! Voy a comprarle una toda de oro y plata, con botones de
diamantes. Y es que el pobre hombre realmente la merece porque, a final de
cuentas, por comprarme libros y darme una educación se ha quedado en mangas de
camisa... ¡en medio del invierno!” Porque, para poder comprarle un cuaderno
escolar a Pinocho (elemento básico para su aprendizaje), Geppetto vendió su
única chaqueta. Geppetto es pobre pero en la sociedad de Collodi la educación
requiere un sacrificio.
El
primer paso, por lo tanto, para volverse un ciudadano es aprender a leer. Pero
¿qué significa esto de “aprender a leer”?
Primero,
el proceso mecánico de aprender la clave de los signos mediante los cuales una
sociedad codifica su memoria. Segundo, el aprendizaje de la sintaxis que rige
dicho código. Tercero, el aprendizaje de cómo las inscripciones en semejante
código pueden servir (de una forma profunda, imaginativa y práctica) para
conocernos a nosotros mismos y para conocer el mundo que nos rodea. Este
tercer aprendizaje es el más arduo, el más peligroso y el más potente, y éste
es el aprendizaje que Pinocho nunca alcanza a poseer. Las tentaciones mediante
las cuales la sociedad lo fascina y lo distrae, las burlas y las envidias de
sus compañeros, la fría tutela de su preceptor moral: todas estas presiones de
índole diversa crean para Pinocho una serie de obstáculos casi infranqueables
que le impiden convertirse en un verdadero lector.
Alimentar el espíritu
La
lectura es una actividad que siempre fue vista con limitado entusiasmo por
quienes gobiernan. No es un azar que en los siglos dieciocho y diecinueve se
sancionaran leyes contra la enseñanza de la lectura a los esclavos. Los
esclavos no debían leer ni siquiera la Biblia, ya que (como se argumentaba con
razón) quien puede leer la Biblia puede leer asimismo un tratado
abolicionista. Los esfuerzos y las estratagemas de los esclavos con el objeto
de aprender a leer son prueba suficiente del vínculo entre la libertad civil y
el poder del lector, así como también del miedo que esa libertad y ese poder
provocan en la clase gobernante.
Pero en
una sociedad llamada democrática, antes de poder considerar la posibilidad de
aprender a leer, las leyes de esa sociedad están obligadas a satisfacer
numerosas necesidades elementales: comida, alojamiento, salud. En un
conmovedor ensayo, el propio Collodi dice lo siguiente acerca de los esfuerzos
de los republicanos para implementar un sistema de escolarización obligatoria
en Italia: “A mi juicio, hasta ahora hemos pensado más en las cabezas que en
los estómagos de las clases necesitadas. Pensemos, de ahora en adelante, un
poco más en sus estómagos”. Cincuenta años más tarde, Brecht diría: “Primero
la comida, luego la moral”.
Familiarizado con el hambre, Pinocho tiene bien claro este requerimiento
primario. Imaginándose qué habría hecho de tener cientos de miles de monedas y
de haberse vuelto un poderoso caballero, sueña con un hermoso palacio, con una
biblioteca “repleta hasta el tope de fruta confitada, pasteles, panettoni,
tortas de almendra y barquillos rellenos con crema batida”. Los libros, tal
como sabe Pinocho, no alimentarán un estómago hambriento. Y cuando los
malvados compañeros de Pinocho lo atacan con sus libros, con tanta mala suerte
que éstos caen al mar, unos peces que se precipitan a la superficie para
mordisquear las páginas las escupen enseguida.
En una
sociedad donde las necesidades básicas de los ciudadanos no son satisfechas,
los libros son un pobre alimento. Mal empleados, pueden ser mortales. Cuando
uno de los niños le arroja un grueso Manual de aritmética a Pinocho, en vez de
acertar en el muñeco el libro hace impacto en la cabeza de otro de los niños,
matándolo. El libro es un arma mortal.
Pero aun
cuando haya montado un sistema para satisfacer las necesidades primarias y
para establecer un sistema educativo obligatorio, esa misma sociedad también
le ofrece a Pinocho distracciones de ese sistema, tentaciones de
entretenimientos en los que no hay que esforzarse ni pensar. Primero bajo la
apariencia del Zorro y del Gato, quienes le cuentan a Pinocho que la escuela
los dejó ciegos y cojos. Después, a través de la creación de la Ciudad de la
Alegría, lugar que el amigo de Pinocho describe así: “Allí no hay escuelas;
allí no hay maestros; allí no hay libros... ¡Ésa es la clase de sitio que me
gusta a mí! ¡Así es como deberían ser los países civilizados!”. Los libros se
asocian para él con la dificultad, y la dificultad (en el mundo de Pinocho y
en el nuestro) ha adquirido un sentido negativo que no siempre tuvo. La
expresión latina per ardua ad astra (a través de las dificultades,
hasta las estrellas) es prácticamente incomprensible para Pinocho, y también
para nosotros. La sociedad no estimula ni busca la dificultad, ni el
incremento de las experiencias.
Una vez
que Pinocho ha sufrido sus primeras desventuras, ha aceptado la escuela y se
ha vuelto un buen alumno, los otros niños empiezan a atacarlo por ser lo que
llamaríamos en Argentina “un chupamedias” y se burlan de él porque “le presta
atención al maestro”. “¡Hablas como un libro!”, le dicen. El lenguaje puede
permitir que quien lo usa permanezca al ras del pensamiento, en la superficie,
emitiendo conceptos dogmáticos y frases hechas, transmitiendo mensajes más que
contenidos, colocando el peso epistemológico en el oyente (como en el caso del
latiguillo “¿entiendes lo que quiero decir?”). Pero el lenguaje también puede
intentar la recreación de una experiencia, la formulación de una idea, la
exploración profunda y no superficial de la intuición de una revelación. Para
los otros niños, el hecho de que Pinocho hable “como un libro” basta y sobra
para etiquetarlo como un traidor, como un recluso en su torre de marfil.
Finalmente, la sociedad pone en la ruta de Pinocho a varios personajes que
habrán de servirle como guías morales. El Grillo, a quien Pinocho aplasta
contra una pared en un capítulo inicial, pero que milagrosamente sobrevive
para ayudarlo hacia el final del libro; el Hada Azul, que primero se le
aparece a Pinocho como la Niña del Cabello Azul en una serie de encuentros
dignos de pesadillas; el Atún, filósofo estoico que le aconseja a Pinocho,
luego de haber sido los dos tragados por el Tiburón, “aceptar la situación y
esperar a que el Tiburón nos digiera a ambos” (como tantos intelectuales de
hoy en día).
Todos
estos “maestros” dejan librado a Pinocho a su propio sufrimiento, incapaces de
hacerle compañía en sus momentos de oscura confusión. Ninguno de ellos le
enseña a reflexionar sobre sus circunstancias, ninguno lo incentiva a
descubrir lo que significa su deseo de “convertirse en niño”. Como si citasen
manuales escolares, sin estimular lecturas personales, estas figuras
pedagógicas sólo están interesadas en la fachada académica de la instrucción,
en la cual la adjudicación de los roles “maestro vs. estudiantes” debería
supuestamente bastar para que el “aprendizaje” ocurra. Como maestros, estos
personajes son inservibles porque se creen obligados a rendir cuentas
únicamente ante la sociedad, no ante el alumno. A pesar de todos estas
coacciones (diversión, burlas, abandono), Pinocho consigue montar los dos
primeros peldaños de la escalera de su aprendizaje social: aprende el alfabeto
y aprende a leer la superficie de un texto. Ahí se detiene. Los libros se
vuelven lugares neutros en los que puede ejercitar el código aprendido, a fin
de extraer a la postre una moral convencional. La escuela lo ha formado, sí,
pero
sólo
para leer propaganda.
La
vida como texto
Porque Pinocho no ha aprendido a penetrar en un libro y a explorar sus límites en ocasiones inalcanzables, nunca sabrá que sus propias aventuras poseen raíces literarias. Su vida (pero esto él lo ignora) es en realidad una combinación de historias antiguas y mitos ancestrales en las cuales algún día (cuando aprenda a leer de verdad) reconocerá acaso su biografía. Esto es válido para todo lector.
Las
aventuras de Pinocho son el eco de una multitud de voces literarias de
Occidente. El libro trata sobre un padre en busca de un hijo y un hijo en
busca de un padre (una trama secundaria de la Odisea que Joyce luego
descubriría); sobre la busca de uno mismo, como ocurre en la metamorfosis
física del héroe del Asno de Oro de Apuleyo, y en la metamorfosis
psicológica de Segismundo en La vida es sueño; habla de sacrificio y de
redención, tal como en los relatos sobre Nuestra Señora y en las
historias de Ariosto; de arquetípicos ritos de pasaje, como en las fábulas
de Perrault (que Collodi tradujo); trata sobre viajes a lo desconocido, como
en Dante o en las crónicas de los exploradores del siglo XVI. Como Pinocho no
ve en los libros una fuente de revelación, los libros no le revelan su propia
experiencia. Nabokov, enseñándoles a sus alumnos a leer a Kafka, señaló que el
insecto en el cual se transforma Gregor Samsa es, de hecho, un escarabajo
alado, un insecto que posee alas bajo el caparazón de su espalda, y que si
Gregor hubiese sabido esto, habría logrado escapar. Y Nabokov agrega luego:
“Algunos Gregorios, algunos Pedros y Juanas, no saben que tienen alas y que
pueden volar” .
Todo
cuanto puede hacer Pinocho, luego de haber aprendido a leer, es repetir como
un loro lo que dice el manual escolar. Pinocho asimila las palabras escritas
pero no las digiere: no se adueña auténticamente de los libros porque, incluso
al final de sus aventuras, aún es incapaz de aplicar los libros a su
experiencia personal y al mundo. Aprender el alfabeto lo conduce, en el último
capítulo, a adquirir una identidad humana y a mirar el muñeco que antes fue
con divertida satisfacción. Sin embargo, en un libro que Collodi nunca
escribió, Pinocho debe todavía confrontarse a la sociedad con un lenguaje
imaginativo, un lenguaje que los libros podrían haberle enseñado en base a la
memoria, la asociación, la intuición, la imitación. Más allá de la última
página, Pinocho finalmente está listo para aprender a leer.
Las
palabras y las cosas
La
experiencia de lectura superficial de Pinocho es la antítesis perfecta de la
de otro héroe vagabundo, o más bien heroína. En el mundo de Alicia, el
lenguaje es restaurado en su más esencial y rica ambigüedad y cualquier
palabra (según Humpty Dumpty) puede ser llevada a decir lo que el hablante
desea que ésta diga. Por más que Alicia rechaza una teoría tan arbitraria
(“Pero ‘gloria’ no significa ‘una buena argumentación’”, dice), esta libre
epistemología rige en el País de las Maravillas. Si en el mundo de Pinocho el
significado de un cuento impreso carece de ambigüedad, en el mundo de Alicia
el significado de “Jabberwocky”, por ejemplo, depende de la voluntad de su
lector. (Quizá sea útil recordar que Collodi escribía en una época en que el
idioma italiano estaba siendo por primera vez asentado oficialmente a partir
de numerosos dialectos, mientras que el inglés de Lewis Carroll estaba
“asentado” desde hacía mucho tiempo y por ende podía ser cuestionado con
relativa seguridad).
Cuando
hablo de “aprender a leer”, me refiero a algo que yace entre estos dos estilos
o filosofías. El método de Pinocho responde a las estructuras del
escolasticismo que, hasta el siglo XVI, constituían el método oficial de
aprendizaje en Europa. En el aula escolástica, el alumno debía leer tal como
lo dictaba la tradición, de acuerdo con comentarios establecidos y aceptados.
El método de Humpty Dumpty es una hipérbole de las interpretaciones
humanistas, un punto de vista revolucionario según el cual cada lector debe
entablar con el texto su propio vínculo. Umberto Eco limitó esta libertad al
observar, muy útilmente, que “los límites de la interpretación coinciden con
los límites del sentido común”; a lo cual, desde luego, Humpty Dumpty podría
replicar que su sentido común no es el mismo que el sentido común de Eco. No
obstante, para la mayoría de los lectores, la noción de “sentido común”
comporta una cierta claridad común que debería ser suficiente. “Aprender a
leer” es, por lo tanto, adquirir los medios para apropiarse de un texto (como
lo hace Humpty Dumpty) y también para nutrirse de las apropiaciones de los
otros (como el maestro de Pinocho podría haber sugerido). En esta zona ambigua
entre la posesión y el reconocimiento, entre la identidad impuesta por los
demás y la identidad descubierta por uno mismo, yace el acto de leer.
La letra, con sangre entra
Pero en
el seno de cada sistema escolar existe una feroz paradoja. Una sociedad
necesita impartirles a sus ciudadanos el conocimiento de sus códigos, de modo
que estos ciudadanos puedan volverse participantes activos, pero el
conocimiento de dicho código, más allá de la mera habilidad para descifrar un
eslogan político, una publicidad o un manual de instrucciones básicas, también
permite que estos mismos ciudadanos critiquen su sociedad, revelen sus
defectos o intenten alguna clase de cambio. En el mismo sistema que hace
posible el funcionamiento de una sociedad reside el poder de subvertirla. De
manera que el maestro, la persona escogida por esa sociedad para transmitir a
los nuevos miembros los secretos de su vocabulario común, representa de hecho
un peligro, un Sócrates capaz de corromper a los jóvenes, alguien que debe por
un lado continuar a enseñar a pensar y que, por el otro, debe someterse a las
leyes de la sociedad que le confirió ese puesto de tutor, hasta el extremo de
la autodestrucción, como en el caso de Sócrates. Un maestro está siempre
atrapado en esta doble misión: la de enseñar para hacer que los estudiantes
piensen por sí mismos, pero la de enseñar de acuerdo con una estructura social
que pone un freno al pensamiento. La escuela, en el mundo de Pinocho (como en
el nuestro), no es un campo de entrenamiento para volverse un niño mejor y más
completo, sino un lugar de iniciación al mundo de los adultos, con sus
convenciones, sus exigencias burocráticas, sus acuerdos tácitos y su sistema
de castas. No existe tal cosa como una escuela para anarquistas y, sin
embargo, en cierto modo cada maestro debe enseñar el anarquismo, debe enseñar
a sus alumnos a impugnar reglas y regulaciones, a buscar explicaciones tras
todo dogma, a confrontar imposiciones, a no acatar órdenes; a rechazar
prejuicios, a reclamarle autoridad a quien está en el poder, a encontrar una
posición desde la cual emitir sus propias ideas, aun cuando éstas se opongan y
finalmente aniquilen al propio maestro.
En
ciertas sociedades en las cuales la labor intelectual posee un prestigio en sí
misma, así como en varias sociedades indígenas en todas partes del mundo, el
maestro (anciano sabio, chamán, instructor, guardián de la memoria de la
tribu) cumple una tarea algo más fácil, ya que varias actividades en dichas
sociedades están subordinadas al acto intelectual. Pero en la mayoría de
nuestras sociedades, la labor intelectual no posee ninguna clase de prestigio.
El presupuesto acordado a la educación es lo primero que se corta, gran parte
de nuestros líderes apenas saben leer y escribir, se hacen grandes discursos
en torno a la noción de alfabetización y los libros son celebrados
oficialmente en ferias y aniversarios, y sin embargo en las escuelas y en las
universidades las ayudas financieras suelen destinarse sobre todo a la
adquisición de equipos electrónicos (intensamente promovidos por la industria)
antes que a la compra de libros, esgrimiéndose la justificación
intencionadamente falsa de que el soporte electrónico es más barato y duradero
que el papel y la tinta. Como consecuencia de esto, nuestras bibliotecas
escolares y universitarias pierden más y más terreno.
Para
vender esta tecnología, nuestra sociedad proclama dos atributos principales:
su velocidad y su inmediatez. “Más rápido que el pensamiento”, reza la
publicidad de cierto ordenador portátil, un eslogan que la escuela de Pinocho
habría suscrito sin duda. La oposición es válida, ya que el acto de pensar
precisa tiempo y profundidad, las dos cualidades esenciales en el acto de
leer.
Enseñar
es un proceso lento y difícil, dos adjetivos que en nuestra época se han
vuelto sinónimo de defecto más que instrumentos de alabanza. Hoy parece casi
imposible convencer a la gente de los méritos de la lentitud y del esfuerzo
deliberado. Así y todo, Pinocho aprenderá tan sólo si no está apurado en
aprender, y se convertirá en una persona íntegra sólo mediante el esfuerzo que
requiere un lento aprendizaje. Ya sea en la era de Collodi y sus manuales
escolares, ya sea en nuestra era de informática accesible a todos y casi
infinita, resulta bastante fácil ser superficialmente instruido, poder seguir
una telenovela, entender un chiste, una publicidad, leer un eslogan político.
Pero para avanzar y profundizar, para tener el valor de enfrentar nuestros
temores, nuestras dudas y nuestros secretos, para plantearse la relación entre
los mecanismos de la sociedad, los nuestros y los del mundo, para ello debemos
aprender a leer de otras formas diferentes, formas que nos enseñen a pensar.
Pinocho puede convertirse en niño al término de sus aventuras, pero en
definitiva sigue pensando como un muñeco.
Pedagogía del oprimido
Casi
todo lo que nos rodea en nuestras sociedades nos incita a no pensar, a
contentarnos con lugares comunes, con el lenguaje dogmático que divide al
mundo en términos de blanco o negro, bueno o malo, ellos o nosotros. El grito
de las cruzadas es el grito de Bush y sus secuaces para justificar sus guerras
ilegales. Este es el lenguaje del extremismo, que brota en estos días,
recordándonos que no ha desaparecido. A la dificultad de reflexionar sobre las
paradojas y las preguntas abiertas, las contracciones y el orden caótico de
nuestro tiempo, respondemos con el grito antiguo de Catón, el Censor, en el
Senado Romano, “Cartago delenda est!” (Cartago debe der destruida); es decir:
la otra civilización no debe ser tolerada, el diálogo debe ser evitado, el
dominio debe imponerse mediante la exclusión o el aniquilamiento. Éste es el
grito de Putin en Chechenia, de las fuerzas aliadas en Afganistán e Irak, de
Sharon en Palestina. Estos son los argumentos de Haider en Austria, Gadafi en
Libia, Le Pen en Francia, Castro en Cuba, Berlusconi en Italia. Se trata de un
lenguaje que pretende comunicar pero que, bajo diversos disfraces, tan sólo
intimida; de un lenguaje que no espera otra respuesta que no sea silencio y
obediencia. “Sé bueno y sensible”, le dice el Hada Azul a Pinocho, “y serás
feliz” . Muchos eslóganes políticos pueden reducirse a este necio consejo.
Trascender este estrecho vocabulario de lo que la sociedad considera como
“bueno y sensible” hacia uno más vasto, más rico y, sobre todo, más ambiguo,
es algo aterrador, porque este otro campo semántico no tiene fronteras y
equivale exactamente a pensar, a emocionarse, a intuir. Este vocabulario
infinito está abierto y disponible si nos tomamos el tiempo y si hacemos el
esfuerzo de explorarlo; y a lo largo de muchos siglos ha ido forjando palabras
a partir de la experiencia, con el objeto de devolvernos en palabras la imagen
de esa experiencia, de permitirnos entender el mundo y entendernos a nosotros
mismos. Este vocabulario es más grande y duradero que la biblioteca de
Pinocho, hecha de dulces y de golosinas, porque la incluye (metafóricamente) y
porque, en concreto, conduce a ella, al permitirnos imaginar cómo podríamos
cambiar una sociedad en la que Pinocho se muere de hambre, es agredido y
explotado, es privado de su estatus de niño, es forzado a ser obediente y a
ser feliz en su obediencia.
Imaginar
consiste en disolver barreras, en ignorar fronteras, en subvertir la visión
del mundo que nos ha sido impuesta. Aunque Collodi no le puede conceder a su
muñeco este estado final de autodescubrimiento, llegó a intuir, creo yo, las
posibilidades de sus dones imaginativos. Y aun cuando afirmó la importancia
del pan sobre las palabras, sabía que cada crisis de la sociedad es, en
definitiva, una crisis de la imaginación.