Mi amigo Javier

Registro en la distancia, muy lejos de la batalla de los adioses, la muerte anunciada de Javier. Ha tenido la oportunidad mi amigo Javier, desafortunada y afortunada a la vez, de una despedida larga, pausada y consciente, en la que ha derrochado afecto y optimismo. Ni dos meses han querido los inexistentes dioses separar su desaparición de la de otro enorme amigo, el Bosco, a quien él se sentía tan cercano.

Conocí a un Javier joven, agradable y obstinado en el curso 78-79 como mi profesor de Literatura, en la Universidad Laboral de Sevilla, un sitio plagado de esqueletos temprano y tardofranquistas donde los aristus eran gratas excepciones. Desde aquellas clases no hemos separado nuestras personas y no creo que este accidente biológico al que asistimos lo vaya a conseguir. Desde entonces, él y yo hemos biengastado y malgastado millones de palabras y, a veces, discutido amargamente: no de otra manera se hace indeleble la amistad.

Javier me dijo alguna vez que en aquella época de la Universidad Laboral no había sido un profesor extraordinario, seguramente ensimismado en sus revoluciones. Pero para mí —y no dudo de que para muchos otros compañeros—, fue un profesor acertadamente peculiar que nos enseñó lo que entonces no se enseñaba: que la base de la Literatura estaba en la lectura individual que hacíamos cada uno de nosotros de las obras y no en la insulsa megateoría que se nos hacía memorizar. ¡Ay, que va a ser que Javier nos enseñó a pensar por nosotros mismos! Y cambió el orden del temario para comenzar por el siglo XIX, porque, si no, nunca llegábamos al XX. Y me prestó mi primer Cuaderno de Pedagogía para que hiciera un trabajo sobre la Institución Libre de Enseñanza. Y me derramó en su casa un café sobre mi examen de Machado, porque Carlitos, en sus idas y venidas, le dio un testarazo (sic) a la mesa en la que corregía. Y me puso el apelativo más cariñoso que nunca he recibido… Debía yo de ser, con dieciséis añitos, alumno díscolo y de ácidas preguntas; en una ocasión que levanté mi manita para preguntar, Javier me miró y espetó sin torcer el bigote “¿Qué quiere ahora el enano de la mala leche”? Hemos reído tanto a lo largo de los años con esa anécdota, tan lejana a la pedagogía del esparadrapo.

El autor de este texto junto a Javier Aristu en 1981.

Mi amigo Javier siempre fue muy generoso con todos y especialmente conmigo. En el otoño del 80 le solicité mi ingreso en el PCE. Él lo retrasó todo lo posible hasta que un día me dejó en la biblioteca de Teodosio para trabajar un tema de documentación sobre reforma agraria. Era una tarde de esas que rápidamente encapota la noche y todos se fueron. Me quedé allí encerrado. Javier, al oírlo, entre carcajadas interpretó la anécdota como una terrible y aviesa maldición. Y cuando empecé a dar clases en el Colegio Aljarafe, me lo tropecé bajo Daoiz y al ver cómo llevaba mis libros en un macutillo militar, me invitó por reyes a su casa, donde me regaló una cartera fina, iniciándose en ese momento una tradición de comida/cena de reyes que llega justo hasta ayer.

Mi amigo Javier siempre ha sido un tipo agradable e interesante: tengo anécdotas para aburrir. Pero mi vida está llena no solo de sus anécdotas sino de él mismo. Hoy ocupo el aula contigua a la que él regentó durante nueve años en Bruselas y me doy perfecta cuenta de que él me ocupa a mí. Llevo un mes hablándole cada día en una distancia infinita. Es el privilegio, ya lo dije no hace mucho, de quienes se van quedándose, de quienes se quedan en nuestras médulas al partir. Son unas conversaciones a las que ya no puedo ni quiero renunciar. Javier, amigo mío, seguimos hablando.

Javier Aristu Mondragón falleció en Sevilla durante la madrugada del 19 de Septiembre de 2021.

Pedro Ángel JIMÉNEZ MANZORRO.
Profesor de Latín, Filosofía
y Lengua Castellana y Literatura. Ha traducido textos de teatro clásico latino. En la actualidad es profesor en la Escuela Europea de Bruselas y socio de Redes.

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