Escuela pública y democracia: Balance y perspectivas

(Conferencia dictada por Isabel Álvarez Álvarez el 11-2-2002 en el Alcázar de Sevilla dentro de un ciclo de conferencias organizado por el Ayuntamiento de Sevilla)

 

         Hablar de escuela pública y democracia suele traducirse casi siempre en una invitación a repensar el pasado, bucear en el presente y caer, al fin, en la tentación de comprometer en cierto modo el futuro. Yo quisiera evitar esta última tentación de proyectar o adivinar un futuro por otra parte incierto. Centraré mi análisis en las contradicciones  y fracturas que el presente nos muestra desde la perspectiva de una democracia reciente y una escuela pública con corta trayectoria histórica.

 

         Para ello repensar, aunque sea muy brevemente, los grandes hitos del reciente pasado de la escuela pública, nos ampliará la perspectiva para valorar logros y describir mejor sus problemas.

 

         El largo camino hacia la democratización de la convivencia española, con tantos años de retraso respecto a Europa, irá seguido de un lento proceso de democratización del sistema educativo que aún hoy presenta como veremos retos sin respuesta.

 

         El poeta Quintana, inspirado en Condorcet, redacta el primer plan de reforma radical de la enseñanza que somete a la Junta de Instrucción Pública de las Cortes de Cádiz –1813-. Es la primera vez que se propugna una enseñanza pública gratuita, libre, igual, universal y en lengua castellana y no en latín. Habrían de pasar 25 años más para que la enseñanza primaria fuera declarada por primera vez obligatoria en 1837. Veinte años más tarde la Ley Moyano –1857- consagra el marco institucional –los tres niveles de primaria, media, superior- que, en lo esencial, sigue teniendo vigencia. Declaraba la obligatoriedad de seis a nueve años pero no su gratuidad, salvo para los pobres de solemnidad. A los casi 150 años de declararse dicha enseñanza obligatoria aún existían en nuestro país sectores muy importantes de niños sin escuela. En 1970 el déficit de puestos escolares oscilaba entre 400.000, según datos oficiales, ó 900.000, según estudios posteriores (A. De Miguel).

 

         El paréntesis de la Segunda República dio un impulso que es necesario destacar. De 1931 a 1934 se crearon 16.500 puestos escolares, se elevo el status de los maestros, tanto a nivel económico como a nivel de formación y se le asigna el papel de desarrollar el espíritu cívico, republicano, y democrático.

 

         La postguerra, durante bastantes años, supuso un claro retroceso, orientando ideológicamente el contenido de la enseñanza, desarrollando niveles de escolarización muy bajos, basta decir que en 1947 la mitad de los niños no estaban matriculados. La enseñanza media, clasista y elitista, estaba vinculada a colegios religiosos y la formación profesional era casi nula. En realidad, hasta 1970 con la Ley Villar la política educativa consistió en parchear los problemas existentes. Incluso a pesar de las intenciones de los planes de desarrollo a favor de la enseñanza pública se acentuaron las privatizaciones de los centros de la iglesia, y se reprimió contundentemente la contestación universitaria.

 

         La Ley Villar, asumiendo criterios de la UNESCO, instaura el orden tecnocrático y el progresivo dominio de los expertos en la organización de la enseñanza, pero sufriría ataques desde dos frentes claramente diferenciados: el inmovilista y el progresista (no quiero decir, ni identificar con derecha/izquierda). Su viabilidad en el contexto político estaba amenazada, pero el gran fracaso fue el económico. Como tantas leyes quedó frustrada por ausencia de mecanismos de financiación. A pesar de ello, esta ley, antesala de la L.O.G.S.E. aporto algunas luces a la oscura etapa anterior. Manuel Fraga diría por aquel entonces: “El ideal social básico es la igualdad de oportunidades”. Estamos aún lejos de ella de modo perfecto quizá no la alcancemos nunca, pero la idea se ha convertido en un baremo básico para medir la legitimidad del sistema social.

 

         De todas formas la contribución básica de la reforma del sistema de enseñanza al proceso de institucionalización de los códigos de la clase dominante, la burguesía, consistiría en la introducción, siquiera a nivel semántico, de los principios de igualdad de oportunidades y de selección en función de la aptitudes escolares. Estos principios sumados a los de participación, desarrollo y nivel de vida, racionalización, planificación, democratización, formaron la base de nociones en la que descansa la legitimación y consagración del orden social vigente.

 

         En un plano más concreto, estas cuestiones vinieron a generar y alimentar el activismo burocrático y administrativo, el cual tiene como principal efecto el de estirar el tiempo y aplazar la tregua, hacer que, pese a todo, las estructuras políticas y en cierto modo las sociales, sigan permaneciendo, es decir, durando.

 

         Conviene que nos fijemos ahora en algunos hechos que podríamos considerar como alternativas predemocráticas:

 

         Desde 1975 se producen manifestaciones públicas de cuantos se asocian para proponer cambios en el sistema educativo. En enero de este año se aprobaría la famosa alternativa pública del Colegio de Doctores y Licenciados de Madrid que contiene una propuesta de democratización y modernización de la enseñanza que pronto comparten el Seminario de Pedagogía de Valencia y la Institución Rosa Sensat de Cataluña, Escuelas de Verano y  Colectivos de Pedagogía Popular, entre otros movimientos. Los temas educativos comienzan a estar en todos los foros, plataformas y Juntas democráticas de la época. Con estos sectores más comprometidos compartieron esperanzas los grupos más progresistas de U.C.D. Pero los afanes que representaban hicieron bascular sus propósitos hacia los otros sectores que en mayor medida también representaban. Sólo los pactos de La Moncloa en 1977 significarían una expansión de la oferta pública de escolaridad. Pero aún así la planificación de la escolaridad primaria, que tiene un siglo en Europa, está en España en sus primeros balbuceos. Los Ministerios de Educación de la U.C.D. tenían un Departamento de Planificación, pero no creyeron en él. Asumieron con mejor talante los principios establecidos en la Ley de Centros Docentes que el ministerio de Otero Novas hizo aprobar por un parlamento que presenció una de las mayores polémicas de la historia.

 

         Los principios de la Ley de Centros son de todos conocidos, pero merece la pena recordarlos porque sus consecuencias están hoy presentes. Partiendo del derecho de los padres a la libre elección de centros y del principio de libertad de la creación de éstos, se ratificó la funcionalidad del presupuesto público a la iniciativa privada mediante la subvenciones y se disolvió así la operación de planificar la enseñanza pública que quedaría como una opción subsidiaria que presentaba como deficiencia evidente la inexistencia de una escuela pública cercana al hogar, lo cual vino a exigir una red de transportes escolares que, si en el ámbito urbano fue problemático, en el rural fue a veces trágico.

 

         Las leyes legitiman siempre sus propuestas y a ésta, cuyos efectos aún colean, no le faltaron argumentos. Acaso el de efectos más persistentes y dramáticos, fue instalar, en aras de la tecnocracia y los expertos, la industria de la conciencia, que es tanto como decir parafernalia del consumo escolar e imposición de la cultura envasada del libro de texto. La tecnocracia sustituyó por otra parte, con eficacia probada, la capacidad de pensamiento de los profesores y menguó claramente su iniciativa para abordar los procesos de reconstrucción del conocimiento y el saber.

 

         Los electores del 82 sacaron sus consecuencias. El “cambio”, frente a la decepción, funcionó con la fuerza suficiente como para extender un gran cheque en blanco. La primera exigencia era proporcionar a las familias españolas una plaza de Educación General Básica digna, gratuita y cerca de casa. La segunda abordaba el problema apuntado al final de la E.G.B. con la clara división del alumnado hacia un bachillerato elitista y una formación profesional que circulaba por el camino del empleo peor remunerado y condensaba altas cotas de fracaso escolar. Se imponía pues eliminar el filtro para una acusada clasificación laboral y social que la sociedad industrial había diseñado. La tercera exigencia se dirigía a rehabilitar la enseñanza superior y plantear con urgencia una adecuada inversión investigadora que se cifraba en límites paupérrimos.

 

         Bien es verdad que el cambio que debía modernizar y democratizar el sistema educativo arrancaba de planteamientos centralistas, tecnoburocratizados, y donde la razón de Estado era una mezcla de buenos deseos, intereses confesionales, económicos y corporativos. El cambio tenía como reto pues, y sobre todo de cara a la escuela pública, la descentralización, la participación y la autonomía. Alguien decía entonces que bastaría que la E.G.B. fuera un asunto municipal como en tantos países europeos para que se produjera una alineación de intereses bien diferente.

 

         Una nueva ley, la L.O.G.S.E., precedida de la L.O.D.E., y seguida de la L.O.P.E.G.C.E. asume y concreta el reto del cambio.

 

         Nunca una ley suscitó tantas expectativas, y nunca una ley legitimó con tanta firmeza en su discurso ideológico los ideales de Justicia Social, reparto de bienes culturales, escolaridad obligatoria hasta los 16 años, igualdad de oportunidades, integración, calidad de educación, participación, democracia. Y la escuela pública aparecía en este contexto como el plato fuerte de la nueva oferta educativa.

 

         Han pasado 15 años, y la educación y, en particular la escuela pública, vuelve a centrar la polémica de la vida pública, del ámbito profesional y sobre todo de la vida política. No es fácil hacer balance de la situación, pero voy a intentar seleccionar para el análisis algunos aspectos de la vida educativa, de la escuela, aquellos que a mi juicio conforman las quiebras más profundas del deseado desarrollo democrático de la escuela.

 

         En primer lugar vamos a ver cómo y de qué manera se han concretado los dos grandes mitos de la escuela: la igualdad formal de acceso a la enseñanza, es decir, la igualdad de oportunidades y el fracaso escolar, a medio camino entre la cultura de la excelencia y los mecanismos de solidaridad social.

 

         En segundo lugar plantearemos la forma en que se están cumpliendo las condiciones para el desarrollo democrático dentro de las escuelas, y por último veremos los devastadores efectos de una fuerte burocratización que han conformado una doble moral como enfermedad del sistema.

 

         Me parece un acierto la posición de Bernstein y Bourdieu que tan rigurosamente han estudiado los procesos de igualdad / desigualdad en la escuela, cuando se refieren a la “igualdad” como el gran discurso mitológico antes que ideológico, porque en verdad la desigualdad y sus consecuencias se encontrarán en todas las escuelas, independientemente de la ideología, de los partidos políticos y de organización de la sociedad, aunque también es cierto que en cada contexto se legitima de forma diferente. En los tiempos que corren y para evitar armas arrojadizas, este posicionamiento es clave.

 

         Nadie cuestiona que la L.O.G.S.E., en consonancia con los procesos de desarrollo socio-económico, acomete una oferta educativa sin precedentes. Escolarización plena, obligatoria y gratuita, de los 6 a los 16 años, una educación infantil no obligatoria, pero con una oferta que acoge a la totalidad de alumnos de 4 y 5 años y a un 50% aproximadamente de los de 3 años. Una formación profesional aun insuficiente, pero con una oferta de especialización y diversificación acorde con el mercado laboral y tejido industrial, y, desde ya, y en palabras del consejero que inauguró estas jornadas, comprometida con la excelencia. Un bachillerato que en sus modalidades y diferentes itinerarios apuesta por una preparación especializada.

 

         La oferta educativa ha eliminado prácticamente en la educación obligatoria la penosa red de transportes escolares. Esta ampliación y aproximación de la oferta ha despertado nuevas expectativas en la ciudadanía, y, asegurado el puesto escolar, se apunta hacia la calidad del servicio como un necesario reparto equitativo de un bien social, máxime, cuando se percibe que la “democratización” de la enseñanza, en el sentido de acceso a la misma, sigue siendo selectiva en los niveles no obligatorios, en decir en los estudios con mas valor en el mercado de trabajo. Los cortes, o el desagüe en la pirámide educativa se sitúan ahora en niveles más altos, por lo cual podemos decir que se está produciendo una traslación hacia arriba de las desigualdades escolares, que es algo muy distinto de su eliminación.

 

         Y en justamente ante los problemas de desigualdad donde la escuela pública se cuestiona:

 

         Un 30% de alumnos fracasan en la educación secundaria obligatoria – otro tanto ocurrirá en el bachillerato – y ello después de una educación primaria en la que la promoción automática como respuesta a la escuela-criba no ha mejorado las competencias y habilidades de los escolares, razón por la que la E.S.O. se enfrenta a una diversidad que, si en sí misma pudiera ser un bien deseado, se ha convertido en un problema en cuyo análisis abundan las contradicciones y en cuya solución faltan recursos y respuestas.

 

         La escuela ofrece igualdad en el reclutamiento, pero genera luego, o desde el mismo momento de entrada, básicas y fundamentales desigualdades en el alumnado.

 

         En torno a este hecho, evidente y cierto, se han alineado dos discursos como la más relevante antinomia de nuestros días: el discurso de la excelencia y el de la llamada solidaridad, que no debemos confundir con justicia social o justicia educativa. Ambos discursos quieren legitimar, desde ópticas diferentes claro está, la contradicción intrínseca al sistema educativo subsidiario de un orden social recorrido por la desigualdad y la injusticia. Vamos a analizarlos.

 

         El discurso de la excelencia, de la competencia, del mérito, sitúa en el corazón de la escuela la verificación del logro que se explica con criterios que legitiman las diferencias, tales como capacidad, aptitud, vocación, esfuerzo… En esta perspectiva, la evaluación, el control, el examen, condensa y simboliza el sistema de relaciones entre la escuela y la estructura social. Marx, Weber, Bourdieu, Establet, Lerena, Enguita, y tantos otros, son ya clásicos en el análisis del papel de la evaluación o del examen como operación de control técnico que encubre una operación de control social y que se ratifica al fin en un registro, un certificado, una sanción formalizada del sistema de enseñanza y en un pasaporte para el mundo laboral.

 

         El segundo discurso, el de la igualdad, no competencia, solidaridad ha intentando sustituir el examen por la llamada evaluación continua y promoción continua. Fácilmente defendible si la consideramos desde el punto de vista del diagnóstico, pero que no lo es tanto si se equipara al examen en su función de control porque en definitiva, la evaluación continua ha generado el llamado control continuo, mecanismo que cumple el mismo papel que el examen aunque los resultados se solapen en la promoción continua y en un discurso legitimador diferente. El resultado, desde la referencia a la pretendida igualdad arroja cifras de fracasos en la E.S.O. que nos sitúan en los más altos de Europa. Es decir, la escuela sigue produciendo desigualdad aunque el paraguas que la legitima sea diferente.

 

         ¿Seremos tan superficiales como para creer que el “examen” es la causa que explica el fracaso? o ¿seremos tan neodarwinistas como para afirmar que la falta de esfuerzo explica la falta de logros al margen de la elemental consideración del origen social de alumnado? Al margen también de la consideración en ambas posiciones, de que las condiciones, la organización, en que se instala al profesorado y al alumnado tiene algo que ver con los resultados.

 

         Voy a contarles un relato de Bernstein, cuya lucidez para explicar el origen de ambos discursos nos va a dar luz sobre la actual polémica.

 

         En toda escuela, se articulan dos prácticas muy diferentes. Una de ellas va dirigida a desarrollar competencias compartidas, otra se dirige a favorecer un rendimiento especializado con acreditación. Veamos cómo operan estas prácticas.

 

         En sociedades analfabetas con división del trabajo simple la transmisión cultural de habilidades, destrezas, creencias, formas de ser o estar en la realidad, se realiza a través de “rituales de iniciación”. Estos rituales son a su vez su modo de evaluación. Pues bien, no se ha conocido ningún contexto en el que alguien haya fracasado en su ceremonia de iniciación o paso a la vida adulta, es decir, en su “reválida”. No hay fracaso en ese aprendizaje de competencias compartidas y no quiere decir esto que no haya diferencias, sino que el medio o forma de transmisión cultural no las produce.

 

         En oposición fundamental a estas prácticas se configuran otras dirigidas a generar rendimientos especializados. La primera se opone a la graduación o clasificación, la segunda opción la exige para que cada uno pueda desplegar al máximo sus posibilidades y competir. Y este propósito va a exigir sucesivos controles. Esta esencial contradicción nos acompaña hoy de forma acusada y profunda porque las competencias compartidas dan inicio a una división del trabajo simple; sin embargo, los rendimientos especializados se basan en una división del trabajo compleja. En términos sociológicos, podríamos decir que una división simple del trabajo se corresponde con una solidaridad mecánica y que la división compleja del trabajo se corresponde con una solidaridad orgánica, es decir, solidaridad con los fines de la organización. Edgar Morín ahondaría en el análisis con esta pregunta: ¿Es entonces, la desigualdad, intrínseca a la complejidad? Y esta pregunta es absolutamente relevante.

 

         Hay un ejemplo en la historia reciente que ofrece una clara respuesta: en China, durante la revolución cultural, hubo una tendencia, sobre todo en la enseñanza superior, a la desclasificación para integrar educación y producción, para integrar las relaciones entre intelectuales y trabajadores. Mientras más se desclasifiquen los sistemas, pensaron, mas quedarán las personas sujetas a una solidaridad mecánica mucho más fuerte, aun cuando se tornen menos especializadas. La tendencia de la revolución cultural fue crear una nueva conciencia ideológica. Pero este propósito tuvo un costo y fue que produjo una división del trabajo simple, y claro, con una división del trabajo simple no se podía tener una bomba nuclear, no se podía producir tecnología, de modo que pronto surgió una fuerte oposición que impulsó y transformó el sistema educativo en la dirección de una división del trabajo compleja. Es decir, un sistema educativo fuertemente clasificado, con rendimientos especializados y contrastados y Bernstein, llegado a este punto, se pregunta: ¿será acaso cierto, que el sistema de igualdad que todos buscamos solo puede construirse si nos desplazamos hacia atrás? Pero no podemos movernos hacia atrás y esta es la contradicción esencial que, arropada con uno u otro discurso, reclama en definitiva la aceptación de la desigualdad sobre la base nunca demostrada pero siempre invocada de la igualdad de partida.

 

         Así las cosas y toda vez que la división simple del trabajo no puede constituirse en la base necesaria del desarrollo tecnológico y de un nivel de consumo diferenciado la opción de la complejidad en la división del trabajo generara inevitablemente especialización, diferenciación y desigualdad. Hoy, en todos los países y sistemas educativos hay una enorme preocupación por la eficiencia y la evaluación y esta preocupación contribuirá mucho más a colocar a las escuelas dentro de la economía de mercado y de su base ideológica que a promover, como veremos más adelante, una educación democrática, que sería una opción necesaria para compensar, mitigar, o armonizar la inevitable especialización con la construcción de solidaridades horizontales mecánicas o compartidas. Este análisis nos sitúa de lleno en la escuela por dentro.

 

         ¿Qué ha hecho la L.O.G.S.E. al respecto? ¿De qué forma se están cumpliendo las condiciones para una educación democrática? Aportamos algunos datos.

 

         Para saber si una educación es democrática bastará con probar si más allá del reconocimiento semántico y legislativo del término favorece que todos los alumnos reciban y gocen de al menos dos derechos, o, si por el contrario, existe una distribución desigual de los mismos. El primer derecho es el crecimiento o desarrollo personal, que no es simplemente el derecho a ser más, desde el punto de vista intelectual, social o afectivo, sino el derecho a adquirir los medios de comprensión crítica y a abrirse a nuevas posibilidades. Significa no quedar excluido del poder del discurso ni del discurso del poder. El poder de leer, de procesar información, de descubrir el currículum oculto de tantos mensajes, el poder de un pensamiento complejo estaría en la base de este derecho.

 

         El segundo derecho es el de la participación. Una participación efectiva a nivel de prácticas, es decir, el derecho a participar en los procedimientos mediante los cuales se construye, mantiene y transforma el orden, participación en las reconstrucción del conocimiento y en el análisis de los procesos vividos. ¿Cómo cumple, o mejor, cómo cumple parcialmente o no cumple la escuela, las condiciones que garantizan estos derechos?

 

         La ideología de una escuela se proyecta en una jerarquía de valores, expectativas que funcionan como un gran espejo. En él unos se sienten reflejados, reconocen el decorado y se identifican con él. Otros se sienten extraños. No reconocen ni el contexto (orden, disciplina, sumisión, valor del pensamiento abstracto) ni el discurso que se convierte en voces extrañas para ellos (códigos restringidos / códigos elaborados).

 

         Los recursos que la escuela posee: imágenes, valores, conocimientos,.. se comienzan a distribuir así desigualmente. Los que están próximos a ella pueden acceder a más recursos. Los que están más alejados culturalmente dispondrán de menos recursos porque no pueden acceder a ellos. Pero la escuela dispone además de una organización burocrática poderosa y no inocente. El ritmo o tiempo pedagógico, los horarios rígidos, los espacios conclusos, van a colaborar eficazmente en propiciar desigualdades. Un ejemplo: El curriculum necesita para ser desarrollado de dos espacios o ámbitos de trabajo - la casa y la escuela - y ambos se necesitan más a medida que los alumnos crecen y suben en el sistema. "Los deberes" se convierten en un objeto de control por parte de las familias, a quien se les asigna el segundo lugar en la adquisición de aprendizaje. La ausencia de condiciones en mucho hogares impide este respaldo pedagógico oficial, y así cuando no hay este segundo sitio de adquisición de conocimiento, el fracaso se transforma generalmente en la expectativa más probable.

 

         El fraccionamiento del horario impondrá un ritmo intenso que privilegia el tiempo para las explicaciones del profesor y regula las intervenciones del alumno cuya modalidad de comunicación es esencialmente narrativa y dialogada en las clases marginales o desfavorecidas. Se alejará del código dominante que, tanto en la forma como en el fondo, es más elaborado y más analítico. Cambiar el ritmo y hacerlo más lento para hacer posible el entendimiento y la comunicación exigiría un tiempo móvil y flexible que tendría un costo más elevado y exigiría además un cambio en la formación del profesorado y una organización no impuesta y en ningún caso al servicio de aquellos que de antemano están dispuestos al esfuerzo, no por ser mas trabajadores o mas listos, sino por simple coherencia entre los valores familiares o escolares. Vemos así cómo las oportunidades para saber, valorar, aprender, reconstruir están asimétricamente distribuidas en la escuela. De ahí que los derechos y privilegios imperantes en la sociedad se reproduzcan en su interior implacablemente quedando seriamente comprometida, si no la democracia formal, si la educación democrática. Por otra parte, aunque en el discurso pedagógico aparece el canto a la participación, la cooperación, el trabajo en equipo, el alumno, en la práctica real, forma parte de un mundo impersonal y burocrático en el que las posibilidades de crecimiento y participación serán menores para los más desfavorecidos.

 

         La tercera y última referencia se dirige a plantear, a grandes rasgos, los efectos devastadores de la burocracia en nuestra actual escuela, contribuyendo eficazmente a mantener las contradicciones expuestas, a reforzar los conceptos ideológicos alienantes y a justificar las prácticas improductivas y poco satisfactorias. Este es, por otra parte, el asunto que preocupa hoy, a quienes formulan, con la más decidida agudeza los problemas de nuestra sociedad. El problema burocrático es el gran problema político de nuestro nuevo siglo, un problema no resuelto que ampara tanta desigualdad.

 

         Los rasgos esenciales del funcionamiento burocrático a considerar serian los siguientes:

-                     El burocratismo como un problema de poder, una disfunción que genera no solo la enfermedad de la gestión sino la propiedad de la organización de acuerdo con las normas políticas del poder.

-                     La burocracia genera un universo impersonal, desmotivado. La racionalización del funcionamiento y la estricta delimitación de las funciones, definidas y distribuidas de manera fija e impersonal, sin mas significación que estar al servicio de la organización que los ha previsto, va a reproducir una alienación de las personas en las funciones y de las funciones en el aparato, como diría Max Weber.

-                     La decisión burocrática es oscura y nunca transparente, de ahí el anonimato de las tomas de decisión, del poder de las oficinas, siempre resulta difícil saber dónde, cuándo y cómo se toman las decisiones. Es el universo burocrático descrito por Kafka, donde la comunicación sólo circula en una única dirección. La comunicación descendiente del "alto castillo" a "la aldea", pero en la dirección inversa los mensajes se pierden, a nadie interesan y la palabra de la sociedad o del grupo no se oye.

-                     La burocracia política y educativa se articula en una creencia básica: en la cumbre se sitúan los que poseen el poder, los técnicos, expertos, en la base los que están en la ignorancia, y si no se participa en las decisiones es porque se carece de madurez política, que sólo se puede adquirir mediante la iniciación burocrática. Los técnicos directivos no admiten que el saber o la habilidad puedan venir de “abajo”, sería contrario a las normas, a la jerarquización del poder y del saber. La enseñanza en la escuela, en la universidad, se apoya en este orden burocrático. Por eso la crítica a la escuela pasará siempre por una crítica a la burocracia.

-                     La organización deja de ser un medio para convertirse en un fin en si misma de ahí el apego de los burócratas a la organización, a sus estructuras, a sus ritos, que se traducirán en un rechazo y en una resistencia al cambio como consecuencia del desplazamiento de los fines. Este orden burocrático va a exigir en última instancia el desarrollo de la vigilancia, los dispositivos de control, de reglamentación exhaustiva de supervisión y de inspección, cuya misión primera será garantizar en la realidad la reproducción de la norma burocrática. Por último, la burocracia genera no ya ponerse al servicio de los fines, sino al servicio de la organización para servirse de ella. El tema recurrente de la lealtad al poder y no a los fines que justifican ese poder es la expresión más clara de este problema.

 

La voluntad burocrática es en definitiva una entidad inmovilizada, coagulada. Su voluntad radica, como decía Weber, en perseverar “en su ser” y esto supone, negar la vida, la participación y el desarrollo personal. Las consecuencias del fenómeno burocrático en la educación pueden explicar algunos de sus problemas.

 

La ceguera de fines sería su primera consecuencia. Esperamos que la administración defina los fines, o la industria de la conciencia a través de los libros de texto… o lo que es peor, ni siquiera esperamos; simplemente hacemos “sin cuestionarnos” la finalidad de nuestras prácticas, sean individuales, grupales o institucionales. Nos inclinamos a pensar y actuar instrumental y técnicamente dentro de la trama burocrática sin combatirla de modo crítico ni actuar positivamente para transformarla. La burocracia se encargará, por otra parte, de contener los conflictos sobre fines y valores para reducirlos a problemas técnicos. Es apremiante recuperar la dignidad de decidir el para qué de nuestras acciones, rehabilitar el diálogo y el pensamiento, devolver la voz y la palabra a quienes están a pie de obra.

 

El segundo efecto perverso es la perpetuación de conceptos ideológicos alienantes. La ideología es el medio por el cual una sociedad reproduce la relaciones sociales, culturales y económicas que la sostienen. La ideología se mantiene a través de procesos definidos de trabajo, comunicación y toma de decisiones. Los conceptos ideológicos alienantes se traducen en patrones institucionalizados de las prácticas que las dogmatizan e impiden comunicaciones más racionales, decisiones más justas y vidas más satisfactorias. He aquí algunos ejemplos de estos conceptos alienantes que “explican” nuestra realidad y nos eximen de tomar decisiones:

-                     El alumno no aprende porque no tiene interés y no se esfuerza.

-                     Es importante una selección rigurosa para que no fracase en el curso siguiente.

-                     En clases de más una hora el alumno se aburre, se cansa, no aguanta.

-                     Etc. Etc…

 

Así las prácticas, sin que medie proceso de decisión ni toma de decisiones, se petrifican y se vuelven rutinarias, a corto plazo esto se traduce en desánimo, insatisfacción, desmotivación, envejecimiento, vidas sin proyectos. Pero además la ausencia de ideas, los saberes petrificados y nunca cuestionados incapacitan para el diálogo y la ausencia de un aparato conceptual rico impide entender, describir, interpretar nuestra realidad y otras realidades. La dependencia de la lógica social impide el protagonismo, la originalidad, el desarrollo personal. El pesimismo y la desprofesionalización están servidos, La burocracia garantiza la falta de responsabilidad de cada profesor en el producto final. Concebida la educación como una fabricación en serie, el profesor sólo tiene supuesta responsabilidad en el tornillo que aprieta, desconociendo unos lo que hacen otros, generándose una falta de responsabilidad en el producto final. Un desinterés por la educación como proceso, es decir, por la finalidad de la educación, dirigiendo el esfuerzo a dar respuesta “satisfactoria” a la Administración, que es por otra parte causa de nuestras desventuras y objeto de nuestras criticas. En definitiva, es, tal vez, la ausencia de criterio autónomo, lo que mejor evidencia la desprofesionalización propiciada por el sistema. Se sustituye la opinión, la razón, el argumento, la decisión, por el ideal del burócrata “yo hago lo que me dicen, yo cumplo lo que dice la administración", al margen de las necesidades de los alumnos que nos obligarían más de una vez a no cumplir o al menor a discutir lo que se nos dice. De esta manera, se ha instalado en la institución la doble moral, lo que se dice en los papeles, es decir, las respuestas a la Administración, tienen poco que ver con lo que pasa en la realidad cotidiana.

 

Nos queda una única consecuencia de la burocracia también evidente: la burocracia rechaza la complejidad, se instala en una superficialidad manifiesta y se aleja de perspectivas sociales, culturales y científicas. Educamos para la sociedad y la cultura al margen de la sociedad y la cultura, esta es otra flagrante contradicción, de dramáticas consecuencias. La ceguera de fines, la ausencia de debates, la falta de interés por el conocimiento y la comprensión de los procesos sociales y culturales vuelven obsoletos los procesos educativos. A ello han contribuido, de forma también eficaz, los miopes y demagógicos planes de formación vinculados a la plusvalía –sexenios- y no al saber, que nunca fue valorado, propiciado, y desde luego nunca fue evaluado. Ejemplar contradicción que se ha traducido en el desinterés y en una ausencia de respuesta a los intereses y necesidades de los individuos y los grupos.

 

La burocracia es, en verdad, el gran problema político de nuestro siglo y resulta difícil decir qué será de nuestro provenir. Pero esta es una incertidumbre que, aunque fundamental, no debe impedirnos en modo alguno actuar. La confianza en la necesidad y posibilidad de actuar, de tomar decisiones, se basa, en palabras de Postman, en la fe en que la escuela sobrevivirá porque aún está por inventar un medio mejor para abrir a los jóvenes el mundo del aprendizaje, en la fe acerca de la escuela pública que sobrevivirá porque aún esta por inventar un medio mejor para repensar la res pública. La fe y la confianza se basan en que la infancia sobrevivirá, sobrevivirá a pesar de todo, porque sin ella perderíamos la noción de lo que es ser adultos, pero nuestra escuela jamas llegará a Ítaca, donde están, como decía el poeta, los tesoros de la Igualdad, el Saber, la Belleza y la Verdad, pero en la travesía hacia ella tenemos todos el deber de denunciar las desviaciones de rumbo, de ser conscientes de las contradicciones en las que estamos instalados, para que el resentimiento no se una jamás a la desigualdad. Tenemos en definitiva el compromiso de hacer más habitable, transparente y justo el metro cuadrado que pisamos.