JORNADAS SOBRE CIUDADANÍA

        

 LA FORMACIÓN DE LA CIUDADANÍA COSMOPOLITA

 

Antonio Hermosa Andújar

Universidad de Sevilla

 

RESUMEN :

 

Entre las consecuencias aportadas por esta época de grandes cambios que actualmente vivimos, y que asociamos al fenómeno de la globalización, se cuentan la transformación del mundo en un solo mundo y las grandes migraciones que hoy afectan a los países desarrollados. Y entre las consecuencias de dichas migraciones se cuentan la conversión del ciudadano en cosmopolita dentro de su propio país y el hecho de que, por primera vez desde su proclamación, los derechos humanos pueden desarrollar el espíritu y la lógica que los anima, extendiéndose así desde el Ciudadano al Hombre. Todo ello redunda en que, también por vez primera, sea pensable la formación de una ciudadanía cosmopolita, por difuminados que aún parezcan sus contornos. Tomarse en serio el ejercicio de los derechos humanos será entonces el más productivo ejercicio pedagógico a la hora de dar forma a esas nuevas realidades que entre todos estamos alumbrando; se trata al mismo tiempo de una necesidad cuya práctica volverá más creíble la obtención de los grandes fines de la humanidad: la democracia, la libertad y la paz.

 

  

 

            Traer hijos al mundo, contribuir así a que se perpetúe, no es de suyo un compromiso con aquél, pero educarlos sí lo es. Los hijos de la indigencia, a los que sólo la tragedia saca a la luz pública, son con frecuencia una semilla de esperanza sembrada por la necesidad, y de manera simultánea -en cuanto se alumbran muchos confiando en que algunos sobrevivan para continuar con ellos la cadena de la vida- materia para la renovación del sacrificio que la necesidad misma, deidad tan terrible como el dios de Pascal, permanentemente reclama. Lo que se da en este caso es una suerte de compromiso unilateral con la específica supervivencia familiar pero con beneficios indirectos para el mundo, el cual en la suya también incluye ésta. Incluso cuando tras un nacimiento hay una libre voluntad compartida de registrar con él un idilio amoroso, a la que determinado bienestar material aporta la perspectiva razonable de integrar a su tiempo a la nueva existencia en el mundo, lo que así obtiene éste es nada más (y nada menos) que otra garantía de perpetuidad. Se cumple pues el pacto por la vida con el que esta misma sella cada nueva existencia. Pero la educación es algo más.

            También los hijos de la ira lo son en parte de la misma madre, pues si bien no necesariamente son indigentes, pueden serlo y, cuando menos, fácilmente son pobres; a pesar de que se valgan de la violencia en su obrar, de que actúen colectiva, racional y planificadamente, y de que hayan identificado en su ira a un enemigo tan preciso como abstracto, el sistema –rasgos ésos que les diferencian netamente de sus hermanos de sangre indigentes-, comparten con éstos una vida sin horizonte, su reducción a materia, a aquí y ahora, a mera supervivencia. Es decir: comparten un contexto en el que la sociedad, abortando toda perspectiva de mejora y aun de cambio para sus sujetos, parece haberse convertido en naturaleza. La violencia de su acción, el ejercicio a veces autolesivo, masoquista, por así decir, de la misma expresa entonces algo más que una voluntad violenta tras ella, pues ha devenido trasunto del paso de la pobreza y de la cultura por la política cuando ésta ha hecho de ellas un mero convidado de piedra. Vale decir, cuando el Estado renuncia a sus deberes para con la cohesión social.

            Si el mundo se reproduce merced a los nacimientos, es en la educación donde halla el mejor instrumento al servicio de su renovación. Es verdad que siendo cada ser humano único, diferente a los demás, la llegada de oleadas nuevas de individuos a la vida no sólo la rejuvenece, sino que en cierto sentido también la renueva; pero lo limitado del alcance de esta renovación, por así decir fisiológica, salta de inmediato a la vista, pues si lo nuevo sin más renovara, entonces no habría mundo, o mejor, habría tantos mundos como individuos. Por otra parte, es también verdad que el poder renovador de la educación sólo se da allí donde su semilla cae en suelo fértil, lo cual significa que debe estar localizado más allá de los dogmas y de las tradiciones, esa especie de fisiología cultural donde se fosiliza el tiempo, el juicio se metamorfosea en prejuicio, la novedad pierde todo valor, y gracias a la cual una comunidad no conoce como destino para su futuro sino una de las formas posibles de su pasado. Lejos de ser cierto el aserto paulino de que la verdad os hará libres, la esencia coactiva de toda verdad (de naturaleza metafísica o religiosa, no de las verdades de hecho), y de las liturgias y tradiciones en las que se propaga y recrea, al impedir el debate público, la construcción de verdades nuevas que le acompañan y las transformaciones materiales en las que puede abocar, extienden la parálisis cerebral de que adolecen por la totalidad del cuerpo social. Una educación comisaria de un dogma no sería sino un episodio más de la historia sagrada de la entera comunidad, a la que se encomendaría lacrar toda posible evolución contraria a los preceptos que en dicho dogma se estereotipan, es decir, abortar el poder renovador inmanente a la existencia humana desde el momento mismo en que tiene lugar su primera socialización.

            La primera víctima de semejante ritualidad es la finalidad de la educación, pues se acaba de abolir su singular privilegio: su capacidad de renovar el status quo. Ahora, una vez más, los hijos de los trabajadores de la comunidad platónica volverán a ser como sus padres, volverán a ser lo que ellos, pues la capacidad de perfeccionar sus talentos y habilidades, de desarrollar la especificidad de cada sujeto, propia de la educación ha quedado amputada en dicha comunidad quién sabe si para siempre. Y con ella, naturalmente, sus efectos, como la movilidad social que alteraría su ordenación y la posible presencia de nuevos sujetos en el ámbito público, de nuevo reservado para los funcionarios del dogma. Tal cuadro, si refleja la reducción de la sociedad a naturaleza al transformar lo personal y social en hereditario, no hace entonces sino reflejar el buen trabajo totalitario con el que la Verdad fija la sociedad a su imagen y semejanza.

            Por el contrario, la labor de la educación en las sociedades abiertas siempre produce beneficios; incluso en tiempos tan críticos como los actuales, cuando la ignorancia, el miedo y ciertos reflejos atávicos impiden a la conciencia registrar como frutos nuevos de la libertad ciertos fenómenos producidos en su despliegue por el ámbito privado una vez sacudido el público –como la emancipación de la mujer y la consiguiente igualdad de géneros en determinadas sociedades-, y los suma alegremente a la larga lista en la que detalla la denominada crisis civilizatoria actual; o cuando -por no acudir a los renovados capítulos de “malestar de la cultura” o a los históricos del hambre, la pobreza, la sobrepoblación, etc.- la locura fundamentalista religiosa, o la no menos nociva locura productivista, pugnan de consuno por devolver al planeta lo antes posible al reino de los fósiles; incluso ahora, decimos, cuando la educación somatiza en sus propios centros la crisis social, y hasta añade elementos de su propia cosecha, como los producidos al adoptar como valores de uso ciertas teorías pedagógicas irracionales; incluso ahora, en suma, cuando su ser es poco más que un pálido reflejo de lo que debe ser, y numerosos educandos llegan al mundo democrático con la mente obturada por la ignorancia y el porvenir mecido por la desesperación, éste mundo sigue recibiendo savia nueva que lo desanquilosa y muchos de aquellos educandos se han sacudido el yugo con el que el ambiente familiar o la posición económica uncía sus respectivos horizontes a la cadena de la repetición de experiencias ajenas e indeseadas.

 

            La educación, por tanto, sigue constituyendo un valor primario e insustituible de nuestras sociedades, un factor siempre clave para su renovación. Ésta, con todo, no depende sólo de la novedad asociada al nacimiento, sino también del renacimiento que el individuo experimenta en su etapa adulta –sobre todo en las sociedades abiertas, donde los cambios son endógenos, sistémicos, por así decir, y están más asociados a la voluntad que a la violencia, más propia de las sociedades cerradas: o del sustrato de vida inerte encerrado en toda sociedad abierta-; eso ocurre no sólo porque el cambio es una propiedad ontológicamente asociada a la voluntad en los seres humanos, en el ámbito personal como en el social, sino porque al perfeccionamiento de talentos y habilidades llevado a cabo por la educación, que pone al educando en la condición de saber elegir, la sociedad aporta para muchos de ellos la posibilidad de hacerlo. Sólo que, en esta situación, el primer gran cambio afecta a los individuos mismos, que no son ya los educandos de antes, sino los actuales ciudadanos, cuya peculiar fisonomía no se reconoce sin más en la de aquéllos.

            Intentemos explicarnos. Aparentemente, el ciudadano actual deriva del educando de antes. Dado que en nuestras actuales sociedades tanto el uno como el otro tienen fecha concreta, respectivamente, de inicio y de fin; es decir, dado que en el joven adulto de 18 años coinciden el recién titulado ciudadano con el recién graduado de los centros de enseñanza escolar o de formación profesional, difícilmente cabría hallar prueba más palpable de la identidad de ambos. Y, en efecto, el ciudadano, en este sentido, deriva del educando. Ahora bien, ¿deriva sin más de él, es su continuación directa, excepción hecha del cambio de ámbito?

            El pacto con el que la educación enlaza a la casi recién llegada criatura con el mundo al que llega, y que le preexiste, determina las obligaciones de cada una de las partes entre sí; a saber: mediante la educación, el mundo procede a socializar a la criatura, esto es, a convertir su yo absoluto en un yo relativo, por decirlo con Rousseau; y, al tiempo, a formar una forma informe ilustrándola con las gestas de su memoria y de su presente –sus éxitos y fracasos, sus sueños y pesadillas, sus alegrías y sufrimientos, etc.-, conformando de esta manera un sujeto artificial que es en sí un crisol de historia, en grado de asumir la responsabilidad de dar entrada en su persona, y de reconfigurar con su acción, ese desigual diálogo de presente y pasado al que llamamos vida. Todo ello a cambio de la promesa, no siempre mantenida, de que el nuevo sujeto proceda a la regeneración de su viejo mentor, esto es, de contribuir mediante la reflexión crítica sobre su biografía a que renueve los destellos de luz que por siempre le iluminaron y abandone en lo posible el reino de sombras por el que siempre deambuló.

            Ahora bien, a partir de este punto en el que se observa a sujetos ya socializados y con cierta perfección en sus habilidades y talentos, el futuro sigue abierto, y sólo individuos roussonianos deducen de ahí un único curso de acción, cosa que no sucede con los individuos reales. La andadura del ciudadano, por lo tanto, lejos de hallarse determinada por lo que fue su pasado de escolar, presenta ante sí un escenario por así decir totalmente virgen, en el que, a no ser que se vea compelido por la necesidad, sólo su razón y su voluntad irán delineando los caminos que su acción trazará. Podría incluso, paradójicamente, empezar negando la promesa contenida en el pacto educativo y renunciar al mundo, o mejor, a su ámbito público, sin siquiera haber entrado en él. Sería en cualquier caso una decisión legítima, que puede hasta hacerle rico, y con la que, en cualquier caso, no estará solo: allí se encontrará con los ciudadanos de Constant, con los cuales estará en condiciones de hacer, sin duda, pingües negocios; individuos que casi doscientos años antes que él, guiados por un instinto liberal peculiar, emprendieron el mismo y privado viaje, si bien en condiciones diferentes: con sus recién ganados derechos individuales se sabían portadores de un escudo que les protegía de toda intromisión arbitraria en sus vidas de los agentes del poder público; hoy, decimos, los hallaría algo cambiados, menos distinguidos, pues la universalización del concepto de soberanía en el interior de los Estados democráticos la hace coincidir en la práctica con los nacionales de cada país, y la ciudadanía, lejos de ser el derecho que realizaba los derechos, es decir, una fuente de privilegios frente a quienes no la poseían y un locus de poder frente a quienes detentaban el monopolio legítimo de la violencia, no es sino un atributo fisiológico más del ser social nacido en cualquier país, atribuyendo a todos los mismos derechos y deberes reconocidos por las respectivas legislaciones.

            Con todo, ciudadano, al menos en la tradición occidental, es algo más que eso, y aunque su apropiación jurídica lo empañe con su neutralidad y su asimilación con el nacional, sin embargo no le ha hecho perder todo su brillo, o lo que es igual, todo su poder. Ya en la Antigüedad presocráticos y sofistas lo asociaron, como Pericles en su inmortal discurso, a la democracia, esto es, al régimen que permitía a los habitantes de una comunidad decidir en común su destino; por su parte, Aristóteles lo definió sin más por su participación en los órganos –colegiados- de deliberación y control: asambleas, consejos y tribunales: las instancias desde las que, formalmente, los habitantes de la comunidad decidían en común su destino. ¿Y qué decir de Roma? Allí era el tesoro más preciado por sus habitantes, aunque sujetos optimo iure fueran sólo los ciudadanos libres (como, en el ámbito familiar, sólo el pater familias era sui iuris), y pronto se convertiría en el tesoro más preciado por propios y extraños: la ciudadanía era el oro con el que Roma, que ya había incorporado a su panteón a los dioses de los pueblos vencidos que iban integrando su imperio, acabó recompensando la ayuda de individuos pertenecientes a dichos pueblos, por lo que el bien con el que manifestaba su gratitud se convirtió a su vez en el factor principal de su perdurabilidad.

Así pues, la ciudadanía fue desde su inicio un concepto normativo, y esa condición ya no la perdería jamás: ni tras su resurrección en las neópolis republicanas del Renacimiento luego de un periodo de debilitamiento o desaparición en amplios espacios de la Edad Media, ni tras su remodelación en la gran república americana, ni tras su transformación liberal o incluso tras su peculiar vivencia en la América hispana, tanto colonial como independiente. Ni, por supuesto, en su ambigua configuración actual. Ya no se recuerda cuando se la mira que, originariamente, representó en el ámbito práctico idéntico papel al del pensamiento en el teórico, es decir, la aceptación por la humanidad del testigo que le otorgara la naturaleza para racionalizar el mundo y adueñarse de él, empezando por su propio destino: una recuperación de la propia voluntad en los ámbitos concernientes a sus propios asuntos que trajo como primera consecuencia la expulsión de los dioses de dicho ámbito y su inclusión en el torbellino de las fuerzas de la irracionalidad. Pero, hoy como ayer, la ciudadanía, en cuanto derecho del ciudadano, corona a un sujeto racional y libre, con poder para decidir sobre su vida, que es un valor a proteger por el Estado, es decir, un límite que respetar en su actividad, y el testigo de que la sociedad en la que vive se ordena democráticamente: el orden, tan lleno de vicisitudes, de la libertad política.

¿Cómo se formará ese ciudadano? Puesto que la voluntad le otorga la capacidad natural de no dejarse maniatar por el pasado, y la libertad la artificial capacidad de hacer o de no hacer, de él dependerá qué opciones tomar. En esta larga etapa definitiva de su vida, en la que ya ha perfeccionado talentos y habilidades que aún podrá ulteriormente perfeccionar y hasta extender, le es factible tanto desentenderse del posible uso público de los mismos, según dijimos, como militar permanentemente en dicho ámbito. Mas entre ser el típico idiotes griego y ser libre únicamente en el ámbito público, como denunciaba Constant –exageradamente- de la polis helena, el ciudadano que quiere serlo en el sentido fuerte del término, y cumplir en cuanto tal la promesa contenida en la educación, dispone de varias alternativas y de claras, aunque complejas, opciones. Si el ciudadano lo es de alguno de los Estados democráticos actuales gozará de una ciudadanía concebida como una “forma de integración social basada en compartir derechos semejantes, y no en la pertenencia a determinados grupos vinculados por lazos de sangre, de tradición cultural o de jerarquía hereditaria” (Savater, p. 132); es decir, de una ciudadanía cuyos titulares, cierto, se hallan hasta cierto punto amalgamados por determinados vínculos históricos -ciertas tradiciones, la lengua, el territorio, la religión, la raza, la etnia o la cultura-, que son más o menos comunes a todos y existían ya antes de acceder cada uno a la ciudadanía, y que pueden engendrar en ellos múltiples sentimientos de pertenencia; lo cual, empero, no será óbice para que la igualdad común se mantenga y cada sujeto reclame y goce los mismos derechos que los demás.

Por si el ciudadano duda de la conexión entre la amplitud del reclamo de igualdad y la legitimidad del mismo; por si otros reclamos en sentido contrario, a cargo de individuos unidos en subgrupos, ofuscan con sus brumas su convicción de que todo ciudadano comparte derechos y obligaciones con sus homólogos, más allá del color de su raza, de su etnia de pertenencia, de la religión que profese, de la lengua que hable o de la historia que agrupó todo eso en una cultura; por si “el ruido y la furia” de quienes desean elevar las diferencias a categoría (con su legado de consecuencias ocultas que acto seguido se sacarán de la manga) perturban su transparente confianza en las reglas comunes, en las que tales diferencias se encuadran y que permiten su manifestarse pero sin discriminación; o por si, par a sus adversarios, aún no ha descubierto que la riqueza y la pluralidad ínsitas naturalmente en la existencia humana tienen su artificial contrapeso en la igualdad de los hombres que la ética y el derecho universalistas, los basados en la identidad constitutiva de la naturaleza humana, sancionan con fuerza pareja a la instintiva del sentido común; por si todo ello ocurre, decimos, el ciudadano dispone de varias instancias donde formarse, siendo quizá la principal, desde un punto de vista teórico, la de las propias tablas de derechos, que desde la Carta Magna han ido salpicando la historia, y que las diversas constituciones de los Estados democráticos en términos generales han ido ratificando o incorporando a su articulado. En ambas, Tablas y Constituciones, el sujeto podrá escuchar la propia voz de los derechos de los que es titular, en cuanto ser humano aún más que por su condición de ciudadano –el status personae o personalidad de la tradición jurídica-, que definen su dignidad, señalan los caminos por los que le cabe desplegarse y aprestan los recursos para realizarla.

Antes de proseguir el proceso de formación recién iniciado conviene detenerse aquí unos instantes. Al traspasar el umbral de los derechos humanos entramos en un terreno movedizo, en el que las diversas tipologías avisan de jerarquías y aun tensión entre los mismos, tanto como su continuo aumento avisa de las dificultades y aun del peligro de inaplicación. Pero los problemas incluso empiezan antes, pues caídos en manos de juristas su significado se formalizaba y su ámbito se restringía; poco se había hecho para comprobar su efectividad real, constatar su incidencia en la igualdad, valorar su presencia en los conflictos económicos, sociales y políticos hasta que Thomas H. Marshall publicara su conocido trabajo acerca de la ciudadanía y las clases sociales a mediados del pasado siglo, instilando en la esfera jurídica de los derechos su dimensión sociológica (un trabajo al que la novedad ha añadido una cuota de merecimientos que quizá por sus ideas no habría conseguido acumular).

Por lo demás, en el propio ámbito primario de los derechos, las cosas no han estado nunca lo que se dice en calma. Es cierto que, bien mirado, ya la propia Déclaration des Droits de l’Homme et du Citoyen, al asignar los derechos de libertad al Homme y los derechos políticos al ciudadano, había sabido diferenciar y resolver, en el ámbito de la titularidad de los derechos, un problema, el de la asignación de unos y otros, que Marshall, sintetizándolos todos en la ciudadanía, no haría después sino embrollar, con las regresivas consecuencias políticas implicadas en esa idea. Pero ello no significa tampoco que ni siquiera la propia cuestión de la titularidad haya quedado resuelta, como tampoco el de la estructura de los propios derechos fundamentales, con los efectos deslegitimadores que desde el doble ámbito, el formal y el sustancial respectivamente, producen en el sistema político. Así, quién es titular de qué, la igualdad de los derechos en sí mismos, la identidad de los mismos, que lleva incluso a poner en jaque considerar los derechos sociales, económicos y culturales como derechos a igual título que los políticos o los civiles (ese batiburrillo que incluye en un mismo saco los derechos de libertad, los de autonomía privada y el de propiedad, justo por lo que tienen de común: el no ser políticos: Napoleón dixit). Si a eso añadimos que hay derechos que tienen validez permanente, mientras otros son circunstanciales, etc., se comprenderá fácilmente que no se pise tierra firme al entrar en tan ancho mundo.

Y todo esto, nótese, aun permaneciendo en el interior del propio ámbito de los derechos. Imaginemos, pues, lo que ocurriría si añadiéramos a las cuestiones anteriores la compleja problemática de la incidencia que la investigación genética tiene sobre determinados centros neurálgicos de los derechos mismos, empezando por la identidad de su titular, la persona; pero que, sin duda, va mucho más allá, pues cuando menos afecta también a la igualdad de oportunidades, elemento sustancial de la justicia; a la noción de humanidad común, supuesto tanto del sistema de los derechos como del entero ámbito de la justicia; a esas dos propiedades esenciales de lo humano que son la excelencia y la diferencia, y a una de las manifestaciones esenciales de la libertad, la facultad de elegir, al punto de haber suscitado ya una nueva demanda enriquecedora del patrimonio de los propios derechos: la del “derecho a un futuro abierto” formulada por Joel Feinberg (citado por Martha C. Nussbaum, p. 7).

Todo ello, es cierto, introduce cierta ambigüedad y confusión en la esfera de los derechos, aunque la peor parte, en realidad, toca a los profesionales teóricos y prácticos que tienen que ver con ellos: juristas, filósofos del derecho, y otros. El ciudadano, recuperando aquí el hilo abandonado de su formación, que al saberse ya identificado con el nacional, según se dijo, se sabe persona titular de todos -la discriminación, sin embargo, seguirá operando, pero entre otros sujetos, como se verá después-, en su continuo deambular por dicha esfera extrae de ella ideas relativamente claras (aunque tantas de ellas, en los hechos, queden en el mero desideratum de siempre), como por ejemplo: que es un sujeto libre y con poder, un valor absoluto al que le cabe trazar una suerte de circunferencia en derredor suyo que ni los demás, ni tampoco el Estado, deben traspasar, delimitando así un espacio interior, íntimo incluso, para su uso exclusivo, es decir, compartido con quién él quiera; que la sociedad en su conjunto ofrece a su libertad un campo inmenso de acción; que ésta depende primordialmente de su voluntad; que cuando ésta se halla desprovista de los recursos que necesita, la propia sociedad, en la forma de derechos económicos, sociales y culturales, intenta proveérselos; que convive con otros sujetos libres y con poder, como él, en grado así mismo de trazar en derredor suyo un perímetro análogo al suyo, absolutos por tanto como él: lo que, sin más, le vuelve un absoluto relativo, es decir, aprende que además de derechos posee obligaciones: y que los comparte con los demás ciudadanos: ha aprendido, en suma, la igualdad; (una igualdad que, en el caso de ser ciudadano de la Unión Europea y hubiera entrado en vigor la, por el momento, fenecida Constitución, habría visto protegida su existencia contra la batería de agentes discriminatorios de toda índole que la sociedad o la misma naturaleza emplazan contra ella: el sexo, la raza, el color, el origen étnico o social, las características genéticas, la lengua, la religión, las creencias y convicciones, las opiniones políticas, la pertenencia a una minoría nacional, el patrimonio, el nacimiento, la discapacidad, la edad y la orientación sexual. Esa panoplia de garantías protegería la igualdad de los ciudadanos de un doble modo: por un lado, nadie dejaría de ser igual a los demás por ninguno de esos motivos, es decir, por ser blanco en un país de negros o al revés, etc., ya que dichas diferencias naturales o sociales no se reproducirían automáticamente en el interior del sistema social como diferencias jurídicas; por otro, nadie incurso en una o más de tales características podría reclamar, en base a las mismas, que sean reconocidos como factores de discriminación positiva, es decir, que se rompa la igualdad general en su favor: equivaldría a sancionar privilegios en el mundo del derecho, a aristocratizar grupos o individuos donde se proclamara la igualdad); que el vivir juntos requiere leyes comunes, que el poseer derechos obliga al Estado a no querer ciertas cosas, a sí querer otras y, básico, a querer de determinada manera; etc., etc.

La imagen que devuelve al individuo su mirada en el espejo de la ciudadanía basada en derechos es la de un sujeto que activa en su conducta el antiguo principio republicano del autogobierno personal, viviendo entre otros sujetos iguales a él en un ámbito en el que los poderes públicos se esfuerzan por poner a disposición de los necesitados los medios para desarrollar sus potencialidades, es decir, por crear las condiciones de igualdad, y que dispone además de un santuario inviolable de privacidad. Libertad, igualdad y solidaridad, la tríada capitolina de la Revolución de 1789 conveniente e institucionalmente actualizadas para mejor difundir la promesa ilustrada a la sociedad, completada por el espacio íntimo reservado por el sujeto al despliegue de su racionalidad, su sensibilidad, sus pasiones y su corazón. La imagen es desde luego idílica, y sólo aproximativa a la realidad en el mejor de los casos, así como fuente de fatalismo, de frustración y hasta de cinismo a causa de su evanescencia en no pocos. Quizá sea ésa, decimos, la principal lección aprendida por el individuo luego de su incursión en el campo de los derechos.

Naturalmente, ni el escéptico, de profesión positivista, ni los apoderados de la desigualdad aprobarán tales enseñanzas. Aquél aducirá razonablemente que ni la validez, ni la amplitud, ni la eficacia, ni la naturaleza de los derechos humanos, como tampoco su finalidad o su aceptación, justifican su fundamento ni garantizan su verdad; negando la objetividad de todo valor, y reduciéndolos finalmente a mera cuestión de preferencias, cuando aplica su principio al campo de los derechos, o su conciencia rechaza en bloque la preceptiva y la obligatoriedad de los mismos, e intenta acomodar su conducta a su interés de acuerdo con las posibilidades del momento, o bien acepta a lo sumo los que están en vigor y justo porque ya lo están, como habría aceptado otros de haber sido otros los vigentes. Sin duda, no habrían carecido de fuerza sus argumentos con la que apuntalar determinadas ideas, pero su posición general quedaría bastante malparada. No es sólo su negativa a reconocer en los derechos humanos la serie de atributos más apropiada a la constitución humana general, perfectamente aplicables en todas las sociedades, por mucho que la bandada multiculturalista los registre como occidentales y los descalifique por etnocéntricos (salgámosle al paso con un solo ejemplo: quien esté mínimamente al tanto de la política de los países árabes islámicos, habrán constatado cómo, en la escena internacional, sus autoridades denuncian con razón la doble moral que con demasiada frecuencia aqueja la política de los países democráticos: denuncia basada en ciertos derechos humanos; también habrán constatado cómo inmigrantes o exiliados de algunos de esos países en otros democráticos los defienden para defenderse con ellos de las agresiones que padecen, tanto desde fuera de sus países de acogida como desde dentro: y ello pese a provenir de países de cultura totalitaria y de haber sido ya debidamente educados en ella; finalmente, también constatará cómo las aún débiles oposiciones internas de algunos países –en ocasiones hasta los propios islamistas, como en Marruecos- los enarbolan como bandera del cambio en países como Siria, Egipto y en la misma Arabia Saudí); no sólo eso, decimos.

Tampoco divisa entre sus méritos el ser el producto más acabado del poder creador del hombre, con los que establece las condiciones para la felicidad, la justicia y la paz, es decir, los fines que el individuo, la sociedad y las sociedades sueñan a su paso por el mundo; fines para los que dicho poder creador, el que antaño las religiones le usurparan para ponerlo en manos de su correspondiente dios, en su reflexión permanente sobre las necesidades de la existencia, no ceja de aportar más o menos periódicamente nuevos derechos (con ello, señalémoslo también, cada vez se dificulta más la aplicación del conjunto de los derechos, por lo que se segrega desconfianza hacia ellos, y una vez más tocará a las buenas intenciones empedrar los caminos del infierno: parece como si el poder fáustico del hombre se rebelara contra su dueño y le devolviera a cambio de su uso el mismo destino trágico que Thomas Mann señalara para Alemania en su célebre Doktor Faustus).

Y no sólo eso. En los hechos, una actitud y un pensamiento como el del escéptico en poco se diferenciará al final de los del nihilista. El todo vale, o el todo vale igual, es el envés del nada vale, y otorga carta de legitimidad a los más terroríficos monstruos que han humillado la historia, el nacional-socialismo y el gulag, variantes incluidas, como a otros de pelaje religioso: esos terroristas que mil veces han afirmado por activa y por pasiva que no cejarán en su misión civilizadora hasta que el islam se haya adueñado de toda la tierra, dejando tras sí mientras tanto una estela de muerte, odio y miedo que nos documenta hasta dónde llega la Verdad cuando tiene poder para imponerse. La democracia, por tanto, la mejor como la peor (en casos extremos, todas malas, en cuanto occidentales), es situada al mismo nivel que los regímenes y movimientos totalitarios que la declaran su enemigo natural, y equiparada normativamente a ellos. No queremos decir con eso que cualquiera de las democracias actuales no merezca críticas y requiera cambios radicales en su ordenación, que hayan satisfecho las expectativas de quienes se habían ilusionado con ellas o que no estén dando lugar a cierto hastío y cierta violencia que cada vez alcanza a un número mayor de sus habitantes. Basta con acercarse un poco a las llamas que queman Francia estos días para cerciorarse de ello: de que, en este caso, la asimilación republicana que presumía de hacer de cada extranjero un francés ha fracasado estrepitosamente, pues no ha conseguido no ya incluir, sino ni siquiera asimilar a los que son ya franceses de nacimiento, al expulsar la pobreza de color –la que se adorna de un cierto baño religioso sobre todo- fuera del contrato social.

Ahora bien, en el vicio, como en la virtud, hay grados, decía Racine, y la exigencia de las críticas no debe hacernos olvidar que incluso sus críticos más radicales pululan precisamente en las cátedras de los países democráticos, difunden sus ideas en medios democráticos y cobran sus salarios y hasta sus derechos de autor en territorio democrático: no precisamente en esos otros escenarios que valen, dicen, lo mismo que las democracias, en muchos de los cuales se habría acabado encendiendo hogueras: en las que no habrían ardido los libros que el cura y el barbero le quemaron a Don Quijote, pues ni siquiera hubieran llegado a publicarse, sino los autores mismos de haber aireado sus ideas. En el mejor de los casos habrían podido, como Heine, burlarse de la propia policía prusiana cuando en la frontera registraba sus maletas esperando encontrar libros que requisar, olvidándose de que las ideas que los producen están en la cabeza.

También los apoderados de la desigualdad habrían rechazado la lección, a título personal tanto como a título colectivo. Personalmente, aquéllos cuyas creencias en cualquiera de los mandamientos de la desigualdad, el cargo, la riqueza, el conocimiento, o el título que según Hobbes todos los comprende y resume, el poder, difícilmente se dejarán seducir por un discurso que reconoce el valor, mayor o menor, de todos esos ídolos mas sin reservar altar alguno para ellos en el templo de los derechos. La verdad que no termina de revelarse a estas entelequias de un pasado otrora dominante, como a esas otras que aún apuestan por la raza o el linaje como factor de suyo diferenciador, es la que taxativamente promulgara Aristóteles en su día, a saber, que no todas las diferencias personales o sociales, por mucha influencia que concedan a su titular en la sociedad, producen de por sí efectos jurídicos, pues en tal caso también habría que conceder privilegios al que más salmones pesque, más carreras gane o menos libros lea (aquí el título estaría sin dudar muy disputado, y mucho nos tememos que se habría de recurrir de nuevo al linaje –generaciones enteras de no lectores, ahí es nada- para conceder el premio: y aun así, nos seguimos temiendo, la competencia no dejaría de ser feroz), como antaño, al decir del propio estagirita, se concedieran en Etiopía a los más altos. Por lo demás, no es difícil prever la conclusión de carrera semejante: tras reivindicar cada diferencia su propia cuota de privilegios, y ante la evidente imposibilidad de satisfacer la demanda, a la anarquía subsiguiente le llegaría su peculiar napoleón, que le pondría fin: sólo los más poderosos impondrían su poder gracias a su fuerza, la ley de la sociedad sería la ley de la selva, el marco apropiado para que los leones repitiesen las palabras que Antístenes puso en su boca cuando las liebres le pidieron participar en su asamblea: “¿Dónde están vuestras garras y vuestros dientes?”.

A nivel colectivo los grupos desarrollan al respecto, en términos generales, dos tipos de estrategias, ajenas entre sí. Los hay que, no raramente por boca de terceros, defienden con uñas y dientes la singularidad de su cultura, rechazando no sólo todo modelo de cuño occidental, sino en lo posible (por cierto, siguiendo el modelo de Fichte para preservar su pura Alemania natal de contagios italianos: ¿quién le hubiera dicho a este docto alemán que sus prejuicios obrarían milagros incluso entre quienes ni saben de su existencia?: como se ve, los caminos del Señor son infinitos) hasta el contacto con sus corruptores; el corte esencialista de su argumentación termina por delimitar, lo quieran o no, la validez de sus valores con el perímetro de su comunidad, por confundir aleatoriamente norma y territorio, y por aislar la comunidad de la historia reduciéndola a naturaleza. Se trata de los grupos que rechazan por etnocéntricos tanto la ciudadanía basada en derechos como los propios derechos fundamentales, en esencia diferentes del tipo de integración que desde tiempo inmemorial ha constituido a la comunidad. En la tribu, naturalmente, la tradición, única para todo el grupo, es la que manda, vale decir, su intérprete o administrador, depositario del legado ancestral que se ha de perpetuar; por ello se niega todo reconocimiento al individuo separado del grupo y se castiga el comportamiento inspirado en normas distintas de las seguidas por aquél. Y por ello también, añadamos, su peor enemigo no está en el mundo exterior, sino dentro de él: es el que poseyendo de entrada todas las cualidades para pertenecer al grupo lo abandona voluntariamente siguiendo el instinto de su individualidad. Ese renegado, con el simple (aunque probablemente doloroso y difícil) acto heroico de irse desnuda toda la fantasmagórica falacia en la que el grupo se escudaba: devuelve la comunidad al tiempo presente, sumerge en la historia la pretendida eternidad anterior, transforma de golpe su naturalidad en otro artificio más –el reino del hombre, después de todo- y, en suma, provoca que sobre el espacio de la anterior cultura brille ahora un nido de telarañas. Con todo, no deben preocuparse demasiado sus miembros por esto: siempre se toparán con algún distinguido subcomandante que no dudará en exigir derechos inalienables para una cultura única que no reconoce diferencias en su interior y proscribe el ejercicio de los derechos individuales. El nuevo oráculo, sin duda, será luego escuchado, puede que felizmente desnaturalizado, y hasta idealizado como paladín de la nueva izquierda universal. Amén.

Otros grupos, en cambio, incluso de inspiración étnica a veces, sí reconocen y tutelan en su seno el ejercicio de los derechos humanos, aunque no raramente las suspicacias de rigor aporten su toque de nacionalitis que termina afeándoles el cutis. Muchos de estos grupos son subgrupos de otro mayor, del que a veces quieren separarse y constituir uno propio; reniegan de la igualdad general porque extiende su anonimato sobre lo que serían las señas de identidad propias del grupo y que ellos reinterpretan como derechos, o sea, poderes, específicos; en la general igualdad se pierde ese precioso Rh que, aunque la sangre siga siendo roja, ¡lástima!, traza barreras raciales a diestro y siniestro que les separan a divinis de los vecinos que les rodean, y en las que hallan una roca sólida en la que fundar sus devaneos de escisión; o bien se pierde esa singularidad histórica, esa peculiar nariz de Cleopatra, constituida por la lengua, la cultura, la historia, etc., que, como es sabido, tantos derechos da frente a los que sólo son unos meros ciudadanos de un país democrático que apuesta por la libertad y la igualdad para todos; peculiaridad que, caso de mantenerse con el grupo, legitima por sí sola la exigencia de reconocimiento de un cierto derecho propio como requisito para quedarse.

Señalemos que, en principio, poco cabe oponer a que un grupo numeroso, cimentado por numerosos vínculos comunes, decida separarse del que estaba porque así lo quiere una gran mayoría, sobre todo cuando hay señales manifiestas de que los derechos humanos seguirán reconocidos por la nueva legislación y que su constitución como nuevo Estado no debilita en extremo al todo anterior y no supone ningún peligro para la paz. No obstante, el ciudadano comprometido con la igualdad y con la paz haría bien en mantenerse en guardia ante tales demandas, a fin de no añadir nuevos elementos de desarticulación a sociedades tan complejas como las nuestras en tiempos tan difíciles como los que vivimos; hará bien en pegar su oído al discurso de la desigualdad y/o de la separación a fin de descubrir su intención midiendo la coherencia de las palabras entre sí o en su conexión con los hechos; así, cuando oye decir a un destacado miembro del partido dominante en el  gobierno vasco que en Euskadi el nuevo plan de autogobierno propuesto por el lehendakari será sometido a referéndum, en el que sólo participarán los vascos puros (ahora empieza ya a decir otras cosas tras su fracaso electoral); o a un independentista de Québec, tras el enésimo fracaso para su causa, que seguirán proponiendo referendos hasta que consigan su objetivo, pero que una vez conseguido ya no aceptarán referendos a contrario, es decir, los que propongan otros con el fin de reintegrarse en Canadá; o a un nacionalista catalán apelar a hechos históricos que en unos casos denigra y en otros magnifica, con el propósito de mitificar una historia propia; cuando oye eso, decimos, hará bien en militar contra dichas propuestas en nombre precisamente de los derechos humanos y de su igual extensión para todos. Nótese que la incoherencia observada en la lógica partidista revela de hecho una amenaza para los derechos: no, insistimos, porque descalifiquen los fines perseguidos –la separación y/o la permanencia privilegiada-, sino porque en sociedades tan complejas como las nuestras, en las que hay profusión de identidades diversas (todas ellas creadas, como dato común), son posibles las lealtades múltiples y cabe más de una pertenencia, hechos como falsificar la historia, denegar los derechos de ciudadanía por motivos étnicos o prohibir la posibilidad de alterar el status quo, no sólo es lo que inicialmente parece, a saber: una negación de la verdad de hecho y una reducción de la dignidad humana en determinados sujetos, sino la manifestación de la ilegitimidad de los medios puestos al servicio de los fines citados; una ilegitimidad que no sólo trasparece intelectualmente en forma de incoherencia lógica del discurso, sino que revela los genuinos fines ocultos contenidos en los planes de separación y/o de desigualdad: y, con ello, la naturaleza de la voluntad de poder que les acompañan. Como se ve, una virtualidad política de los derechos humanos es imponer en la práctica política el ejercicio del principio kantiano de publicidad, sin el cual está siempre más próxima la crisis de la república.

Una invitación al ciudadano a que se informe y posicione es un instarle a la acción; una democracia hecha es siempre una democracia por hacer, y en cualquier caso nunca una democracia consolidada; si incluso en Estados Unidos, es decir, el único país de la historia que vino al mundo en cuna democrática, ha visto cómo en las penúltimas elecciones presidenciales hubo pucherazo electoral para otorgar la victoria al candidato perdedor, ¿qué no será posible todavía, tanto allí como en las restantes democracias? De ahí que la escuela más determinante a la que debe asistir el ciudadano sea la de la acción: intervenir en el ámbito público a fin de evitar que se le despoje por completo de decidir sobre su ya fugitivo destino y el de los demás en común con ellos.

La regla de conducta del ciudadano activo, formulada en manera imperativa, podría rezar más o menos así: tómate como un deber el ejercicio de tus derechos; máxima que, al ser recíproca, conlleva el cumplimiento de las obligaciones. Los derechos abren numerosos espacios de iniciativa para la acción del sujeto, tanto en su vida social como en la más estrictamente política. Si los ejercita, eliminará de su conducta y reducirá en la de otros tanto su “desconocimiento” como su “menosprecio”, es decir, los dos factores que, según el Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948, “han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad”; si los ejercita, estará actuando contra la “tiranía y la opresión”, plantando cara al “miedo”, debilitando el poder de la “miseria”, fomentando las “relaciones amistosas” de individuos y pueblos (ibidem); etc. Que los ejercite está en su poder, es responsabilidad suya en gran medida, pues lo sepa o no, y si los ejercita lo sabe, tales derechos le pertenecen en cuanto ser humano, “derivan de la dignidad inherente a la persona humana” (Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, 1966), sin importar que sea hombre o mujer, pues toda discriminación de la mujer debe ser proscrita y la igualdad entre ambos sexos consagrada en todas las Constituciones (Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, 1979), y por ese motivo, por el mero hecho de ser persona, “tiene derecho a la libertad y seguridad personales” (Pacto…, art. 9, 1), lo que entre otras cosas le capacita para ejercitar los derechos con seguridad. Ejercicio que, en la medida en que no depende de su voluntad a causa de sus peculiares condiciones materiales, deberá ser paliado mediante la intervención de los poderes públicos, destinada justamente a remover los obstáculos que impidan “a cada persona gozar de sus derechos económicos, sociales y culturales” (Pacto Internacional de derechos económicos, sociales y culturales, 1966;  Declaración…, art. 22).

Ahora bien, como los derechos no tienen todos la misma estructura, no producen los mismos efectos en la acción individual. Cuando su titular, el ciudadano, ejerce su derecho a la libertad de opinión o de asociación, y a cualquiera de los derechos políticos en general, no sólo ejerce su poder sobre la esfera pública, sino que lo multiplica cuando, como en los casos aludidos, su acción se integra en la acción colectiva -el tipo de acción por antonomasia en las antiguas repúblicas y que aún hoy sigue siendo insustituible en el ámbito público: como poder de decisión y como pedagogía de la igualdad tanto como manifestación de libertad.

Podría parecer que hemos dado un paso excesivo al señalar una continuidad en la acción entre ejercer nuestro derecho a la libertad de expresión o de asociación y ser partícipes de la acción colectiva; que habríamos incurrido en un salto lógico o que incluso nos habríamos inyectado una sobredosis de optimismo (para ser doblemente generosos: con nosotros mismos y en la valoración de la política). Lo que nos capacita para actuar en la esfera pública es el título que la Constitución nos otorga en tanto que miembros individuales del pueblo, el soberano colectivo indiscutible en una democracia. Pero eso sería olvidar que la Constitución está obligada a otorgarnos dicho título, y que al hacerlo cumple con su deber de trasladar y expresar en el ámbito político la dignidad humana, resumen de las cualidades que nos distinguen meramente en cuanto personas. Y la dignidad, recuérdese, se explica en derechos.

La acción colectiva nos ilustra de inmediato acerca de la igualdad, puesto que nos refleja actuando junto a otros que son como nosotros en pos de un objetivo común; pero es mucho más, porque al sumergir el yo en el nosotros nos proporciona de forma simultánea una visión ampliada tanto de uno mismo como de los demás, una visión que trasciende nuestra individualidad y que, sin perder ninguno de sus rasgos, se sabe de pronto parte de un todo más amplio que está incompleto sin su presencia. Nuestro papel en la sociedad sale de ese contacto cuestionado, pues uno aprende sin necesidad de ser Rousseau que estar juntos denota algo común, y nos viene bien no serlo para seguir creyendo que necesidades e intereses personales siguen formando parte de la vida pública, ya sea porque en parte ayudan a conformar ese bien común, sea porque, junto a necesidades e intereses ajenos, se le yuxtaponen. Su responsabilidad, aunque siempre personal, ya no quedará contenida entre los efectos derivados de sus decisiones y acciones, sino que abarcará al entero ámbito en el que se intenta conjugar la pluralidad de opiniones e intereses particulares y diferentes del conjunto de los individuos, y se aspira a componer los conflictos resultantes de ese juego común. Y ese ámbito, no lo olvidemos, no es otro que el de la política, es decir, el ámbito público en el que damos señales de nuestra libertad y nuestro poder cuando decidimos e imponemos por qué reglas de conducta nos queremos regir y qué modo de vida queremos llevar. Lo cual, dicho sea de paso, nos obliga a desarrollar un tipo de acción colectiva que aúne la justicia a la eficacia, la primera para que, junto al bien común, nuestros intereses personales no se queden sin su voz en la escena pública: y la segunda para que sea oída y aceptada en la medida de lo posible. Una acción así, como nos enseñó Pitkin tras la enseña de Arendt, es por naturaleza infinita, y lo que nos otorga dignidad es más aún participar en ella que los resultados obtenidos.

No entraba en nuestros objetivos al hablar de la participación política sumarnos al debate propuesto para la misma por alguna de las corrientes del pensamiento político de nuestra época, ni al decantar las excelencias de la participación basada en derechos optar por el modelo liberal frente al comunitarista o el republicano. Nuestro objetivo, en el contexto de la formación para la ciudadanía, era mucho más modesto; se trataba de destacar el gran campo abierto por los derechos para la acción, y cómo el ejercicio de algunos de ellos, en especial los políticos, nos conduce al corazón mismo del ámbito público: el ámbito en el que decidimos en conjunto lo que queremos ser.

Lo esencial de nuestra presencia en el mismo es, sin duda, lo que ha desencadenado toda una tormenta de escritos que tienen de común invocar una mayor participación política como panacea de todos los males; ya se trate de reformas sociales o educativas, de corregir ciertos rumbos de la economía o de acabar con el malestar de la política, aquélla es la llave que abre en todos los casos la puerta a un futuro más róseo para la comunidad, o incluso para la mismísima humanidad.

A nuestro entender, lo que más claramente trasparece en dicho programa no es precisamente cómo se sustanciará semejante participación ampliada, sino la nostalgia por la polis clásica, dominada por una asamblea en la que la entera comunidad sacaba adelante su futuro. El viejo sueño antaño hecho realidad de un pueblo autogobernándose, santo y seña por excelencia de la democracia, a la que hace honor ya desde su nombre mismo. No es mal razonamiento el que cree hacer posible hoy lo que fue realidad ayer, y de hecho tiene precedentes ilustres en Rousseau y otros; pero sí lo es mitificar al pueblo -vox populi vox dei- convirtiéndolo en omnisciente y omnipotente demiurgo; y se trata de un mal razonamiento sencillamente porque impide así reconocer la fisonomía de un pueblo real en el pueblo ideal, y porque falsifica la verdad histórica: omite en su pintura que las biografías de las repúblicas estaban tan salpicadas de guerras como las monarquías, como enfatizaran Jay o Hamilton en su día, y que esas guerras tenían tras sí, entre sus causas, la ambición y la codicia, y como planeador y ejecutor al títere de la ambición y la codicia, es decir, al pueblo. Fue el pueblo ateniense el que decidió, planificó y ejecutó la expedición a Sicilia, y tuvo que ser Nicias, el aristós que se había opuesto a la guerra, el que hubo de ponerse al frente de la flota con la intención de mitigar en los hechos los efectos de una mala decisión. Y la república romana no le fue a la zaga a los atenienses a la hora de formar su imperio, recurriendo a la guerra cuantas veces le fue preciso para ampliarlo y consolidarlo (es decir, no atacaba para defenderse, como ironizaba Gibbon sobre la explicación dada por Tito Livio de los hechos). [Esto, por cierto, demuestra que cuando Kant ensalza –metafóricamente- al pueblo como soberano del Estado, y basa su principio en el supuesto de que ningún pueblo votaría por sí mismo a favor de la guerra, “la cabeza bien pertrechada de conocimientos históricos” como él consideraba la suya, había sufrido un ataque de amnesia no menor].

El ideal del pueblo todo autogobernándose también oculta que se acumula poder suficiente, como nos enseñaran Madison o Tocqueville, para reproducir allí donde se dé pasadas tiranías, las dominadas por los demagogos; tiranías que, como las precedentes, pondrían las leyes a los pies de su arbitrio, como nos ilustró Aristóteles. Y omite, por último, experiencias recientes, donde en buena medida a golpes de referendos California, encarnación del antiguo sueño americano, ha degenerado en frecuentes pesadillas e interminables molestias.

La anemia que aqueja a nuestras actuales democracias es demasiado evidente como para atreverse a ponerla mínimamente en duda, y por ello cualquier intento por devolverle la salud es a priori bienvenido. Pero condición para curar el mal es acertar con el diagnóstico, y no andar repartiendo crisis (de civilización, nada menos) a diestro y siniestro, o no valorar las supuestas crisis con el mismo rasero, cuando algo parezca no ir bien. Aún son audibles los ecos de los agoreros que vaticinaron la crisis del orden social cuando vieron a la mujer instalarse en el mercado de trabajo; los mismos que cambiaron de pelaje, aunque siempre se les vio su plumaje religioso, incluso cuando andaban vestidos de seglares, y denunciaron la próxima caída de la institución matrimonial cuando se estableció lo que a la postre quizá sea su ángel salvador: el divorcio; y que hoy renuevan su cruzada apocalíptica a favor del matrimonio esperando expulsar del mismo las bodas de los homosexuales. Se sabía que son muchos los que temen a la libertad y se sabe que ese temor es en sí mismo una peculiar obra de arte en grado de adoptar figuras diversas; pero, con independencia de que eso se sepa, y que la mala hierba del cruzado nunca muere, cualquiera con residuos de sentido común en su cabeza no puede llamar crisis de civilización, o, en versión más casera, crisis del matrimonio, a lo que es simplemente el movimiento de autopropulsión de la libertad, que una vez conquistado el ámbito público traspasa a parcelas de la economía antes en penumbra y, como es natural, a la vida privada. ¡Y si esto es crisis, bienvenida sea!

La crisis de representatividad de las viejas instituciones del orden democrático, a comenzar por los partidos, pero abarcando igualmente la institucionalidad típica de la democracia liberal, en especial al Parlamento, es uno de los males que aparecen en todos los diagnósticos, y creemos que con razón. A la sombra del surgimiento de problemas nuevos, de la proliferación de los intereses, de la desarticulación de ciertos vínculos comunes como efecto del pluralismo, de una corrupción que nunca sacia su estómago, de la profesionalización de la política, que entre otros resultados produce el de que se seleccione cada vez menos cuando se elige (¡qué melancolía despierta hoy en la mente la lectura, por ejemplo, de cierta correspondencia entre John Adams y Thomas Jefferson acerca de dicho problema!), etc., la distancia que separa al electo de su elector se ha ido ampliando paulatinamente, al punto de parecerle ya una figura irreal. Todo eso es cierto, creemos, pero conviene no cargar todo el peso de la culpa en un solo platillo de la balanza, pues la apatía por lo público subsiguiente a la persecución exclusiva de los intereses profesionales y familiares por parte de los ciudadanos (un problema éste también señalado pero no siempre correlacionado con el anterior) habría de incluirse en la citada etiología, y desde el otro platillo ejercer de contrapeso. Es una vieja cantinela la que afirma que los ciudadanos (o los pueblos, pues la entonan también los de antes: sus idealizadores) son mejores que sus gobernantes, por lo que no hay dudas cuando se apunta al origen del mal: es una traducción de otra aún más antigua, y que asocia lo demoníaco –el kráthos- al poder, y que en el mejor de los casos, como en el de Payne, acaba aceptándolo como un mal necesario: salvo, eso sí, cuando dicho poder lo ejerce el pueblo. En fin, dejémoslo estar… Y silenciemos también cuanto del defecto de representatividad debería ser más bien atribuido a ese mago legal que tienen los ordenamientos en su seno, el que traduce a poder el voto: la llamada ley electoral…

Cabría igualmente preguntarse, como ha hecho más de una vez Sartori, si es posible y deseable un aumento tan amplio de la participación como para devolver al pueblo su autogobierno. Nuestra respuesta es un no rotundo a las dos preguntas.

No es posible porque, pese a los avances de la informática, y pese a la ya realidad del voto electrónico, la tecnología no puede sustituir el proceso de información y deliberación que hay tras el voto, y si queremos cualificar nuestra conducta, y no sólo cumplir mecánicamente con un requisito político –lo que dicen querer, precisamente, quienes instan a ampliar la participación-, antes de pulsar el botón del sí o del no deberíamos haber completado un exhaustivo proceso de recogida de información y de discusión con nuestros iguales. Piénsese, por citar un solo ejemplo, en lo que significaría someter a votación crear centrales nucleares para dotar de energía a un país (y ello por no traer a colación los problemas relacionados con la bioética). Entre los milagros de la tecnología está, desde luego, el hacernos dueños de la naturaleza, pero aún no el de alterar la nuestra como para convertirnos en enciclopedias ambulantes o el de resucitar la historia: y la del pueblo todo que se autogobierna duerme desde tiempo inmemorial el sueño de los justos.

Y no es deseable por lo mismo que en parte no es posible. Decidir sobre todo cuanto nos concierne, informándonos previamente sobre todo ello, etc., además de un piropo inmerecido a nuestra inteligencia en relación a sus posibilidades, significaría que el individuo de hoy es ciudadano a tiempo completo, el nuevo lázaro político en el que reencarna el ateniense de Constant; y ese ciudadano, además de establecer como primera medida la introducción de la jornada laboral de 48 horas al día, renunciaría así precisamente a uno de los derechos más recientemente reconocidos como tales: el de disponer de una vida privada en la que no caben interferencias públicas (Convenio europeo para la protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, Roma, 1950, art. 8, 1), si no es por necesidades de la seguridad nacional (Id., art. 8, 2).

            Ahora bien, los partidarios de una democracia más participativa sí disponen de escenarios donde hace fructificar su ideal y llevar adelante sus propuestas. La extrema imbricación entre los antiguos escenarios público y privado, esto es, el proceso de estatización de la sociedad correspondiente al de societización del Estado, hace que acciones emprendidas en el ámbito privado se transmuten en públicas en algún punto de su recorrido, como ocurre con la mayor parte de las protestas sindicales o bien en las manifestaciones en las que la sociedad civil se pronuncia, con acción y palabras, sobre un punto central de la agenda política. También la escena municipal muestra propensión hacia una mayor actividad participativa de la ciudadanía (e incluso de los extranjeros, en ciudades como Porto Alegre o Albacete), por ejemplo en la elaboración del presupuesto municipal, o interviniendo en la planificación de actividades culturales o recreativas. E igualmente, nuevas posibilidades de participación ofrece esa encrucijada de política y sociedad, de ámbito interno e internacional, constituido por el escenario en el que numerosas organizaciones no gubernamentales desempeñan su labor, muchas de ellas directamente creadas en defensa de los derechos humanos en el mundo, y como primer paso para ejercerlos en él.

            Con todo, sería difícil determinar si los espacios ganados para la participación son en realidad nuevas conquistas políticas o mera consecuencia de tomarse en serio los derechos humanos: de comprobar cómo muchos de ellos se esfuman cuando no se les practica y, por tanto, de imponerse como deber el ejercerlos. Mas con independencia de si trata de dos cosas diferentes o de dos nombres para una misma cosa, el resultado es que nuestra intervención en el mundo lo humaniza a nuestra manera, y adquiere, en el siempre diminuto pero paulatinamente ampliado radio de nuestras vidas, vividas en un mundo cada vez más próximo y familiar, el sentido que le queremos dar; relegitimamos así un estado de cosas que aparecía como un dato cuando nosotros llegamos a él y que nos era impuesto sin más, y al que gracias a nuestra acción lo vamos dejando como, a nuestra llegada, lo hubiéramos querido encontrar.

 

            ¿Cómo se forma la ciudadanía cosmopolita? Hay una respuesta relativamente sencilla: se forma tomando conciencia de lo que la hace y actuando en el escenario que le ha dado origen.

            ¿Qué hace cosmopolita a la ciudadanía? Que su titular, hombre o mujer, es también persona además de ciudadano o ciudadana, más el vivir en ese mundo en sí cada vez más próximo y familiar, es decir, más contemporáneo, al que acabamos de aludir.

            Hasta hace solamente unas décadas, hablar del cosmopolita habría evocado poco más que su significado etimológico de kosmou polités o ciudadano del mundo, residuo de su origen estoico; ni siquiera el hecho de constituir uno de los tres instrumentos, junto al Estado de Derecho (o sociedad civil republicana) y la federación de Estados, con los que Kant pensaba obtener y preservar la libertad y la paz en el mundo, le había hecho ganar peso conceptual en el campo del Derecho o de la política, teórica o práctica. A decir verdad, la expresión ciudadanía cosmopolita hubiera suscitado sin más la imagen de un oxímoron en lugar de designar algo real. Añadamos que no es del todo extraña una reacción de ese tipo, pues el cosmopolita no posee en parte alguna un título que comporte la posesión de derechos, ni goza de las garantías que acompañan a su titular; no posee más suelo que el nacional por su condición de ciudadano, y si bien su jurisdicción y su esfera de acción se extienden por todo el mundo, hasta en eso compone la imagen paria del advenedizo universal.

            Y sin embargo, en nuestro tiempo la vieja entelequia ha desafiado su entero pasado, traspasar la red en la que una rara mezcla de sueños y prejuicios la mantenían sin fuelle, y de casi materia inerte que era ha logrado irrumpir en la escena internacional al punto de convertirse en un actor más de la misma. ¿Cómo ha sucedido esto? Uniendo, como decíamos, la nueva estructura de las sociedades a escala mundial con la eterna lógica interna de los derechos, que aún hoy permanece sin ultimar.

            A lo que antaño se llamara internacionalización llamamos hoy globalización, un nombre nuevo con el cual designar esta situación inédita frente a aquélla en la que el Estado-nación a nivel interno, y un orden centrado a los Estados –el llamado modelo Westfalia- a nivel externo enmarcaban el horizonte en el que la mayoría de los sujetos desarrollaba sus vidas; lo nuevo no lo es tanto como para considerar periclitado lo antiguo, ni su fuerza llega al punto de garantizar sin más que la historia no vuelva hacia atrás: con frecuencia se ha experimentado, tanto personal como colectivamente, el poder de seducción de lo ya conocido cuando llegan las crisis. Pero la situación actual, algunos de cuyos rasgos presentan ya el sello de lo definitivo, es la de una sociedad global en la que la tecnología ha reducido, cuando no directamente suprimido, las barreras del tiempo y del espacio, en la que la información llega de manera instantánea a casi cualquier rincón del mundo, los productos recolectados hoy en países latinoamericanos o africanos los compraremos mañana los consumidores europeos, en unos mercados atiborrados por individuos de diversas razas y culturas, que viven en sociedades parcialmente mestizas en las que se hablan varias lenguas y se practican varios códigos de conducta a la vez, etc. Todas estas características, más la inmediatez de la comunicación, hacen que, como ya nos dijera Arendt, desde hace unas décadas la humanidad viva por primera vez en su historia un presente común.

            Ése es el marco que favorece paradojas como la de que los Estados vean mermar por un lado el poder de su soberanía al tiempo que, por otro, observen crecer su papel en el bienestar de sus heterogéneas poblaciones; pero, sobre todo, es el marco en el que se amplían viejas desigualdades con otras nuevas, que recrea poderes nuevos de naturaleza económica y fuertemente antidemocráticos, que inventa poderes simbólicos cada vez más homogeneizantes, y donde se vuelve crecientemente invisible la responsabilidad de cuanto acaece. Dicho positivamente: he ahí el marco que exige la formación de una ética, de un derecho y de un poder mundial nuevos, en grado de organizar una convivencia desvinculada del requisito de la territorialidad, que antaño delimitaba el perímetro de su validez, mas centrados siempre en la dignidad humana; convivencia, con todo, repartida aún, y por mucho tiempo, en sociedades independientes aunque cada vez más estrechamente interrelacionadas.

            Uno de los fenómenos más característicos y vistosos de nuestro casi globalizado presente, y más grávido de futuro –de promesas y problemas, de novedades y desafíos-, es el de la emigración del sur al norte, la parcial movilización de la pobreza hacia los centros neurálgicos de la riqueza, hasta imprimir en las sociedades de llegada el aludido sello mestizo que ya les es propio. La oscura faz de la pobreza, ramificada en diversas razas de pobres, que van desde el negro al blanco pálido, buscando una nueva patria a su dignidad y su esperanza llega a tierras blancas, donde unas veces se asimila y otras forma guetos –la raza cósmica vasconceliana aún vegeta entre los sueños-, pero donde en cualquier caso labra una nueva fisonomía en las sociedades de acogida.

            Es en ese pobre, que lo es mucho menos con el pasar del tiempo, donde nuestro ciudadano se topa con el extranjero sin necesidad de abandonar el hogar nacional; se lo encuentra en su centro de trabajo, en los lugares de ocio, a veces monopolizando la prostitución en ciertas ciudades, vendiendo o mendigando por las calles, o siendo ocasionalmente víctima de su violencia, como el otro también lo es en no pocas ocasiones de la violencia del vencedor: los prejuicios, la explotación, el desprecio, el odio, la misma violencia física, etc. Pues bien, es en esta encrucijada de destinos en campo propio, donde los derechos humanos vuelven a la palestra, y donde el ciudadano de antes sale transformado en el cosmopolita de ahora.

            En un sentido bien preciso, por tanto, el ciudadano es cosmopolita por necesidad; ahora bien, sólo su reconocimiento activo del otro como un igual a él lo transformará en cosmopolita por elección. El ejercicio de los derechos humanos al objeto de que el otro, pese a su condición de extranjero y justo por ser persona, llegue a ser un sujeto que los posea y los ejerza es la forma adoptada por dicha actividad. El ciudadano debe velar por que aquél disfrute de los poderes que los derechos otorgan y goce de sus garantías, y por que al tiempo respete los deberes y obligaciones que ello entraña. Instar con su acción a que los poderes públicos de su sociedad tutelen la salud de los recién llegados, les proporcionen cierto grado de bienestar y se preocupen por su educación, es un buen modo de iniciar la adaptación del advenedizo a la nueva sociedad. Le cabe proseguirla convirtiéndose a título personal en medio entre lo que pide y su realización.

            Al actuar así, es decir, al propugnar el ciudadano la conversión del extranjero en sujeto de derechos aun no siendo ciudadano, no sólo prepara los ritos de iniciación para que aquél no vea territorio enemigo en la nueva sociedad, es decir, para que su aceptación de la misma suma en el olvido, en la medida de lo posible, que está ahí por necesidad; al propugnar eso, decimos, el ciudadano que ejerce sus derechos acepta pagar la deuda lógica contraída con la formulación de los mismos; su lógica es universal, y trasciende por tanto las fronteras nacionales, por mucho que –y el ciudadano activo sabe ambas cosas-, por un lado, se les haya asociado tradicionalmente a la ciudadanía, que se ha transmutado así en el derecho que concede derechos; y que, por el otro, ser ciudadano haya sido siempre un modo de trazar diferencias en el propio país: en la polis democrática griega, frente a esclavos y metecos; en las repúblicas renacentistas, frente a la plebe; en los Estados Unidos, frente a los (esclavos) negros; en la Europa liberal, frente a los no propietarios, y en el primer mundo democrático, frente a las mujeres. Y si consigue lo que propugna, el ciudadano cosmopolita habrá acabado igualmente con las injusticias que acompañan la consagración de una fórmula abstracta y neutra en una situación caracterizada por un poder desigual de una parte sobre otra, que conlleva la natural discriminación entre el poderoso y el débil a favor de aquél. Recuérdese al respecto el caso de Francisco de Victoria, quien en el alba de la modernidad legitimaba el derecho de conquista del nuevo mundo por parte de los españoles en el ius communicationis ac societatis, cuyo supuesto era la consideración de la sociedad internacional como una communitas orbis; un derecho a salir de las propias fronteras y relacionarse y comerciar con otros pueblos que, como nos recuerda Ferrajoli, se concretaba en otros tres derechos más –el ius peregrinandi, el ius migrandi, y el ius degendi- que resumían entonces lo que hoy otorgan dos derechos acuñados tardíamente, la libertad de residencia y la de circulación. Ese derecho, justamente defendible con las armas llegado el caso, tenía en su formulación abstracta una validez universal, pero en los hechos era un poder que se otorgaba a los españoles en su trato con los indios cuando ni siquiera se imaginaba que fueran los indios quienes se desplazaran hacia el continente europeo. Pero hoy, esos indios, con carnés de identidad de los países magrebíes, del África subsahariana, de China y la India, o de la propia Iberoamérica han venido a la metrópoli ejerciendo los derechos que, entonces y después, les fueran reconocidos. La Humanidad, en efecto, parece como nunca una communitas orbis real.

            Ahora bien, ¿tiene límites la igualdad entre el ciudadano y el extranjero, deben serle otorgados sin más todos los derechos en reconocimiento de su plena dignidad como ser humano? A nuestro entender, la meta final, cuya realización dependerá del grado de compromiso con la democracia por los afectados, debe ser la paridad de los derechos entre unos y otros, es decir, la eliminación a estos efectos de la distinción entre nacional y extranjero. Pero si ésa es la meta, eso significa que, hoy por hoy, debe haber límites.

            El primero es físico: es menester fijar cupos de admisión para que la llegada a la nueva canaán responda a las expectativas de quienes emprendieron el viaje, y para que no comporte sacrificio, o bien uno aceptable, de las condiciones de quienes ya estaban ahí, incluidos los antiguos inmigrantes; en ningún país caben todos los que llaman ni hay sitio para tantos como llegan de golpe, por doloroso que sea reconocerlo, y por cínico que parezca decirlo. Y es también menester fijarlos porque la nueva canaán, por mucho que enfatice la propaganda, no está surcada por ríos de leche y miel. Países de la abundancia se les llama, pero en los que, en realidad, la mitad de la población tiene dificultades para llegar a fin de mes y más de la mitad no puede ni ahorrar. Juzgar al conjunto de la población por una minoría dilapidatoria o por la existencia de una clase media ciertamente consolidada –pero se sabe lo frágiles que son ciertas consistencias- puede ser un buen argumento para complacer demagógicamente a un auditorio irresponsable, o para que las mafias engorden sus negocios con los desarrapados, pero no el mejor modo de hacer gala de racionalidad y credibilidad. Con todo, el derecho de los Estados a controlar la inmigración no es óbice para que la justicia ejerza sus poderes normativos en relación a dicho control; al respecto, pues, las restricciones morales que fija J. H Carens son todas legítimas: los Estados deben admitir a los refugiados en busca de asilo político; deben admitir también a la familia más próxima de quienes ya están allí, como los cónyuges o los hijos menores, y, por último, “no deben discriminar a favor o en contra de solicitantes sobre la base de criterios como la riqueza, la etnicidad o la orientación sexual”.

            Los demás límites entran de lleno en el ámbito normativo. Hemos señalado más arriba que la tutela de la salud y la educación son los primeros derechos que se les puede y debe reconocer a los recién llegados, lo que se ve acompañado del deber de los poderes públicos de garantizarles inicialmente un cierto bienestar. Nuevos derechos subrayarán casi de inmediato su bagaje humano, como el de la seguridad en el trabajo, evitando que se les convierta en trabajadores de segunda, o incluso el de la participación en la vida municipal atribuyéndoles tanto el sufragio activo como el pasivo. O ciertos otros, como los citados de residencia y circulación.

            ¿Deben votar también en las elecciones generales? Aquí se impone una invitación a la prudencia, y responder según y cuándo. Es cierto que no pocos políticos y bastantes intelectuales se han decantado por un perentorio sí a la pregunta, pero a nuestro parecer, tal opción no sólo da muestras de imprudencia, sino que no raramente oculta algo más. Es una mala conciencia difusa la que sale a la luz en posturas de ese tipo, que refleja en tales individuos su inadaptación a la historia pasada y que se hace más llevadera inventando culpables donde no los hay, haciendo pagar culpas a inocentes y, en su colmo, exculpando a verdugos externos (por ejemplo: a los dirigentes foráneos que han contribuido a la dominación violenta de sus compatriotas). Sentirse culpable a causa de las acciones llevadas a efecto por los propios antepasados, por atroces que hayan podido ser, por ser ciudadanos actuales de un país que antaño conquistó o colonizó otros a golpes de cruz y espada, o por medios más sofisticados, implica mucho más que desconocer la historia del propio país y que eso es la materia orgánica de la historia universal; implica así mismo crear un tipo de responsabilidad y de culpa totalmente impersonales, transmitidas por herencia y de condición sagrada, semejante a las que sufren ciertos héroes griegos trágicos por ser parientes del que opuso su hybris a los dioses y recibió el castigo de ellos; o semejante a la que padecen todos los seres humanos según la religión cristiana sólo por el hecho de ser seres humanos; e implica finalmente subsumir al modo platónico la política en la moral, pues la copresencia obligada de la ética en el ejercicio democrático del poder no debe llegar al punto de ignorar que su relación con la política se detiene en un punto, y que en todo caso no puede afrontar los cometidos de ésta. Maquiavelo no debería haber pasado en vano.

            Hay al menos una razón más para imponer en principio límites a la participación extranjera en las elecciones internas, que funde en su seno motivos políticos y culturales. Quienes proclaman la abolición de los mismos, peligrosamente olvidan un evidente supuesto: que la democracia, que es más que un simple régimen político, no puede ser el régimen político de todas las culturas creadas por el hombre. Si la democracia es, como decía Churchill, el peor régimen político excluidos todos los demás es porque, en efecto, sólo la democracia extiende el manto protector de los derechos a un altísimo número de modos de vida, muchos de ellos literalmente incompatibles entre sí, si bien tienen en común respetar a sus titulares y no querer imponer su peculiar razón por la fuerza. El pluralismo democrático es la fuerza de gravedad de la democracia, que por la naturaleza de las cosas atrae hacia su órbita a los diferentes que desean juntar sus diferencias, o bien dejarlas convivir sin rozarse o, cuando esto no es posible, resolver sus conflictos sin el auxilio de la violencia. A ello debe su magnetismo, es decir, su capacidad para granjearse, gracias a los derechos que les reconoce, la adhesión personal de individuos fuertemente distintos y distantes entre sí, pese a las tensiones que por naturaleza la acompañan y al hecho de ser el régimen más impersonal de los existentes. Por ello, y como dice Eva Martínez Sampere, el pluralismo democrático es el “garante de la dignidad humana”.

            Ahora bien, como afirmábamos, en la democracia caben muchas diferencias, pero no todas las diferencias; no se trata, por tanto, de negar el reconocimiento de la diferencia, y con ello el acceso del otro –el inmigrante, por ejemplo- a la democracia política, como parece sostener Javier de Lucas, pero tampoco se puede dar el vía libre democrático a toda diferencia, pues hay diferencias que, siempre, oprimen y humillan la condición humana, y otras que, con frecuencia, matan. En tal caso, significa desconocer que la democracia es algo humano, y no un hecho natural, ignorar que en su origen se opuso ciertamente a ciertas diferencias en sí mismas inaceptables, y que ello fue así incluso allí donde, como en Estados Unidos, el Estado nació al mundo como república democrática: también allí se oponía a algo, y ese algo era una parte de la historia de Inglaterra, que en este respecto era también la suya. Hoy las diferencias son mucho más abundantes y extremas que el pasado, y los odios que las amenazan más enconados y destructores que en el pasado, y la facilidad para destruir mucho más accesible y letal que en el pasado. En tanto la democracia no logre protegerse de quienes exijan en el ámbito público la presencia de símbolos como el crucifijo, el velo o la menorah, por citar sólo tres, no destierre del territorio estatal prácticas como la prohibición de asistencia a escuelas o piscinas mixtas, los matrimonios convenidos sin participación de los afectados, etc., todas ellas contrarias a la emancipación y a la igualdad de las mujeres; mientras todo ello no ocurra, insistimos, los partidarios de esos tipos de barbarie deben ser protegidos en su salud y respetados en su derecho a la educación (con ciertos matices restrictivos), etc., pero ni pueden ni deben participar en las elecciones generales: aceptar eso es inducir a que un día un fanático llegue a la presidencia y sea aclamado en una conferencia por un auditorio que es parte del pueblo soberano cuando vocifere que hay que borrar a Israel del mapa. Añadamos que incluso la propia UNESCO, firme valedora de la diversidad cultural, parece haber embocado finalmente la senda correcta cuando, en el artículo 2.1 de la “Convención sobre la protección y la promoción de la diversidad de las expresiones culturales”, adoptada en la su XXXIII Conferencia General, establece: “Sólo se podrá proteger y promover la diversidad cultural si se garantizan los derechos humanos y las libertades fundamentales, como la libertad de expresión, información y comunicación, así como la posibilidad de que las personas escojan sus expresiones culturales. Nadie podrá invocar las disposiciones de la presente convención para atentar contra los derechos humanos y las libertades fundamentales proclamados en la Declaración Universal de Derechos Humanos y garantizados por el derecho internacional, o para limitar su ámbito de aplicación” (cursivas nuestras). Esa consagración de la cultura como parte integrante de los derechos humanos llevada a cabo por la Convención es una mala noticia para el todo vale (lo mismo) multiculturalista, es decir, una noticia espléndida para la Humanidad; si bien dicha Convención protege la diversidad de la cultura al tutelar específicamente sus bienes y servicios en el comercio internacional, “legitima las políticas culturales públicas y crea un nuevo instrumento de cooperación cultural internacional” (Jordi Pascual), la doble primacía que otorga -al individuo sobre el todo, a los derechos humanos sobre una cultura cualquiera- restablece la jerarquía que nunca debió perderse entre ambos, al tiempo que consagra la universalidad de los derechos así como su calidad de expresión de la dignidad humana.

           

            Al extranjero, afirmábamos, lo hallamos ya entre nosotros. Pero seguimos hallándolo sobre todo en su medio natural. Y es en el escenario internacional donde el ejercicio de los derechos humanos para fortalecer los derechos humanos sigue siendo, hoy más que nunca, la mejor escuela a la que acudir por parte del ciudadano a fin de convertirse en un cosmopolita de elección. Franquear las barreras de la nacionalidad forma, según hemos dicho, parte de la propia lógica de los derechos humanos, por lo que extender su ejercicio al nuevo escenario no es sino aplicar la misma regla que indujo al ciudadano a ejercitarlos en su país, ya que no es un carné de identidad el sello que decide su validez. Hacemos patente en nuestra acción que decimos lo que creemos cuando consideramos al otro un igual nuestro, y que creemos en lo que hacemos cuando actuamos en pro de que se le trate como sujeto de derechos; una línea de coherencia que al practicar la solidaridad no sólo activa una de las condiciones de la libertad, sino que impregna nuestra conducta de una moralidad que, a diferencia de la conducta estatal, constituye el rasgo característico de nuestro obrar internacional, y que acompaña de manera permanente nuestro quehacer político en el escenario internacional.

            Gran parte de nuestra acción, hoy como ayer y aún por mucho tiempo, será por así decir negativa; esto es, invertiremos nuestro esfuerzo en contrarrestar el empuje de la penuria por encadenar el cuerpo de nuestros iguales al agotador trabajo de sobrevivir, su alma al fatalismo o a las tradiciones, y su acción a un eterno presente: en hacerle vislumbrar la libertad, en suma. O también en liberar a algunos individuos, a título personal o colectivo, de la cárcel del arbitrio en la que los sume cualquier raza de tirano; no se tenga en poco el alcance de las acciones emprendidas en tal sentido, pues son muchas las que dan fruto, y si instalados en nuestros sueños de grandeza descalificamos la acción menuda, difícilmente dejaremos contaminar nuestra alma de la alegría que probaron personas como Fathimath Nisreen en Maldivas, el dr. Sa’id Bin Zu’air en Arabia Saudí, Krishna Pahadi en Nepal, Felipe Arreaga Sánchez en México, el ex parlamentario Roy Bennett en Zimbabwe, o el grupo de 260 mujeres arbitrariamente detenidas en este último país, cuando fueron liberadas o, como en este último caso, cuando a la soledad de sus celdas llegaba esa especie de murmullo del agua que es la acción emprendida desde otras latitudes en nombre de los derechos humanos con el propósito de excarcelarlas. Aún habremos de dedicar muchas de nuestras energías a esas tareas, porque si bien es verdad que nunca ha habido tantas democracias como ahora, no es menos cierto que el amplísimo puñado de ellas aún en condición valetudinaria, o la infinitud de países gobernados por la fuerza, más el dudoso privilegio que tienen los derechos humanos de ser el primer eslabón en romperse de la cadena de la justicia cuando la injusticia presiona contra ella, por no hablar del irreverente y sórdido poder de la pobreza, hipotecará aún por largo tiempo el futuro de gran parte de la humanidad. Y también algunos de nuestros recursos, que es una de las formas en que puede encarnar nuestra acción. A este respecto, aportar el 1% de nuestros ingresos, siempre que podamos desprendernos de ellos, como ha propuesto Peter Singer, no parece un precio demasiado alto para nuestro altruismo (pese a que el 0,75% exigido por la ONU a los países miembros resulta tan costoso de alcanzar), y a juzgar por los informes anuales de algunas de las ONGs más importantes, como Amnistía Internacional o Intermón-Oxfam entre otras, resultan realmente alentadores los resultados obtenibles con tan exiguo porcentaje.

            Una parte de las actividades de protesta contra la tiranía es directamente política, pero el contenido político de la acción de la persona cosmopolita está destinado a multiplicarse en el tiempo venidero. Desde la irrupción de la plaga del terrorismo como amenaza mundial, con la nube de inseguridad que la acompaña y las miasmas de prejuicios, miedo y odio que cómodamente esparce en el corazón de los mortales, que diría Goethe, la presencia en la escena internacional del cosmopolita no es sólo urgida, sino que hasta cabría decir que es esa especie de, en su caso, arena invertida donde debe defender incluso su condición misma de ciudadano, o mejor aún: el bien más privado de que dispone, su vida, y el bien más indisponible que atesora: su libertad. El terrorismo ha convertido al individuo en ciudadano real del mundo, aunque el mundo siga sin poder para reconocerle dicho título; ha hecho del sujeto un objeto más de su propia acción a escala internacional y ha ampliado notablemente la dimensión de lo político en el ejercicio, antaño básicamente moral, de los derechos humanos. Nunca como ahora, decíamos, ni siquiera en los tiempos de la Guerra Fría –entre otras razones porque ni era posible entonces-, la antigua potestad de tomarse los derechos humanos en serio se ha convertido en, digámoslo así, obligación.

            En esta acción política de supervivencia, personal y de la especie, nuestra acción debe volverse colectiva, y también volverse lo más eficaz posible. Es un número cada vez más alto de sujetos cosmopolitas quienes deben mancomunar sus esfuerzos en aras de la paz, teniendo siempre presente que “el respeto de los derechos humanos es la vía, y no el obstáculo, para la seguridad”, como dijo recientemente la secretaria general de Amnistía Internacional, Irene Khan, en una reunión de los ministros de Interior y de Justicia de la Unión Europea. La seguridad es un requisito para la paz, pero no debe confundirse con ella, y si bien hay que tender hacia las dos, la actitud para con ambas ha de ser la existente entre medios y fines. Desconocemos si el conjunto de medidas que Mary Kaldor propone a la sociedad civil global para que se interponga al curso de la guerra, entre las que se cuentan el fortalecimiento del derecho humanitario internacional, el multilateralismo que aumente el grado de cumplimiento del derecho internacional, la guerra a los efectos de la miseria y la desigualdad globales, etc., se intersecan en algún punto de su trayectoria con la formación del gobierno mundial que pide Held; pero sí creemos saber que es ésa una petición razonable además de necesaria (Kant añadiría que, en ese caso, es también posible), y que la formación en cada Estado de una sociedad de ciudadanos cosmopolitas, en cuya agenda figure como punto central la tutela y ampliación de los derechos humanos, constituye un factor vital en ese esfuerzo, una fuerza en la que la democracia, la paz y la libertad tienen depositada una parte ingente de sus esperanzas.

 

 

 

 

REFERENCIAS:

 

Arendt, H.: The Crisis in Education (en Between Past and Future, New York, Penguin, 1993).

Aristóteles: Política. Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1970.

Carens, J.: Inmigración y cultura (en “Isegoría”, nº 26, junio 2002).

De Lucas, J.: La herida original de las políticas de inmigración (en “Isegoría”, nº 26).

Ferrajoli, L.: Dai diritti del cittadino ai diritti della persona (en D. Zolo ed., La cittadinaza, Roma-Bari, Laterza, 1993).

Held, D.: Un pacto global. Madrid, Taurus, 2005.

Kaldor, M.: La sociedad global. Barcelona, Tusquets, 2005.

Martínez Sampere, E.: El pluralismo democrático como garante de la dignidad humana: no al triunfo póstumo de Hitler (en G. Ruiz-Rico y N. Pérez Sola, coords., Constitución y cultura. Retos del Derecho Contitucional). Valencia, Tirant lo Blanc, 2005).

Navarro, V.: Globalización económica, poder político y Estado del bienestar. Barcelona, Ariel, 2000.

Nussbaum, M. C.: Genética y Justicia: tratar la enfermedad, respetar la diferencia (en “Isegoría”, nº 27, diciembre 2002).

Savater, F.: Etnomanía vs. Ciudadanía (en “Isegoría”, nº 24, junio 2001).

Singer, P.: Un solo mundo. Barcelona, Paidós, 20.