ELPAIS.ES |
omingo, 29 de septiembre de 2002 |
No
es una asignatura más
CAYETANO LÓPEZ
Con frecuencia se dice que la presencia de la asignatura de Religión
en las escuelas no es más que una consecuencia del derecho que tienen
los padres de educar a sus hijos en las creencias que deseen. Pero de
este principio no se deriva la introducción de la asignatura de
Religión en el currículo docente, como no se deriva del derecho a la
libertad de expresión que todo ciudadano que lo desee tenga asegurada
una columna en un periódico o un espacio en la radio o en la televisión.
Impedir u obstaculizar la formación religiosa o el culto en una
determinada religión, como limitar la libertad de expresión, es otra
cosa, por desgracia bien conocida en Estados no democráticos. Y con
el estímulo o la complacencia, además, de la religión oficial en
los casos de regímenes confesionales. EE UU es un ejemplo de radical
separación entre escuela pública y formación religiosa, y no creo
que nadie ponga en cuestión que se trata de un Estado que respeta las
creencias religiosas y la libertad de expresión de sus ciudadanos. Otro argumento frecuente es el papel central que las religiones han
jugado en la historia política, social y artística, y que siguen
jugando en muchos conflictos de hoy. Examinar este papel es lo que
debería inspirar la nueva asignatura de Cultura, Religión y
Sociedad, pero no como una alternativa a la religión, sino para todos
los alumnos, sean cuales sean sus creencias. Pocas cosas serían hoy más
formativas que una visión objetiva y racional del fenómeno
religioso, pero a veces olvidamos que lo que se está discutiendo es
otra cosa: una asignatura confesional, Doctrina y Moral Católica, y
que sólo para justificar ésta se aluda a aquélla. Cuando en un
Estado confesional se incluye la catequesis como asignatura
obligatoria, la Iglesia no suele reclamar una historia de las
religiones ni cualquier otra visión crítica y objetiva del fenómeno
religioso. Pero cuando esta situación ya no es sostenible, al
organizarse la sociedad sobre principios de neutralidad religiosa, la
Iglesia hace lo posible por conservar los privilegios propios de la
confesionalidad. En el caso de España, ha conseguido preservar una
asignatura cuyos contenidos y profesores están bajo su control,
aunque no puede ser ya obligatoria para todos. Y ante la eventualidad
de que no asistir a esta clase sea considerado como algo ventajoso o
atractivo, se exige castigar a quienes no la elijan obligándoles a
cursar otra. Y si la religión es evaluable y su calificación cuenta,
lo mismo debe ocurrir con la asignatura alternativa; no porque
considere la Iglesia que es de gran importancia pedagógica, sino para
hacerla tan difícil como la asignatura confesional. Sin duda merece
la pena debatir sobre la conveniencia de que todos los alumnos
estudien el hecho religioso, pero no es ésa la preocupación de los
obispos, sino la de dificultar la elección de quienes no quieran
asistir a la clase de religión. Por lo demás, difícilmente podría ser esta asignatura como las
otras. En éstas, los contenidos que se consideran básicos están
fijados por las autoridades educativas, previa discusión en los órganos
competentes. Y los profesores son seleccionados por procedimientos que
garantizan la publicidad y el contraste de méritos entre los
concurrentes, disponiendo de libertad para enfocar sus enseñanzas
como crean oportuno. Nada de esto ocurre en la asignatura de Religión,
cuyos contenidos escapan al control ministerial y cuyos profesores son
designados por los obispos, aunque pagados con cargo al erario público.
Añadan los atropellos cometidos contra profesores que han sido
expulsados por conductas perfectamente aceptables en democracia e
irrelevantes en su desempeño profesional; algo impensable para el
resto de los docentes. También se reivindica el hecho de que religión y democracia no
son incompatibles. Desde luego, no lo son, como tampoco son
incompatibles religión y dictadura, lo que demuestra que la educación
religiosa y la educación en valores democráticos y de ética civil
no son intercambiables. Puede discutirse genéricamente sobre la
relación entre religión y democracia, pero el hecho es que los regímenes
más democráticos son aquellos en los que hay una clara separación
entre Iglesia y Estado, mientras que son incontables los ejemplos de
Estados confesionales dictatoriales. Algo de esto sabemos en nuestro
país. La única solución razonable es, por tanto, que la formación
confesional esté fuera del currículo y del horario escolar y a cargo
de profesores escogidos y pagados por las autoridades eclesiásticas.
Y si este tipo de enseñanza se imparte en centros públicos, entonces
habría que asegurarse de que sus contenidos no son incompatibles con
los principios democráticos que informan nuestra organización
social. Finalmente, hay en este asunto una vertiente suplementaria, ajena
al debate pedagógico, que son los acuerdos de España con la Santa
Sede. Y es que, llegados a cierto punto en la discusión, ésta se
zanja aduciendo a la existencia de un tratado internacional de
obligado cumplimiento por encima de cualquier argumento educativo.
Aunque parezca mentira, una parte de lo que nuestros niños y jóvenes
deben aprender se ha pactado con otro Estado, dejando contenidos y
profesores a su arbitrio o al de quienes actúan como sus delegados.
Algo por completo impensable en otras parcelas de la educación, lo
que demuestra que no nos encontramos ante un debate libre sobre
opciones pedagógicas. Sería, en consecuencia, imprescindible
modificar el Concordato para evitar situaciones como la presente.
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SEVILLA, JULIO DE 2.002
ASOCIACIÓN R.E.D.E.S.
Nota: Para contactar con la Asociación REDES,
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