El soborno del cielo
FERNANDO SAVATER

Ocupados en publicitar estruendosamente las hipotéticas albricias y
alarmas de nuestro supersticioso final de siglo, no precisamente carente
de muy reales catástrofes, los medios de comunicación pasan a veces de
puntillas sobre ciertos síntomas inquietantes que revelan algo tan
interesante por lo menos como saber de qué mundo venimos y a qué mundo
vamos: me refiero a en qué mundo estamos. Uno de tales síntomas, a mi
juicio no suficientemente comentado, es la negativa final del secretario
general de la ONU, Kofi Annan, a prologar cierto libro tal como se había
previamente comprometido. La obra en cuestión se titula Carta al
ciudadano seis mil millones (la versión española aparece en Ediciones B)
y reúne catorce epístolas de otros tantos intelectuales de muy diversas
procedencias dirigidas a tan abrumado destinatario. Parte de los
beneficios obtenidos con la venta del libro se destinan al Fondo de
Población de la ONU, razón por la que el secretario general estaba
dispuesto en principio a prologarlo. Si finalmente defraudó esta
expectativa no lo hizo por exceso de trabajo sino por disconformidad con
uno de los textos incluidos en el volumen, la carta firmada por Salman
Rushdie. Quizá sea exagerado hablar en este caso de "censura", pero algo
hay que huele bastante a presión desde las altas esferas y a coacción
contra lo políticamente incorrecto.
 
 

Como en cualquier otra obra colectiva de fabricación previsiblemente
apresurada por el oportunismo cronológico, los trabajos que forman el
libro mencionado son de distinta calidad, aunque la media no me parece
demasiado mala. Sin que falten desde luego los tópicos edificantes ni
las admoniciones pasablemente apocalípticas, de vez en cuando alguna
flecha da en el blanco: no se puede pedir mucho más en este tipo de
compilaciones. Si vale de algo un criterio personal, mi preferido es
precisamente el texto de Rushdie. Tiene un inconformismo provocativo y
estimulante: se atreve a romper con ese cáncer actual tan defensivamente
morigerado, la manía de no llevar explícitamente la contraria a nadie en
materia de creencias, partiendo del supuesto erróneo de que la mejor
forma de respetar a las personas es no discutir demasiado a fondo sus
opiniones sobre nada realmente importante. ¡Como a fin de cuentas todo
es "relativo"...! (Para empezar a curarse de esta dolencia posmoderna
puede leerse Contra el relativismo, de Antonio Valdecantos, Ed. Visor).
 
 

Bueno, pues Rushdie se atreve a decirlo: el rey va desnudo. Mejor dicho,
no el rey, sino el Papa, el ulema, el rabino, el Dalai Lama y demás
colegas. Desfilan revestidos de nubes y embelecos, sin mejor autoridad
intelectual que la prestada por el miedo a la muerte y a la
incertidumbre de su clientela. Es terrible decirlo, pero Rushdie
previene al ciudadano seis mil millones de este planeta ni más ni menos
que contra la religión. Su carta se titula Imagina que el cielo no
existe y afirma cosas así de graves: "A mi entender, la religión,
incluso en su forma más sofisticada, infantiliza esencialmente nuestro
yo ético al establecer unos árbitros morales infalibles y unos
tentadores morales irredimibles por encima de nosotros: los padres
eternos, buenos y malos, brillantes y oscuros, del reino sobrenatural".
Y acaba con esta recomendación rupturista: "Imagina que el cielo no
existe, mi querido seis mil millones, y de inmediato verás el cielo
abierto". ¡Caramba con Rushdie! ¡Y luego se quejará cuando le pasa lo
que le pasa!
 
 

De modo que Kofi Annan se negó finalmente a cumplir su promesa de
prologar el libro de marras. Supongo que hacerlo no le obligaba a dar
por supuesto implícitamente que compartía todos los puntos de vista de
los autores, por otra parte bastante diversos, y algunos teístas de pura
cepa, pero prefirió dejar claro que él no respaldaba en modo alguno -es
decir, no consideraba "aceptable" para la ONU- el texto de Salman
Rushdie. Se ha insinuado que esta actitud se debe a las ofensas que en
esa carta sacrílega se vierten contra el Islam, pero no es cierto: nada
de especial se dice contra esa confesión religiosa que no pueda
aplicarse a las demás. Por el contrario, cuando repasa las atrocidades
cometidas en el mundo con pretextos religiosos, no olvida mencionar el
hostigamiento de "los fundamentalistas hindúes de Bombay contra los cada
vez más atemorizados musulmanes de esa ciudad". No, lo verdaderamente
inaceptable de Rushdie -según cierta mentalidad acomodaticia que lamento
ver compartida por el secretario general de la organización
supranacional más importante del mundo- es que niega rotundamente la
veracidad y la supuesta utilidad moral de todas las religiones. Si se
hubiera limitado a condenar el fanatismo, el integrismo o la
inquisición, nadie le hubiera reprochado nada. Pero como dice que son
las pretensiones cosmológicas y éticas de todas las religiones las que
le parecen falsas, sea cual fuere su efecto nocivo o edificante sobre
quienes las creen... ¡ay, entonces la ONU le expulsa de su seno!
 
 

Por lo visto, la tan cacareada "tolerancia" tiene sus límites. No parece
que hayamos progresado mucho desde que el mismísimo John Locke, primer
abogado moderno de tal virtud democrática, negase los plenos derechos de
ciudadanía a los ateos arguyendo que nadie puede fiarse del todo de
alguien cuyos juramentos no están respaldados por ningún dios. Aún hay
entre nosotros demasiados (en las "cartas al director" de este periódico
queda constancia de varios) que tachan de "intolerantes" a quienes
expresan abiertamente su rechazo no ya a lo que dicen ciertos obispos o
el Papa sino a los santificados presupuestos en que basan su autoridad
moral. O que reprochan a los críticos del integrismo islámico su
"caricatura" de las doctrinas auténticas de Mahoma, como si el problema
fuese qué predicó en realidad dicho señor y no el fundamento racional de
la convivencia democrática. Aún hay quien no se ha enterado de que la
intolerancia consiste en prohibir al vecino la exteriorización de sus
creencias, no en criticarlas si se las tiene por erróneas. Al contrario,
parece darse por supuesto (vid. el artículo De los dos reinos del
maniqueísmo, de Miguel Herrero de Miñón, EL PAÍS, 15 de diciembre de
1999) que precisamente la enseñanza religiosa -eso sí, bien entendida, o
sea, a gusto del comentarista- puede fundar la "consolidación
axiológica" de los valores democráticos. Nunca viene mal un "suplemento
de alma" al comportamiento cívico, y el laicismo, por lo visto, es
demasiado soso para garantizarlo. Además es una actitud pasada de moda,
mientras que la religión va a ser, si Dios no lo remedia, el último
grito del próximo milenio...
 
 

En el ámbito de la enseñanza será pues admisible la perspectiva
confesional, que ayudará a ser demócratas con argumentos fideístas, o la
enseñanza laica que se mantenga neutral entre las diversas creencias
religiosas y la no creencia, para no caer en maniqueísmos: lo único
"intolerable" por intolerante y agresivo es el punto de vista ateo
expresado por Rushdie en su carta. En ese campo todo el mundo tiene
razón, menos quien la aplica sin remilgos al tema. Los que compartimos
su argumentación debemos tener el buen gusto de encogernos de hombros y
disimular... puesto que lo importante es ante todo no molestar con un
espíritu crítico demasiado irreverente a quienes pueden ser nuestros
aliados fácticos en el mantenimiento siempre frágil de la buena
conciencia. Entre la exigencia de verdad y la exigencia de orden a nadie
con mando en plaza le caben dudas a la hora de elegir. Después de todo,
ya se sabe, "nada es verdad ni mentira, sino según el color del cristal
con que se mira".
 
 

Un personaje femenino de Bernard Shaw, que practica la entrega altruista
al humanitarismo, aclara: "He dejado atrás el soborno del cielo". Aunque
tal recompensa no parece haber logrado disuadir a muchos piadosos bien
instalados de buscar otras más inmediatamente remuneradoras, sigue
siendo políticamente correcto mantenerla pour le peuple... y por si
acaso.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad
Complutense de Madrid.

PUBLICADO EN EL DIARIO "EL PAIS" DE 26 DE DICIEMBRE DE 1.999
 

E-mail: redes@inicia.es
Página Web: http://redeseducacion.net