Por una tolerancia activa
JOSÉ MARÍA MARTÍN PATINO
 
 
 
 

Nadie puede de modo consciente y lúcido decir que la cuestión religiosa
no va con él. Se puede ser creyente o increyente. Se puede ser
simplemente ignorante de todas estas cuestiones como de tantas otras;
pero no se puede evitar ser afectado de modo consciente o inconsciente
por el hecho religioso", escribe Luis Gómez Llorente en Sociedad,
cultura y religión (Documento Inicial, editorial Laberinto, página 15).
Partimos de esta actitud ciudadana responsable que requiere un
determinado conocimiento y reconocimiento del hecho religioso en su
pluralidad, máxime en una sociedad europea cada vez más multirracial,
multiétnica y multirreligiosa, en la que la tolerancia positiva o activa
exige el respeto al otro.
 
 

Con particular razón debemos aplicar este hecho al sistema educativo,
regulado por las administraciones públicas en virtud de la función
social encomendada a la escuela. Al final del siglo XX, Europa plantea
la cuestión religiosa en términos muy distintos a como lo hizo en el
XIX. Entre nosotros, este secular enfrentamiento tuvo especial
incidencia en la escuela. El consenso histórico de la Constitución y de
la Ley Orgánica de Libertad Religiosa (1/1980) tenía que haber puesto
fin a este viejo pleito. En ellas se garantiza el derecho de todo
ciudadano español a elegir libremente una educación "laica", en la que
los valores cívicos no sean explícitamente sustentados por ninguna
convicción religiosa, o aquella otra formación que llamamos
"confesional", fundada en los correspondientes principios religiosos. La
insuficiencia de la tolerancia pasiva es evidente: es compatible con el
menosprecio de las ideas del otro, algo que ya experimentamos y que nos
aleja de la convivencia democrática. No faltan quienes identifican la
firmeza de su fe con el menosprecio de los increyentes. La tolerancia
activa nos libera del fanatismo y refuerza la voluntad de ir a una
convivencia pacífica entre las confesiones y de éstas con la increencia.
El carácter social de la educación exige además que la formación
"confesional" ponga especial énfasis en los aspectos cívicos y
democráticos de los correspondientes valores religiosos.
 
 

Hasta aquí hemos invocado la función social y cívica de la escuela. El
desarrollo integral de la persona, objetivo fundamental de la actividad
educativa, constituye otra vía de argumentación no menos concluyente a
la hora de exigir un estatuto mínimamente serio para incluir en la
escuela la enseñanza de valores cívicos y religiosos. Un Estado que
reconoce las libertades no puede desconocer el derecho de un ciudadano a
buscar en su fe religiosa, dentro del proceso de formación, el sentido
más profundo de su existencia. Pensamos no sólo en los católicos. La
experiencia está demostrando que la comunidad musulmana, por ejemplo, se
inserta mejor en la sociedad española cuando se respeta su libertad
religiosa dentro de la escuela. Ésta es el lugar nato de la tolerancia,
mejor aún que la parroquia, la mezquita o la sinagoga.
 
 

Después de veinte años no se ha encontrado la fórmula consensuada para
aplicar el artículo 27.3 de la Constitución. El actual estatuto de la
enseñanza de la religión (ERE) sigue siendo factor de distorsión en la
comunidad escolar, de pérdida de eficacia educativa y de enorme
despilfarro de recursos. No es aceptable por más tiempo la prolongación
de la actual situación. Un estudiante con veinte horas semanales
empleadas en materias obligatorias no puede tomar en serio una hora
extra no evaluable. Carece de sentido hablar de "enseñanza" sin hacer
referencia a la "evaluación". Y esto no tanto por razones extrínsecas,
como la desmotivación subjetiva del alumno, sino porque ambos elementos,
"enseñanza" y "evaluación", pertenecen a la sustancia del proceso mismo
de aprendizaje. Hay que disipar hasta la apariencia de que la
"alternativa" tenga carácter penalizador.
 
 

El recurso a una transmisión transversal de estos valores fundamentales
constituye ya, en la práctica, un fracaso. El niño o adolescente carece
de estructuras mentales para construir por sí mismo el edificio de su
propia conciencia ética. Formaremos sabios y técnicos, pero echamos en
falta de manera dramática estructuras educativas específicas para la
formación de jóvenes tolerantes, responsables y, en definitiva,
ciudadanos.

No podemos sufrir por más tiempo esta deshumanización de nuestro sistema
educativo. Los poderes públicos están obligados a reparar esta dejación
en la formación de la libertad y de la tolerancia de nuestros jóvenes.
¿Es que no se barrunta la necesidad de una sociedad integrada en su
estructura intercultural? ¿Y cómo van a ser tolerantes con lo que
pretendemos que ignoren?

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José María Martín Patino, jesuita, es director de la Fundación
Encuentro.

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Página Web: http://redeseducacion.net