La noticia de un anteproyecto de decreto de reordenación de la
enseñanza
de la religión católica, redactado por el Ministerio
de Educación y
Cultura, de acuerdo con la Conferencia Episcopal, donde se establece
paralelamente una enseñanza de la religión católica
para los creyentes y
otra de valores constitucionales para los no creyentes, ambas
evaluables, ha producido un desasosiego general y ha encendido las
alarmas de muchos sectores de la sociedad.
Había conocido la idea hace varios meses por una confidencia
de un alto
cargo del ministerio, al que expresé la absoluta dificultad
de insertar
ese modelo en el esquema constitucional, pero el respeto por la forma
de
conocer el tema y la consideración personal que me ofrece mi
interlocutor me impidió hacer públicas mis discrepancias.
Por otra
parte, tengo una buena opinión personal del talante abierto
del ministro
y del secretario de Estado y de su capacidad de diálogo, y esa
convicción me había hecho concebir la esperanza de que
el proyecto
hubiera ido a parar al "baúl de los horrores", lugar de donde
nunca
debió salir.
Sin embargo, la notoria publicidad del anteproyecto, no expresamente
rechazado como inexistente o incierto, me obliga a hacer públicos
mis
reparos, con el deseo de que el buen hacer del ministro le lleve a
descartar un tipo de aproximación a la enseñanza de la
religión que
recuerda a la doctrina de los dos reinos del agustinismo político.
También puedo esperar que las razones que se aportan puedan
evitar a las
autoridades ministeriales caer en los cantos de sirena de
argumentaciones dogmáticas de una política eclesiástica
que en la
tradición española, desde los Reyes Católicos,
acostumbra a vincular la
unidad del Estado con la unidad de la fe, y que considera, todavía
hoy,
que hay una verdad sobre el bien y el mal que debe sobreponerse a los
que afirman que "la voluntad popular es la fuente primaria y única
del
derecho", como afirman los señores obispos en el documento de
la
Conferencia Episcopal de 1996 Moral y sociedad democrática.
Desde esa convicción, no es de extrañar que los obispos
no se tomen en
serio el valor fundamental de la Constitución y que propugnen
en el
apoyo a este texto de decreto una solución al margen de la Constitución,
pero también parece sensato pensar que ese punto de vista no
puede
alcanzar a las autoridades civiles del ministerio, cuya función
principal es guardar y hacer guardar la Constitución como norma
fundamental del Estado.
Quizás lo primero que procede afirmar es que este debate sería
imposible
en los países de la Unión Europea y en el entorno de
nuestra cultura
política y jurídica. Ni en Estados Unidos, país
de fundamentos
religiosos, pero con una tajante separación entre las iglesias
y el
Estado, ni en Inglaterra, que aún tiene religión oficial
y a la reina
como cabeza de su Iglesia, se pueden encontrar regulaciones que ni
siquiera se aproximen a esta que ahora se propugna.
Como dice el profesor Celador, uno de los principales especialistas
en
el tema, la enseñanza de la religión en Inglaterra se
vincula al derecho
de los padres a elegir la educación que quieren dar a sus hijos
mediante
dos mecanismos autónomos: la enseñanza religiosa como
hecho cultural o
como hecho confesional. En un caso, se trata de enseñar y de
aprender, y
en el otro, de adoctrinar. En los centros de titularidad estatal sólo
se
enseña la religión como hecho cultural, de manera voluntaria
y desde la
libertad de cátedra, ajena a los principios confesionales de
cualquier
religión, y sólo para contribuir a la formación
de unos alumnos a los
que se respeta la libertad de conciencia. En los centros de titularidad
religiosa se ofrece además enseñanza religiosa como hecho
confesional,
pero no se trata de enseñanzas alternativas, y se puede en esas
escuelas
solicitar la exención de ambas, sin que tengan evaluación
en el
currículum del alumno ni que esta posición pueda suponer
desventaja o
trato discriminatorio.
Si se compara este sistema de un Estado aún confesional con el
de un
Estado laico, que carece de religión oficial y donde ninguna
confesión
tiene carácter estatal, como España, parece aún
más impresionante la
desmesura del proyecto que comentamos.
Es la vieja doctrina agustiniana, luego adoptada por Lutero, de los
dos
reinos: el de los creyentes y el de los santos, que reciben la buena
doctrina, que son adoctrinados en la verdad y en el bien por encima
de
coyunturales mayorías, y el de los pecadores, sometidos al rigor
del
derecho y que tienen que conocer el sistema jurídico de su país,
que les
es aplicable, y, por consiguiente, los valores constitucionales. Son
alternativos y transmiten el mensaje a los jóvenes en formación
de que
conociendo la "verdad que nos hará libres", la verdad religiosa
administrada por la Iglesia católica española, no tienen
necesidad de
conocer nuestra Constitución. Es la inocencia histórica
de la Iglesia,
por encima de las temporales regulaciones jurídicas, que es
transmitida
como doctrina a los jóvenes desde una aproximación canónica
y dogmática
que no va a favorecer el pluralismo ni la tolerancia, ni va a entender
la neutralidad del Estado. Es el reino de los justos que se rige por
la
ética privada de la Iglesia y que no necesita de la ética
pública
recogida en la Constitución.
Junto a ellos, en los mismos bancos, los pecadores e hijos de padres
pecadores que reciben la doctrina de la espada, que son los valores
constitucionales laicos y que nunca podrán saber que "la verdad"
es la
que hace libres. Esta gran falacia desde una argumentación de
principios, con la intransigencia dogmática de las cuestiones
de
principios, sólo pretende asegurar y afiliar creyentes. Como
dice
Bobbio, este talante "no eleva los intereses, sino que degrada los
principios... Discuten los principios, pero trabajan por los
intereses...".
En eso consiste el adoctrinamiento, frente a la enseñanza libre
y
respetuosa que deriva de los valores constitucionales. En realidad,
todos los jóvenes deben recibir esa enseñanza constitucional
que expresa
el contenido del artículo 27.2: "La educación tendrá
por objeto el pleno
desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios
democráticos de convivencia y a los derechos y libertades
fundamentales". Dentro de esos principios está el derecho de
los padres
a que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté
de
acuerdo con sus propias convicciones. Es una parte del todo que es
el
desarrollo de la personalidad, y no se ciñe a la religión
católica, sino
a cualquier religión, y también a las posturas morales
de los no
creyentes. Así, los alumnos que reciben esos valores constitucionales
pueden saber que "la libertad nos hará más verdaderos"
y que entre las
dimensiones de esa libertad está buscar la verdad religiosa
desde el
pluralismo y la libertad de conciencia. En cambio, los niños
que reciban
el mensaje de la doctrina católica "la verdad os hará
libres", cuando lo
extiendan desde la búsqueda del bien y de la salvación
a la realidad
social y política incurrirán en ese talante que en nuestra
historia
caracterizó a la Iglesia oficial, de exclusión y de discriminación
de
los heterodoxos.
Cuando se adoctrine sobre la maldad de la despenalización de
las
interrupciones del embarazo, y se emocione y se horrorice a los alumnos
educándoles con esos vídeos que muestran operaciones
de aborto, desde
una transmisión emotiva, para orientar comportamientos, cómo
se va a
hacer compatible esa perspectiva con la sentencia del Tribunal
Constitucional que argumenta la constitucionalidad de esa
despenalización y la declaración conforme a derecho.
Es una solución absurda y claramente inconstitucional esa resurrección
de san Agustín y de Lutero, y de la doctrina de los dos reinos,
que
priva a la mitad de los niños y niñas de la enseñanza
de los valores
constitucionales, que crea una escisión y que reabre de nuevo
el
siniestro mensaje de las dos Españas. Será grave la responsabilidad
del
gobernante que abra esa puerta, aunque, felizmente, los mecanismos
del
control de constitucionalidad ayudarán a "desfacer el entuerto"
y a
evitar un desafuero muy dañino. De paso, quizás el Tribunal
Constitucional aborde, por fin, la propia constitucionalidad de los
acuerdos con la Santa Sede, y en relación con el que nos ocupa
sobre
enseñanza y asuntos culturales, que entró en vigor el
4 de diciembre de
1979, antes que la Constitución de 29 de diciembre.
En efecto, la afirmación del artículo 2 de que la enseñanza
de la
religión sea en condiciones equiparables a las demás
disciplinas
fundamentales parece difícil de casar con la aconfesionalidad
del
Estado, con la libertad religiosa, que impide su carácter obligatorio
para todos los alumnos como esas disciplinas fundamentales. También
es
difícil de asumir lo establecido en el artículo 5, que
regula la
garantía del Estado para que la Iglesia organice cursos voluntarios
y
otras actividades religiosas en los centros universitarios públicos,
que
podría ser contrario a la autonomía de las universidades
establecida en
el artículo 27.10 de la Constitución.
No es la primera vez en la historia que las pretensiones excesivas
producen los efectos contrarios. Estas presiones y estas demandas
desmesuradas pueden abrir el proceso de constitucionalidad de los
acuerdos con la Santa Sede, lo que evitaría ambigüedades
que hoy
soportamos todos, como con este inefable anteproyecto de decreto
regulador de la enseñanza de la religión católica
en las escuelas.
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Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía
del Derecho.