EL SUPREMACISMO ROJIGUALDO EN LA ESCUELA PÚBLICA

Una vez que la España balompédica, poco a poco pero con contundencia, igual que esas bajadas de los índices bursátiles durante cualquier crisis económica, ha sido apeada de la euforia mundialista primera y costarricense; ahora que parece que está permitido en el inconsciente colectivo futbolístico patrio ir con Brasil por la peregrina razón de que te gusta Caetano Veloso o con Argentina por Cortázar o con Francia por Monet, incluso, si me apuran, con Marruecos en honor a Chukri; ya que volvemos a nuestra aburrida normalidad lejos de Catar, aunque muchos siempre estuvimos muy lejos de Catar en todos los sentidos posibles, puede que este sea un buen momento para analizar una situación de aprendizaje tan particular como interesante que ha llegado a nuestras aulas gracias al Mundial de fútbol masculino y otoñal o, si lo prefieren, propiciada por algunos de sus efectos colaterales. No me refiero al tan cacareado y mediático lío con la bandera española en el colegio La Salle de Palma, que por ser concertado suma anomalía sobre anomalía, sino, según me cuentan por ahí, a asuntos más cercanos a esta tierra andaluza y educativa nuestra.


Antes incluso del –ahora ya lo sabemos- inútil 7-0 a Costa Rica, esa potencia futbolística interplanetaria, se detectaron en el universo lectivo aulas ataviadas con enseñas nacionales hasta en el cajón de la mesa del profesor y alumnos –léase en sentido genérico- entre la bruma del amanecer camino del instituto envueltos en banderas rojigualdas o con bufandas de igual policromía anudadas a la muñeca tapando el artilugio ese que marca los pasos y el ritmo cardíaco, acelerado como no podía ser de otra forma por el nerviosismo ante el, pongamos por caso, debut mundialista de la selección española. En un gélido amanecer rojo de elásticas nacionales se pudo observar a individuos e individuas cubriendo exclusivamente con esta prenda futbolera sus delicadas y adolescentes epidermis moradas de frío o, según ellos, con la piel de gallina dizque por la escucha íntima, como si fuera una estufa de pellet, del himno nacional en versión ‘lololó’.

“El fútbol es la cosa más importante de las cosas que no tienen importancia”.

Eduardo Galeano


Asimismo, se tuvo noticia de grupos de zangalitrones paseantes de pasillos en institutos andaluces –y me temo que en buena parte del territorio nacional- coreando con voz hueca y engolada rimas facilonas o melódicos fraseos que invariablemente acababan en ‘oeoeoé’ o en el consabido ‘lololó’. También se comenta en los mentideros claustrales que algún profesor de Tecnología o quizá de Matemáticas o, por qué no, de Iniciación a la Actividad Emprendedora y Empresarial –sea eso lo que sea- prometió a sus pupilos proyectar en la pizarra digital algún partido de España en caso de que le tocara jugar en horario lectivo mañanero. Ante esta posibilidad y en aras del correcto desarrollo de la jornada lectiva, las autoridades cataríes y la FIFA del inefable Gianni Infantino se aliaron con las audiencias televisivas planetarias para que los horarios mundialistas finalizaran no antes de las doce de la noche catarí.
Este frenesí futbolero y nacionalista, que nuestros vecinos del sur frenaron en seco, también caló en algunos grupos de alumnos más allá de los ornamentos, las vestimentas y los cánticos. La chavalería, imbuida sin duda del espíritu de la LOMLOE, ha propuesto durante estos días mundialistas a muchos de sus incautos profesores trabajar la competencia en comunicación lingüística a través de debates –saberes básicos mínimos, o viceversa- donde no siempre se ha tomado la palabra de forma respetuosa –es lo que tiene el sentimiento tripero patriotero futbolístico cuando es rebatido desde la más fría racionalidad-, ni se ha tenido en cuenta la cortesía lingüística o, lo más grave y temible, ni siquiera se ha entendido el ‘sentido global del texto y relación entre sus partes’ o se ha producido una deficiente ‘selección y retención de la información relevante’ (Séneca dixit, pero no el filósofo, en ‘Saberes mínimos Lengua Castellana y Literatura 1º ESO, B.3.2.’). Y luego pasa lo que pasa, porque no hace falta expulsar a toda una clase de un colegio concertado para que se monte la de Dios es Cristo donde se mezcla un poco de todo: el gusto por el fútbol o no, las adhesiones a la filosofía del ‘tikitaka’ de Luis Enrique (o no), pero sobre todo los sentimientos nacionales y el amor a sus símbolos (o no), a esas banderas que decoraron algunas aulas, especialmente después del estéril 7-0 a Costa Rica.

Los nuevos astronautas españoles de la Agencia Espacial Europea (ESA), Sara García y Pablo Álvarez A. Pérez Meca / Europa Press


Que los chavales en sus confusos trece o dieciséis años mezclen churras con merinas, que metonímicamente tomen la parte por el todo (o viceversa) o incluso que inconscientemente trasladen a sus familiares entre cucharada y cucharada de lentejas solo retazos inconexos de lo hablado en clase, puede tener cierta lógica; de hecho, la labor del profesorado, primero, y del resto de adultos que los rodean, después, es precisamente pulir tanto la recepción del mensaje como su síntesis y su posterior explicación durante el desarrollo del primer plato del almuerzo familiar. Pero resulta que algunos de esos adultos, cada vez más envalentonados por el ambiente sociopolítico que vivimos en España, solo atienden a lo que les sirve para desprestigiar a lo público, en concreto a la escuela pública, esa misma que acoge a sus vástagos y trata de educarlos en valores compatibles con la Declaración Universal de los Derechos Humanos y no con el Mein Kampf. De un tiempo a esta parte el dedo acusador de este sector apunta cada vez más a las patrias, las naciones, sus himnos y sus banderas, y todo ello, por cierto, desde una perspectiva muy visceral, valga la redundancia. Esto va envuelto en un deslumbrante papel de regalo ideológico-sentimental algo confuso donde también se incluye el ‘oeoeoé’ del negacionismo en asuntos tan graves como la violencia de género, los derechos de ciertas minorías, el respeto a los colectivos LGTBIQ+, la educación afectivo sexual, el estudio objetivo de la historia reciente de España, y un cada vez más largo etcétera que, cuando no coincide con sus prejuicios, es interpretado como adoctrinamiento y denunciado a voz en grito por el ‘lololó’ de la defensa de los valores tradicionales y eternos, algo así como Dios, Patria y Trono –quizá en otro orden-. Entonces se quedan con el mensaje simplista y simplón, reduccionista y tontorrón, de que al maestro no le gusta la bandera de España o algo así. Eso es lo que su miopía ideológica es capaz de captar tras casi tres cuartos de hora intentando explicarle ese mismo maestro a la chavalería que, como dicen que dijo o escribió el uruguayo Eduardo Galeano, “el fútbol es la cosa más importante de las cosas que no tienen importancia”, tras invertir buena parte del tiempo lectivo en razonarles a sus pupilos que no hay que sacar las cosas de quicio, que España no va a ganar el Mundial, a pesar del 7-0 inaugural, que hay que intentar un cierto equilibrio aristotélico, que aún no se han ondeado banderas españolas por las calles ni las clases por los dos leoneses, un chico y una chica, que pueden convertirse en los próximos astronautas españoles después de Pedro Duque, que eso sí que tiene su trascendencia,…


Este ha sido siempre el discurso de la escuela, al menos de la que yo recuerdo, y sus rendimientos, en general, no parecen ser los esperados si atendemos a lo que estamos viviendo; en esto ha consistido tradicionalmente la frustración del sistema educativo, me temo. Este oficio de enseñar ha contado siempre con resistencias llamativas, pero ahora hay que añadir a las de toda la vida aquellas que responden a un huero, vano e insustancial supremacismo rojigualdo que asusta y que pone más piedras en el camino hacia la ilustración de la chavalería. Porca miseria! -tradúzcase literalmente por la interjección ¡Mierda!-

Juan Carlos Sierra Gómez.
Profesor de Lengua y Literatura del IES Pésula de Salteras.
Su último libro es Ciclotímicos (Editorial Sílex).

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